Quien vea Bonnie y Clyde con la vaga idea de que es un película famosa, probablemente porque sus protagonistas principales, Warren Beatty y Faye Dunaway, lo eran, y también porque es muy sesentera, con todo aquello de la rebeldía contra lo establecido y tal, luego quizá puede parecerle un poco una bacalá, como le habrá pasado a cualquiera que le ponderen mucho una película y luego quede desencantado. Tiene determinadas secuencias que pueden parecer mal montadas, hasta con fallos, y con trucos supercutres como acelerar la cámara para que parezca que un coche va más rápido, por ejemplo, y con una banda sonora de banjo a toda leche que casi parece de un episodio de Benny Hill. Sobre todo lo anterior ayuda mucho saber que ese choppy editing está hecho aposta, no por incompetencia, y era muy fashion y muy francés nuevaola, y que ese banjo bluegrass pellizcado a alta velocidad («Foggy Mountain Breakdown», de Lester Flatt y Earl Scruggs) es una de las piezas clave y más influyentes en la historia de la música country.
Además, esta película aparece en todas partes en las listas de las mejores de siempre, y citada como una de las más importantes de su época y uno de los puntos de inflexión de la historia del cine, pero ciertamente es una de esas películas cuya grandeza, si es que la tiene, hay que explicarla, y que se beneficia de saber algo más de ella. Yo tengo la teoría de que las películas grandes de verdad tienen que parecerlo décadas más tarde, y que se les tiene que notar a simple vista, a primera impresión, sin que hagan falta glosas. Porque está muy bien que tal film inventara el travelling, o que tal otro film fuera el primero en hacer tal o cual cosa, pero eso por sí mismo, aunque deba anotarse y agradecerse, no garantiza la grandeza futura. Por ejemplo, El cantor de jazz introdujo la innovación más importante probablemente de la historia, que fue el sonido, y hoy en día la deben haber visto cuatro gatos.
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Pero en fin, de vuelta a Bonnie y Clyde, lo que hace falta saber de ella es que se la considera la primera película de lo que luego se llamó el «nuevo Hollywood», que engloba desde 1967 hasta 1980, según el interesantísimo libro de Peter Biskind Easy Riders, Raging Bulls (traducido al español como Moteros tranquilos, toros salvajes). Este nuevo Hollywood, influido por la Nouvelle Vague francesa, arrasó con la manera de hacer cine existente hasta entonces, y si a los 70 se les nota una forma peculiar de rodar y contar historias, es debido a este cambio generacional. Hollywood estaba dominado por filmes épicos o musicales como Cleopatra o Hello, Dolly, que empezaban a no interesar a una generación nacida tras el final de la Segunda Guerra Mundial, y que costaban un pastón de hacer. Además, esta generación, la de los llamados baby boomers, fue la primera que fue a la universidad en masa, y allí empezó a interesarse por sensaciones nuevas, provenientes de Italia, Francia o Japón. Y de México también. Con lo cual no me refiero al cine, sino a las drogas: varios de los nombres más importantes de este periodo admitían sin complejos usar LSD o marihuana, incluso mientras se rodaba o interpretaba música en público. El acento pasó de estar en la figura del productor y las compañías productoras a estar en la del director, no como asalariado, sino como genio creador. Las cámaras se sacaron de los carísimos decorados y se colocaron al aire libre, intentando rodar donde se desarrollaba la historia si era posible, lo cual abarataba los costes y reducía la dependencia de dinero ajeno. Los nuevos valores no eran ya la familia y el mantenimiento del status quo, sino la frescura, la sexualidad, la energía y la pasión por hacer del cine una forma de arte, no de entretenimiento. Además, en plena guerra de Vietnam, el gobierno había pasado de ser una figura heroica que había salvado al mundo del nazismo a considerarse una banda de oligarcas paranoicos con el comunismo que enviaban a la muerte y la mutilación a los adolescentes del país. La contestación no sólo hacia esta injusticia sino a toda forma de autoridad se convirtió así también en elemento clave del movimiento.
¿Y qué mejor figura para representar todo esto, pues, que una pareja que roba bancos mientras escapa de una policía un tanto incompetente? Aunque rodada en 1967, está ambientada en 1932-34, en medio de la Gran Depresión que se produjo tras el crack de la bolsa de Nueva York en 1929 (por lo cual podría ser una historia muy popular hoy en día también), y tiene unas cuantas escenas tremendamente robinhoodianas. En una, Clyde, en pleno atraco, permite a un granjero quedarse con su dinero, que aún no había depositado en el banco, y en otra el mismo Clyde le pasa un revólver a otro granjero con cuya casa otro banco se ha quedado para que se dé el gusto de pegarle unos cuantos tiros al cartel de venta y a la propia casa, que ya no es suya. Ninguna de las dos cosas, por cierto, fueron verdad. El primer episodio sí ocurrió, pero se atribuye a otro ladrón, y el segundo es invención del guionista.
