¿Por qué en la Antigüedad remota pasaba inadvertida la propia consciencia en la contemplación de la Naturaleza?
El libro que acá comentamos, Naturaleza esencial (2010), es el primer tomo de una trilogía. Su autor, Christian de Quincey, es profesor de Consciencia, Espiritualidad y Cosmología en la Universidad John F. Kennedy y cofundador de la Wisdom Academy… entre otros honores. De Quincey se propone «elaborar una nueva cosmología para poner remedio a la separación cuerpo-mente». Su propuesta, de tener éxito —en casi todo momento utilizaré sus propias palabras—, implicará un viraje metafísico que nos llevaría más allá del materialismo y del mecanicismo. Afirmando la interdependencia de los sistemas vivientes, por lo demás un lugar común asumido como tal hace décadas en numerosas ramas del conocimiento, se trascendería la división entre Psyche y Physis para mejor dar entrada a una cosmovisión que recupere lo sagrado en nuestras vidas. Más allá del rechazo de la metafísica y del relativismo nihilista, en un momento de quiebra manifiesta de la Modernidad, se nos ofrece una cosmología posmoderna influida en gran medida por las ideas Alfred North Whitehead (1861-1947), filósofo y matemático inglés, coautor con Bertrand Russell (1872-1970) de Principia Mathematica (1910-1913).
Como en la mayor parte de las innovaciones filosóficas académicas contemporáneas, una gran parte de la novedad estriba en un cambio de terminología sistemático. «Sustancia» será sustituida por «proceso» y se propondrá una “epistemoterapia” para poder abordar un cambio ontológico, considerado imprescindible para superar la escisión patológica entre mente y materia que anida en nuestras concepciones filosóficas de base. Durante toda la obra se tomará a Descartes (1596-1650) como sparring cualificado para generar razonamientos a la contra: «El error cartesiano radicó en identificar la consciencia con un tipo de sustancia y en no reconocerla como un proceso o una forma dinámica inherente a la propia materia».
El “paradigma posmoderno de la paradoja”, que en modo alguno debemos confundir con el “posmodernismo deconstructivista”, actualmente hegemónico en los recintos académicos occidentales, da primacía a la experiencia extrarracional, todo ello en nombre de una nueva ciencia de la mente que dé cuenta del carácter consciente de la materia. Nos encontramos pues con una formulación pampsiquista —el autor no rehúye este calificativo— que trata de ir más allá de las visiones fisicalistas al uso que consideran la materia como inerte y que incluso pueden llegar a negar la existencia de la mente por considerarla un mero epifenómeno de la materia.
El libro, bien escrito y bastante claro en su procedimiento expositivo, resulta especialmente interesante porque pasa revista a numerosos pensadores en su propuesta justificativa de revisión ontológica. Propuesta elaborada con finalidades alquímicas, aunque haya una significativa ausencia de referencias expresas al pensamiento esotérico o al simbolismo, salvo la consideración elogiosa de Giordano Bruno (1548-1600), al que se considera uno de los “padres fundadores” en el notorio esfuerzo por «materializar la mente y mentalizar la materia».
La obra está animada por algunas pretensiones de principio, a mi juicio obcecadas y erróneas, que gozan de casi total aceptación en el ámbito académico de nuestras sociedades. La creencia de que el universo es un cosmos de materia y energía, el profundo respeto que despiertan los datos empíricos de la Física y su corolario: la consideración del conocimiento científico como autoridad final reguladora de las necesidades prácticas de la sociedad.
Todo lo anteriormente citado hace preciso, en palabras del autor, un cambio radical de paradigma ontológico. Hay que introducir la consciencia y la subjetividad en las ecuaciones básicas. Ante una «magnífica creación rebosante», y en busca del alma, se propone la reintegración del ego colectivo con el Ser del mundo físico. Consecuentemente se apuesta por la idea de una materia intrínsecamente sintiente. Las ambiciones “religiosas” son manifiestas, eso sí: a la manera californiana.
«El yo como ficción autocreativa» es tan viejo como Fichte (1762-1814) y sólo, tras los conjuros de Einstein (1879-1955) y sus sucesores, puede afirmarse con verosimilitud consensuada que «la elección puede asimilarse a una inyección de orden en el flujo de los sucesos estocásticos».
Volviendo a la corriente principal del artículo, «si, como nos dicen tanto la teoría cuántica como la teoría de la realidad, los sucesos, procesos o duraciones ocupan el centro de la realidad, entonces la realidad no puede ser totalmente objetiva ni mecanicista, y tampoco estar hecha de materia “inerte”… La noción de tiempo, duración o proceso está íntimamente ligada a la experiencia subjetiva. La subjetividad y el sentir, y no el simple mecanismo, parecen ser cruciales para el nuevo paradigma que está emergiendo».
