Ya lo señaló en su momento Isabella Rossellini al ser preguntada por su colaboración con David Lynch: “Considero que sus filmes son mucho más oscuros que su carácter”. Pero para cuantos admiramos a este gran cineasta era tan sugerente, a la par que estimulante, intentar descubrir el misterio de sus extrañísimas secuencias que no quisimos convencernos de que la musa de este gran cineasta no mentía, cuando afirmaba no haber “conocido nunca a nadie con un carácter tan radiante y sereno como él”.
Paradigma del Síndrome de Proteus —una enfermedad congénita causante de un crecimiento excesivo de la piel, un desarrollo anormal de los huesos y una tumoración que puede llegar a alcanzar el 50 por ciento del cuerpo— Joseph Merrick fue un hombre tremendamente desdichado. Sin poder andar apenas por la deformidad de sus piernas, intentó en vano desempeñar otros empleos. Corría 1821 cuando en una operación, a la que fue sometido en un hospital benéfico de Leicester —la ciudad inglesa que le vio nacer en 1862—, le extirparon quinientos gramos de tejido del rostro. Fue en vano. Abocado de forma inexorable a uno de esos espectáculos ambulantes de fenómenos, que desde La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932) tanto cine y literatura de miedo han inspirado, fue el mismo Merrick quien acabó por ofrecerse a un promotor de estas miserias. Sam Torr era su nombre y con él recorrió toda Inglaterra exhibiendo sus desdichas.
Cautivado por David Lynch desde que asistió a un pase privado de Cabeza borradora (1977), cabe suponer que Mel Brooks, vista «la Chica del radiador», la mujer de los sueños de Henry Spencer en aquellas extrañísimas —empero magnéticas— secuencias, detectó en su colega cierta simpatía por las personas con alguna malformación física, por los fenómenos de feria. En base a ese supuesto apego, que para nosotros es mera curiosidad, simple atracción sin filantropía alguna, confió a David Lynch la dirección de El hombre elefante (1980).
Lo que ya cuesta más imaginar es que esta última cinta estuviese nominada a ocho premios Oscar. Naturalmente no obtuvo ninguno: su asunto era demasiado escabroso para un Hollywood tan ávido de normalidad y sentimientos fáciles que ese mismo año 80 concedería la más preciada de sus estatuillas —el Oscar a la Mejor Película— a Kramer contra Kramer, de Robert Benton. Sin embargo, fue bastante para que David Lynch, el más onírico de los cineastas del fin de siglo, entrase en la cartelera comercial. Aunque bien visto, El hombre elefante es una cinta tan realista como pueda serlo Una historia verdadera (1999).
Más insólito aún, parece ahora, cuatro décadas con creces después de El hombre elefante, que Lynch —un verdadero alucinado, aunque el único exceso que se le conoce es su desmesurada afición al café— permaneciese en esa cartelera comercial, de la que tanto desconfiamos, hasta convertirse en todo uno de los más singulares realizadores del neo noir. Y, merced a ese nuevo relato criminal, que tanto gusta a tantos espectadores, subvertir el género para convertirlo a su extraña fantasía en filmes como Terciopelo azul (1986), Corazón salvaje (1990) o Carretera perdida (1997).
Un trozo de terciopelo azul será lo que muerdan Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) y Frank Booth (Dennis Hopper) cuando se entregan a sus perversiones sexuales. Sin embargo, fue la canción —el gran éxito de Bobby Vinton de 1963—, la primera que acudió a la mente de Lynch puesto a alumbrar un misterio en una ciudad tranquila. Después llegó la oreja, como puerta de entrada al otro mundo. Por último, se sucedieron cuatro versiones de un guion.
Nacido en Montana en 1946, la infancia de David Lynch transcurrió en confortables casas de barrios acomodados, con fuertes de juguete en la parte trasera para deleite de los niños, y vallas blancas que delimitaban el jardín, siempre verde. “Calles arboladas, por las que avanzaba el lechero; cielos azules, surcados por el vuelo de algún avión. Y cerezos. Lo que se supone es la clase media americana”, ha recordado el propio cineasta. “Pero en ese mundo idílico, hay veces que el cerezo rezuma una resina entre negra y amarilla, alrededor de la cual se agrupan millones de hormigas rojas. Entonces descubrí que, si se miran de cerca los paraísos, siempre hay hormigas rojas. Haber crecido en un mundo perfecto me ha hecho ver muchos contrastes”.
Adolescente aún, en 1965, durante un viaje de ampliación de estudios a Europa, en una vista a Salzburgo descubrió a Oskar Kokoschka (1886-1990). Poeta además de pintor, cabe situar a este artista austriaco en la estela del músico Gustav Mahler, el pintor Gustav Klimt y el neurólogo Sigmund Freud. Conociendo la filmografía de nuestro cineasta, casi podría asegurarse que la obra que más le atrajo de Kokoschka fue La novia del viento, un óleo de 1913 donde el austriaco se autorretrata junto a Alma Mahler, unas de las mujeres más atractivas e inteligentes de su tiempo. Al igual que la de Michelangelo Antonioni, la primera vocación de Lynch fue la pintura. De hecho, sus primeros cortometrajes pueden considerarse films de arte. Esa misma clasificación nos valdría para Cabeza borradora. Aunque esta fue la primera cinta de Lynch que salió de las capillitas donde se celebra el arte contemporáneo para ser distribuida en el circuito de la versión original.
La trama de Sailor y Lula, título original de la novela de Barry Gifford en la que se basa Corazón salvaje, es una historia de amor que bien puede adscribirse a ese subgénero de parejas fugitivas que ha dado algunas de las cintas más conmovedoras de toda la historia del cine negro. Valgan como ejemplo títulos de la altura de Los amantes de la noche (Nicholas Ray, 1948), El demonio de las armas (Joseph H. Lewis, 1950) o Bonnie & Clyde (Arthur Penn,1967).
Entre las múltiples dispersiones que han alejado a nuestro realizador de la gran pantalla desde Inland Empire (2006) destaca un periplo internacional, en el que estuvo inmerso varios años, para dar a conocer las virtudes de la meditación trascendental. El cineasta ha recordado que abre con regularidad esta “puerta, al disfrute sin límites de la paz, el amor y la energía” desde 1973. Ahora bien, fue en 2005 cuando la verdadera “iluminación” le fue dada merced a un curso seguido en Holanda con el gurú Maharishi Mahesh Yogi —el mismo que descubrió a The Beatles estas maravillas—, previo pago de un millón de dólares, se dijo en su momento.
David Lynch es un hombre de paz, el cineasta más onírico de la posmodernidad que, sin que nadie sepa muy bien porque, ha seducido al gran público desde la cartelera comercial.
¿Y mulholand drive?