Y ya que nos metemos en esto, uno de los temas importantes con los que hay que enfrentarse al respecto de esta película es su reflejo de la realidad. O sea, cuánto hay de verdad en lo que cuenta, y cuánto importa que se desvíe o no. Tras mucho pelear y debatirse con este asunto, normalmente el espectador de cine acaba llegando a la conclusión de que a cambio de informarse, si es posible, de cómo fue de verdad el episodio histórico que se cuenta en cualquier película, más que nada para luego no tragar ruedas de molino, acaba aceptando que la peli le trampee un poco y así poder disfrutarla por sí misma, como si fuera de ficción por completo. Y la verdad es que de esta manera se cabrea uno bastante menos. De todas formas, dentro de lo que tiene que ver con esta película en concreto, no hay que dejar que reseñar que dos personajes reales que estaban vivos cuando se estrenó (el compinche y el ranger de Texas) se querellaron por difamación. Uno no consiguió nada y el otro logró un acuerdo fuera de juicio en 1971. Y es que su caso no era para menos, porque lejos de ser el inútil que se ve capturado y humillado por la banda de los Barrow (que así se los llamaba en los periódicos), el ranger Frank Hamer (pronunciado «Héimer», no «Hámer», como él mismo dice en pantalla), fue quien, estudiando el caso, llegó a poder predecir dónde iba a ir lo que quedaba de la banda aquel fatídico mayo del 34. Descubrió que se movían en una especie de círculos para sacar máximo provecho de las leyes anteriores al FBI que impedían perseguir a un delincuente en un estado distinto a donde cometió un delito, y siempre repetían el camino. De hecho, Hamer nunca vio a Bonnie y Clyde hasta que tuvo sus cadáveres delante, tras haberlos acribillado a balazos él mismo junto a otros cinco representantes de la ley (o «laws», como los llama Clyde todo el tiempo). Por su parte, la cuñada de Clyde, que también vivía, y que se hizo muy amiga de Warren Beatty, aceptó el guión, pero luego se quejó de que la oscarizada interpretación de Estelle Parsons la hacía parecer una «screaming horse’s ass» (algo así como «una culocaballo histérica»).
Otros detalles sí son auténticos, y yo creo que una de las marcas de un buen director de películas históricas o basadas en hechos reales es captar cuándo uno de estos detalles verdaderos daría bien en pantalla, y aprovecharlo. Por ejemplo, es cierto que fue el padre de uno de los miembros de la banda (en la película los varios que había se concentran en uno sólo, el no muy listo C. W. Moss) quien se conchabó con la policía para capturarlos, y también es cierto que la trampa consistió en fingir una avería mecánica. En la película este detalle funciona de maravilla, ya que el último acto de la pareja es uno de decencia humana, consistente en pararse a ayudar a alguien. En la vida real, sin embargo, no se los dejó ni bajar del coche, y les pegaron 130 tiros entre los seis agentes. Clyde iba conduciendo en calcetines, debido al calor, y Bonnie iba comiendo un sándwich. Otra cosa que no se cuenta es que Bonnie estaba casada desde los quince años (su nombre oficial era «señora de Roy Thornton»), y aunque se separó tres años después, nunca llegó a divorciarse ni a dejar de llevar el anillo de bodas. Sí es verdad que fue buena estudiante, que escribía poemas, y que su «The Trail’s End» se publicó en los periódicos con el nombre de «The Story of Bonnie and Clyde». Otros detalles reales se quedan por el camino, tristemente desaprovechados. Por ejemplo, que la verdadera obsesión de Clyde era vengarse del sistema penal texano, debido a lo que le hizo sufrir antes de conocer a Bonnie, y que lo consiguió provocando la fuga de dos miembros de la banda y varios otros presos de la cárcel de Eastham. De hecho, la mala publicidad a nivel nacional que recibió departamento de correccionales texano a raíz de este suceso fue lo que desencadenó de manera definitiva la caza a muerte de la banda, y en menos de seis meses todos estaban muertos o capturados.
