Pierre Michon se pregunta qué día vio Balzac pasar a Vautrin (que tampoco se llama Vautrin, sino Jacques Collin).
¿Qué novela inglesa lee Ana Karenina en el tren que la lleva a San Petersburgo?… Más allá de alguna referencias que concuerdan, ¿quién puede asegurarnos de que se trata de una historia del novelista Anthony Trollope?…
¿Qué libro, del que solo sabemos que contiene «palabras, palabras, palabras…», según el propio príncipe en respuesta dada a Polonio, atrapa a Hamlet?… ¿Y cuál a la hermosa Princesa Desconocida en su sepulcro de Lisboa?… ¿O a nuestro Doncel de Sigüenza, que tanto pudiera estar leyendo un misal como la Eneida o cualquier otro libro aldino editado en octava? ¿Qué libro leía Petrarca cuando le sobrevino la muerte en la soledad de su biblioteca?… O, tomando el largo verso de Vladimir Holan: ¿Qué leía aquella muchacha del libro en el tranvía?… ¿Qué título busca Dupin en una librería de Montparnasse?…
El protagonista de Hambre, de quien no tenemos su nombre, insiste en decirle a una joven desconocida a la que aborda en la calle: «Pierde usted su libro, señorita»… ¿Qué tenía en su mente el vagabundo de Knut Hamsun, toda vez que la señorita en cuestión no llevaba libro alguno encima?
¿Dónde se esconde el Margites de Homero?
Poe piensa en un libro alemán que no se deja leer (lüsst sich nicht lesen). ¿De cuál se trata?
¿Qué novelas lee la extasiada lectora de Antoine Wietz?… Desde la lectura banal de un reprint popular hasta la pajiza obsesión de un lector enfermo de libropesía o la clandestina lectura autocomplaciente como un beso de espuma tatuado en la memoria. Inefable sensualidad que descubrimos en el magnífico cuadro del romántico belga Wietz, La lectora de novelas. En dicha tela vemos —sería más acertado decir espiamos— a una mujer desnuda que, tumbada sobre una deshecha cama, se entrega enajenada, y con erótica pasión, a la lectura (ce vice impuni) de no se sabe qué clase de novelas; aislada en una estancia acogedora y hermética, un pequeño espacio revestido de damascos y sobrado de una atmósfera espesa y atemporal, en la que asoma una muy intrigante mano subrepticia que no sabemos si es la mano que viene a entregar las novelas a la orgásmica lectora o si, por el contrario, es la que se las va robando con maléfica avidez. Inefable sensualidad, eso digo, alimentada por una entrega mística e íntima a la lectura, nada que ver con el mensaje que nos deja Un lector de Dostoievski, del checo Emil Filla, donde un pobre hombre aparece exhausto luego de abandonar la lectura del novelista ruso.
Y yo, ¿qué libro estuve leyendo anoche?
Nunca sabremos qué pasó con el monstruo verde de Nerval. «Nunca se supo».
¿Qué mano escribió la apócrifa escena final que, en salvaguarda de los prejuicios sociales de la época, fue añadida en el estreno de Casa de muñecas, en Londres, con la intención de mostrar una poco ibseniana Nora Helmer regresando arrepentida a su hogar conyugal?
¿Dónde han quedado las palabras del hermoso rostro mudo de Louise Brooks?
¿A dónde ha ido a parar el manuscrito de L’attentat de Sarajevo, de Georges Perec?
¿Quién es realmente Bruno Traven, si vale llamarlo por este nombre y no por cualquier otro?
¿Cuándo descubriremos a esos escritores inexistentes a los que Manganelli dedicó no pocas recensiones?… No olvidemos que, como señala Aurélie Noury en su opúsculo Cómo no he escrito ninguno de mis libros, «los libros ficticios son infinitamente más numerosos que los libros reales».
Entre El primer hombre de Albert Camus y El tercer hombre de Graham Greene —por no llegar a The Last Man, de Weldon Kees— ha de encontrarse en algún rincón del mundo y del tiempo el manuscrito de El segundo hombre. ¿Dónde?… ¿Quién?… ¿Cuándo?…
¿Dónde han quedado los silencios postreros de Rimbaud y a dónde ha ido a parar su pierna mala?