Pasamos del observador al participante. «Somos parte del sistema, no podemos controlar solo participar». La materia no está muerta: la consciencia es una realidad causal, no es una ficción como propone el evangelio de la objetividad. La imaginación y la creatividad son esenciales para traer a la vida un nuevo mito cosmo-ecológico, a la luz de una nueva ontología profunda.
La consideración de la materia como “sintiente”, dotada por ello de significado e intencionalidad, es la aportación que el autor quiere que permee la comprensión de las realidades en un futuro-presente. Las “cosas” devienen “sucesos”. Sin embargo algo parecido a esto, pero con conexiones con lo sobrenatural, ha sido lo que ha existido en las más diversas y dispersas culturas a lo largo de miles de años, hasta el siglo XVII en Occidente, por poner una fecha; pero incluso hoy los monoteísmos y las religiones orientales, el hinduismo sin ir más lejos, viven lo real como vivo aunque lo denominen “creación” o “maya” respectivamente. No llaman a las cosas “sucesos”, como pretende convenir De Quincey, pero tampoco experimentan escisión alguna entre su interioridad y la exterioridad que calificamos nosotros de “naturaleza” y contemplamos articulada en conceptos y ecuaciones producto de una deriva experimental. Carl Friedrich von Weizsäcker (1912-2007) señaló que «todo experimento es una violencia que hacemos sobre la Naturaleza y que nuestra imagen del mundo, la que nos provee la Física, no es falsa por lo que afirma sino por lo que calla».
La exclusión de lo sobrenatural o suprarracional tiene sus costes, y el lector no debe dejarse seducir por conceptos “cosmoecológicos” que se pretenden omnicomprensivos; es preciso recordar que Plotino, un idealista emanacionista en el lenguaje académico, postulaba que la materia es lo más cercano al no ser. Darle voz y voto, como pretendía Bruno y asume el autor de este libro, puede no ser lo más adecuado. Pensemos en cuestiones que De Quincey no aborda pero que son de actualidad e incorporan una clara trascendencia filosófica: ¿cuál sería la relación que establecería esta nueva ontología con la presencia de realidades sucedáneas, procedentes del ámbito de lo digital-virtual o de la ya recién llegada “inteligencia artificial”? No creo que el concepto de autoorganización sea una respuesta adecuada a los enigmas y perplejidades con que lo real, en gran medida imaginado, se manifiesta en la experiencia existencial o en la confrontación con lo numinoso.
¿Sustrato informe o mater-materia?, y más allá de la causalidad, ¿la intencionalidad?
¿Contarnos una nueva historia, elaborar un Gran Relato cosmológico, resolverá nuestra problemática existencial como individuos y como especie? ¿Estamos en el umbral de la puesta a punto de una nueva religión global, vacía de los viejos dioses y mitologías, propuesta por un neopitagorismo cientifista con perspectiva holística?
La respuesta a estas cuestiones exige saber antes si afectan nuestras elecciones a la organización del mundo físico que nos rodea, «si la consciencia es capaz de danzar con los átomos y darles forma y dirección». La mente en lo profundo de todo sí, ¿pero qué mente? ¿El movimiento y ruido abismal del Halcón?, ¿el “inquilino negro” que, como “otro”, intuye Alberto Savinio en Maupassant?
Como consigna el Necronomicón: “No está muerto lo que yace eternamente y con el transcurso de los evos hasta la Muerte puede morir”.
Sustituir un paradigma por otro resulta un modo mecanicista de entender las cosas. No se puede sustituir a “Dios” por los actos de voluntad ventrílocuos de un comité soberano de “sabios”. ¿Cuando se habla de un modo nuevo y radical de considerar las realidades, el tan traído cambio de paradigma, no nos recuerda esto un proceso de “conversión”?
Especialmente relevante resulta, para mejor comprender estos aspectos, el diálogo mantenido al final del libro con las ideas materialista-reduccionistas de Nicholas Humphrey, donde se recapitulan los conceptos expuestos y discutidos a lo largo del texto.
Creo que debemos ser prudentes y tener en cuenta la longevidad transcultural de la filosofía perenne, radicalmente idealista, antes de embarcarnos en estas titánicas actividades, bastante artificiales por lo demás, de desencantamiento-reencantamiento del mundo.
La mente, según el dualismo samkhya, es prakriti: materia ciega; y como señala Cormac McCarthy, «lo que mueve al relato no sobrevivirá al relato».
Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo —y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio.
—Jorge Luis Borges.
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Autor: Christian De Quincey. Título: Naturaleza esencial. Traducción: Miguel Temprano García. Editorial: Atalanta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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