La historia en sí, a pesar de venderse como romántica (y de que fue percibida como tal en su momento) es bastante violenta. La banda mató hasta a nueve agentes de la ley y se vio involucrada en varios tiroteos. Y los creadores de la película querían reflejar esta violencia como nunca antes se había visto en una pantalla. Hoy en día es normal que si a alguien le pegan un tiro, se vea un roto en su ropa y una salpicadura de sangre, pero en aquel entonces no se filmaba así, por censura. El director, Arthur Penn, dijo en una entrevista que esta película es la primera vez que un disparo y sus consecuencias se ven en la misma imagen. Ocurre cuando en la huida en la que C. W. ha metido la pata al aparcar el coche durante el atraco, alguien se sube a la ventanilla del coche y Clyde le pega un tiro en la cabeza, de la que instantáneamente brota un chorro de sangre. Antes habría un tiro, un corte y luego un cuerpo inmóvil e impoluto, sin siquiera agujero en la ropa. Toda esta escena es notable no sólo por eso, sino también por la mezcla de comedia y shock trágico. Clyde ya ha metido la pata una vez en un robo, y ahora la estupidez de C. W. al intentar aparcar tan bien el coche que luego no sabe salir rápido ya ha vuelto a mover al espectador a risa, cuando la risa de repente se le congela con ese disparo tan brutal. Esos cambios repentinos de registro eran una de las señas de identidad que el nuevo Hollywood admiraba en los cineastas europeos, y es una de las razones de la fama de esta película, fama que como vemos necesita explicarse, hasta cierto punto, en este caso, para comprender el torrente de halagos críticos de la época.
Prometo que en algún momento llegaremos a hablar de la peli en sí. Antes de nada, decir que la última vez que la he visto, he encontrado un enfoque personal que ha hecho que me guste en cierta forma, y es el verla como la historia de «Bonnie la Desaprovechada». Recomiendo verla fijándose en el personaje de ella, ya que me parece que es quien le da a cada momento del film su tono, su atmósfera, y desde ahí la voy a comentar, porque es precisamente esos cambios de humor lo que le dan un toque diferente, más artístico, que es lo que se buscaba.
Todo empieza con ella aburrida, acalorada y desnuda en su aburrida, acalorada y desnuda habitación en Texas. Ve a alguien sospechoso merodeando cerca del coche de su madre, lo llama (aún desnuda), baja a toda prisa, se lía a hablar con él, él le enseña su pistola, ella la acaricia (muy poco sutil y muy hecho aposta), él roba una tienda, se suben en un coche y se las piran por la vereda mientras se besan, todo ello en cuestión de minutos. A todo esto, es entonces cuando se dicen sus nombres. Es un comienzo que resume muchas de las cosas que representa ese new Hollywood, y no todas positivas. Al deseo de hacer algo más con la vida de uno que ser una camarera y un ex presidiario marcado por el sistema se le añade el aburrimiento, la espontaneidad (¿o el capricho?), la sexualidad (¿o el desenfreno?) y la marginalidad en parte provocada por el propio sistema con su crash bancario (aunque la justicia no se aplica contra el sistema, sino contra un pobre vendedor que también curra para comer. De hecho, la banda robó bastantes más tiendas que bancos durante su carrera, detalle importante). La escena culmina con algo incluso más sorprendente: en lugar del polvo del siglo, en medio del calor, el peligro, la juventud y la excitación del aquí te pillo aquí te mato, nos encontramos con que el prota de la peli… es impotente. El clímax de la escena es… un anticlímax. Que conste que nunca se dice la palabra «impotente», pero aquello no se consuma, el propio Clyde dice «I’m not much of a loverboy», y enseguida aclara «I don’t like boys or anything», por si alguien pensaba que fuera homosexual. O sea, que no es un buen amante, pero ojito, que no le van los tíos, ¿eh? Y seguramente más que la violencia explícita, o que la sensualidad de Bonnie, cosas que han hecho famosa a la película pero que hoy son corrientes y superadas, esto es lo verdaderamente rompedor del guión aún hoy en día, este «castrar» al macho americano, y nada menos que en la persona de uno de sus grandes donjuanes (recuerdo haber leído en alguna parte que Beatty era de los de cuatro o cinco al día de media —y no me refiero a partidas de mus—, y se sabe fijo que su caravana durante el rodaje se bamboleaba frecuente y visiblemente). Parece un gran atrevimiento por parte de Warren Beatty, y de todos es conocido que fue uno de los grandes liberales e izquierdistas del mundo del cine, antes de que tal cosa estuviera de moda, pero a pesar de aceptar papeles menos convencionales, nunca quiso pasar por hacer de homosexual. Contestatario sí, pero que circule el aire, al parecer. Incluso una escena original del guión donde había una especie de ménage à trois donde Clyde lograba superar su problemilla desapareció de la versión final. Y bueno, hacia el final de la película Clyde al final lo logra, así que quizá la reputación de Beatty no salió tan dañada, y encima quedó como galán rompedor de tópicos y capaz de reírse un poco de sí mismo. A Bonnie, mientras, se le nota más que nunca hasta entonces en la historia del cine la decepción sexual. No se aparta comprensiva y dulce, sino con una pinta de cabreo frustrado que poco a poco va calmando hasta decidir continuar con Clyde, aunque sea de una forma más platónica. Lo cual quizá resulta más romántico que una pasión consumada a todas horas, por lo menos frecuente y porque indica que hay algo más que deseo físico.