¿Y la de Sara Bernhard?
¿Qué habrá sido del maniquí, reproducción a tamaño natural de Alma Mahler, que acompañaba a Oscar Kokoschka por Viena en las noches de teatro, y de qué manera le habrá afectado la vejez en su oculto retiro de desván?
Alma tomó su primer beso de Klimt, aunque el maniquí pertenecía a Kokoschka.
Alma de Klimt.
Por cierto, ¿qué habrá sido de Weldon Kees?
¿Qué color tendrían los besos en el lecho conyugal de Erika Mann y W. H. Auden en el caso de que realmente estos dos hubiesen conformado un lecho conyugal?
¿Existe copia de El arte de la fuga, una vez incinerado el manuscrito por su autor, Néstor Sánchez?
El producto obtenido de la recuperación de las cenizas de la literatura (Gógol, Bulgákov…) habrá de ser directamente proporcional al producto del deseo y la imaginación multiplicado por todo lo imposible y dividido entre sus lectores. Solo así la literatura llegaría a ser tan vasta como el Universo multiplicado por todos los etcéteras.
Junto al libro que no se deja leer (lüsst sich nicht lessen) está el que no se deja escribir (porque leer también es escribir, y viceversa).
Melville le cede a su amigo Hawthorne la historia de Agatha (Duras escribirá años después una hermosa pieza titulada Agatha). Lo que se traían entre manos Melville y Hawthorne era la verdadera historia de la desdichada Agatha, que curiosamente guarda demasiadas similitudes con la historia, asimismo real, de Mina Loy y Arthur Cravan.
Resulta que al poco tiempo de afrontar el texto parcial que le había pasado Melville, acerca de las desdichas de Agatha, Hawthorne decidió abandonar el trabajo y devolverle la historia a su amigo para que fuese él quien la continuara. Ahora Melville se muestra receptivo y acepta el reto, mas, transcurrido un tiempo, el autor de Moby Dick desaparece de escena y la commedia è finita.
El hecho es que esa historia me lleva al maravilloso relato de Henry James La vida privada. En el texto de James nos encontramos con un hombre afable y exquisitamente sociable haciendo tertulia en el hall del hotel donde se aloja. En paralelo, el mismo hombre, duplicado, trabaja afanosamente en la escritura, encerrado en su habitación del hotel. Es un escritor. Es el mismo que está abajo, abierto a los placeres de la vida social; el mismo que está arriba, encerrado entre las sombras envolventes de la creación. Otro duplicado. El escritor y sus dobles. La fórmula del double je que, si no recuerdo mal, pertenece a Bernard Pivot. En paralelo, Imre Kertész, refiriéndose a las indeterminadas identidades del Yo como una simple crónica del cambio, apunta a Yo, otro… O el escritor y sus extensiones.
«Je est un autre», confiesa Rimbaud.
Joyce, cansado, ciego y triste por culpa de su hija, pretendió que James Stephen (los dos nacieron en el mismo hospital dublinés, sin menospreciar el hecho de que el nombre Stephen, añadido al James que ambos compartían, alimenta un preclaro alter ego de Joyce) continuase la escritura de Finnegans Wake, en un momento en que él pensaba abandonarla, y ello a pesar de que, previamente, defensores próximos al autor, a los que cabría denominar «los doce apóstoles de Joyce», hicieron correr cierta apología del libro en ciernes por los ámbitos más exquisitos (Our Exagmination Round His Factification for incamination of Work in Progress).
Traven es un escritor sin rostro, pero su caso no guarda ninguna similitud con el de Schwob o el de Stevenson, ya que los de estos fueron rostros deformados.
Ya lo tengo. Anoche estuve leyendo La biblioteca de los libros perdidos, de Stuart Kelly.
Al no ser escritor, yo no cuento. Pero soy un hombre —escritor ágrafo por excelencia y orador afásico en ciernes, mi aspiración es la contraescritura— que busca imágenes para transformarlas en palabras mudas y éstas en consuelos y éstos en palabras mudas y éstas en imágenes y éstas otra vez en consuelos sustentados en palabras mudas que pretenden convertirse en imágenes para…
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