Bonnie sigue dando la nota dominante en cada escena de la película, con su marcada personalidad. Cuando el primer atraco de ellos juntos tiene lugar en una sucursal vacía que acaba de cerrar, se parte de risa. Cuando se encuentran con C. W. Moss (Michael J Pollard) en la gasolinera, ella se encapricha de él (y él queda claramente prendado de ella), y se lo llevan puesto como primer miembro de la banda. Cuando empiezan a ser famosos, ella se convierte en el alma de la imagen pública, posando seductoramente con armas, cigarros, boinas francesas o rangers de Texas en fotos que salían, tras idea de ella, en los periódicos a los pocos días (en la vida real, una vez durante una emboscada el grupo se dejó olvidada una cámara con un rollo entero de fotos hechas, que fueron reveladas y que hoy son muy famosas). Cuando a la banda se unen el garrulo de Buck (Gene Hackman nada menos) y la modoso-histérica de Blanche, la vemos tensa, a punto de gritarles a ambos (y a veces haciéndolo). Y resulta diferente a todos por el mero hecho de saber escribir, pasando los ratos muertos con sus poemas que los otros ignoran y que Clyde sólo aprecia cuando hablan de él: «You’ve told my story right there!».
El momento más claro de la influencia de Bonnie sobre todo el tono de la película es probablemente el episodio en el que se llevan de juerga a una pareja de novios cuyo coche acaban de robar. Está toda la banda de jarana, disfrutando con el tema que se han montado de medio divertir medio asustar a aquellos tortolitos tan formales, y cuando están todos echándose unas risas, ella le pregunta al novio (Gene Wilder, en su debut en el cine) que en qué trabaja. «Sepulturero», dice él. A ella se le corta el rollo inmediatamente, y les ordena bajar del coche a la voz de ya. Porque a todo esto, y el espectador puede que se haya hecho partícipe de ello hasta ahora, se lo están todos pasando tan bien que casi nos hemos olvidado de que la historia, y eso lo sabe todo el mundo que empieza a ver la peli, acabará con 130 balazos en un coche. Son una banda de fugados y su pellejo corre peligro. Seguramente, cuando Bonnie se quiso sacar el aburrimiento de encima aquel día caluroso en Texas, no esperaba estar temiendo por su vida a cada momento, y tal como nos la han vendido hasta ahora de espontánea, vividora, caprichosa y deseosa de alegrías, es normal que se le venga un nubarrón encima de repente cuando le mencionan al de la guadaña. Aquí hay que contar un detalle real de esos que parecen mentira, y es que es cierto que una vez la banda raptó a un enterrador y la novia, pero cuando él reveló su profesión, Bonnie se rio y dijo: «Igual un día tenéis que trabajar con nosotros». Y así fue: el sepulturero que embalsamó los cadáveres de ambos, H. D. Darby, fue el mismo que compartió aquel día con ellos. Otro detalle que no se usó en el film. Decía Aristóteles que en el teatro se debe preferir lo imposible pero verosímil a lo posible pero meramente creíble. La escena del enterrador habría entrado en cualquier guión sin problema si se le hubiera ocurrido al guionista, por aquello de la economía de personajes y la suspensión de la incredulidad. Pero basta que haya pasado en realidad para que se piense que nadie se lo creería. Bondad graciosa.
Esta escena al principio estaba situada en el guión después de la visita de Bonnie a su madre, pero se cambió a antes, precisamente para modificarle el tono a la historia desde entonces. Así, la visita a la madre, en lugar de ser un momento alegre, viene teñido con la inquietud previa de Bonnie, que por fin se da cuenta de que algún día los pillarán y de que con su desgracia hará sufrir a su familia. La conversación que ambas tienen con Clyde aumenta el sentimiento de fatalidad: Clyde, bastante torpemente, dice que la policía les atribuye delitos que no han cometido para así hacerlos parecer más importantes cuando los pillen. Bonnie pega un bote, y aunque no dice nada, se le ve en la cara. ¿»Cuando» nos pillen? Y la madre lo remata todo diciéndole a su hija que como se le ocurra vivir a menos de tres millas de ella, palmará seguro, por lo fácil que será encontrarla. Tenga uno familia para esto.
Por eso mismo de la economía es por lo que Bonnie y Clyde se conocen y se ponen a delinquir en más o menos medio minuto. La historia real no fue así, pero la fílmica no es un documental. Sabían que iban a ir más allá y que querían vender transgresión, novedad, escándalo. A cada espectador corresponde decidir si funciona. Clyde tenía 25 años cuando lo mataron y Bonnie 23 (o sea, dos años menos cuando empezaron su «carrera»). Hoy en día los llamaríamos unos críos, pero de aquélla se crecía antes, y Bonnie ya había estado casada y Clyde en la cárcel. Así que probablemente tenemos una mezcla de madurez acelerada por los golpes de la vida, mezclada con una inmadurez que no ha dado tiempo a sacar de dentro. Antes de poder disfrutar de la propia juventud ya habían pasado por trances como el matrimonio infeliz o el maltrato en prisión. No les había dado tiempo a pensar que algún día se podrían comer el mundo, y quizá cuando encontraron la forma estaban demasiado intoxicados con la sensación como para quitarse de ella. Al tiempo, además, se añade que ya estamos en una época lo suficientemente avanzada como para tener periódicos diarios, armas cortas y automóviles, pero no tanto como para que te encuentren prácticamente por satélite. Y para rematar, estamos en pleno auge del cine como teatro de sueños. Con todos estos ingredientes, la llamada de la fama podría ser difícil de rechazar. En la película se ve cómo están todos encantados de salir en los periódicos, y hasta el padre de C. W. le echa la bronca al hijo por no salir en los papeles con su nombre. «Ni siquiera te han hecho famoso». Podría decirse incluso que el fenómeno de la fama instantánea también estaba en su adolescencia, y que Bonnie y Clyde fueron dos de sus primeros conejillos de indias. Es cierto que en el Oeste de los pistoleros hubo historias, periódicos y hasta fotos, pero lo de esta banda se sabía prácticamente al minuto, y en eso fueron pioneros.
De toda esa maraña de revolución social que fueron los 60-70, en cine, música, política, arte y sociedad hoy seguramente quede muy poco (y seguramente la sociedad no es más justa y equitativa que antes), pero algo que sí se produjo fue la emancipación de la mujer, con todas sus consecuencias, y en eso la Bonnie de Faye Dunaway me parece un hallazgo. Y me lo parece precisamente con todos sus defectos: por todas las ganas de ser algo más y remango que se le ve, que es loable, incluyendo una sexualidad exigente y visible, pero comprensiva, también se le nota lo torpe y caprichosa que puede llegar a ser, para empezar por elegir una carrera criminal como forma de vida. En fin, todo esto, y la breve mirada final entre ella y Clyde antes de que los maten, demuestra que Bonnie es la verdadera alma sentimental de la película, y si el guión entero se interpreta como la historia de una doña nadie que quiso ser alguien, y que vio cómo todos los sueños se acaban transformando en pesadillas, puede sacársele mucho disfrute. Luego, su historia a su vez se convertirá en el sueño romántico de otros. Porque hay que hacer una observación importante: esta película será muy contracultural, y muy comprometida y muy innovadora y muy llena de ideas de cambio, pero el único gran efecto real que tuvo fue el de vender miles de boinas francesas por todo el mundo occidental, en imitación de la Dunaway. O sea, lo mismo que pasó con la foto del Che, o con los pañuelos palestinos: la contestación como prenda de moda, y luego, vuelta al conformismo. Sólo 10 años después de Bonnie y Clyde vino La Guerra de las Galaxias, y las energías y el dinero de la juventud empezaron a usarse en aprender trucos jedi y comprar chewbaccas de juguete, en vez de en cambiar el mundo aunque fuera atracando bancos. Al revés, en lugar de robar a los ricos, se les daba dinero por sus mercaderías.
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