Me tenía muchas cosas: hasta las narices, hasta el gorro, me tenía odio (creo yo), pero sobre todo me tenía en un sinvivir.
¿Qué le había yo hecho a esa mujer? Cada semana, una diatriba contra mis políticas, según ella ultraliberales. Que si no había suficientes camas en los hospitales; que si no había médicos de cabecera; que si la autopista que atravesaba la región seguía siendo de pago…
Sí, todo eso era verdad, pero así lo habían querido los votantes. Si hubieran querido otra cosa, habrían votado al muerto de hambre ese que destrocé en el cara a cara. Joder, cómo me acuerdo de aquel debate. Deberían haberme puesto el bozal de Hannibal Lecter. Me lo comí vivo. Lo machaqué. Cuando alguien del público le preguntó si se sabía el precio medio del gintonic, el tipo no supo qué responder. Yo dije siete euros y la grada se vino abajo.
Yo sé lo que quiere el pueblo, pero no mujeres encerradas en sí mismas como María Encarnación. Sé lo que quiere la gente que baja al bar, no la que se tira en una cama las veinticuatro de horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, solo porque pesa lo que pesa.
Ya sé que es una enfermedad, pero si se pasa todo el día en casa rajando contra mí, ¿cómo va a adelgazar? «Ir en contra de mis políticas engorda», le dije un día a mis consejeros, y todos se partieron de risa, porque sabían por quién iba. Luego se filtró a la prensa una grabación clandestina con mi declaración y se lio parda. Tuve que salir públicamente a pedirle disculpas a María Encarnación y a todos los que padecían obesidad mórbida, para frenar el trending topic. Cuando el asunto ya estaba olvidado, rehíce mi gobierno, porque estaba claro que alguno de mis consejeros era un traidor. Seguro que Gómez, que no hacía deporte.
Mis disculpas parecieron aplacar a la influencer, y sus tuits y sus ataques se espaciaron en el tiempo. «Lo has conseguido, chaval —me dije—; deberías pedir perdón más veces. ¡Funciona!».
Llegaron así las vacaciones de agosto.
Llené la maleta de ropa blanca y me fui sin mi familia a Ibiza.
Asistí a la mejor fiesta de mi vida, en un yate de un jeque árabe.
Los sondeos me sonreían.
Pero una tarde, mientras contemplaba la puesta de sol desde la cubierta del yate del jeque, recibí la llamada de Yáñez, la consejera de Sanidad.
Que teníamos un problema.
Que María Encarnación había llamado al 061 el día anterior, quejándose de fuertes dolores en la espalda, y los sanitarios que la habían atendido dictaminaron su ingreso urgente.
Que había sido una odisea incorporarla de la cama y bajarla hasta el portal.
Que hubo que alquilar una furgoneta Fiat Ducato, porque en nuestras ambulancias no cabía.
Que, durante el traslado, la mujer no dejó de enumerar los recortes presupuestarios de mi gobierno.
—Me cago en dios —dije—. ¿Y qué tiene?
—Hay que hacerle un TAC, pero no entra en la máquina. Los médicos no saben qué hacer —respondió la consejera.
—¿No tenemos máquinas de rayos X para obesos mórbidos?
—Las eliminamos de la partida presupuestaria —me recordó Yáñez.
—¿Y las ambulancias especializadas?
—También.
Comprendí la gravedad de la situación. Entré en la cuenta de Twitter de la influencer y, en efecto, ya había comenzado a sacudirnos. El tuit sobre su traslado en la Fiat Ducato ya se había hecho viral. Alguien había grabado el momento en que cinco sanitarios la metían en la furgo.
—Hay que hacerle el TAC a María Encarnación como sea. Si no, estamos jodidos —ordené.
—Lo sabemos, presidente —respondió la consejera.
—¿Soluciones?
—No le van a gustar.
—¿Soluciones?
—Una médica ha sugerido llamar a un centro veterinario de Lugo —dijo Yáñez.
—Explíquese, por favor —le rogué.
—En Lugo tienen una máquina de rayos X para vacas. La médica ha pensado que podría ser una solución, siempre que quepa. Hay que ver primero las medidas.
—¿Es una broma, no? —aluciné.
—¿Se le ocurre otra cosa?
—Está bien, Yáñez. Estudien esa posibilidad. Manténgame informado y no hablen de esto con nadie.
El jeque me preguntó si todo iba bien. El sol ya se había sumergido y la música lounge y el alcohol acompañaban la danza de media docena de jóvenes contratadas al efecto. Entré en la cuenta de Instagram de María Encarnación. Había colgado una foto suya en camilla, acompañada de todas las enfermeras de planta. «24 horas desde el ingreso y sin noticias del TAC. Un escándalo», decía la mujer. Comencé a sudar y me bajé un gintonic de penalti. Las elecciones eran en octubre y no me podía permitir que mi enemiga volviese a la carga.
—Señor presidente —volvió a llamar mi consejera.
—Dígame, Yáñez.
—Lo de las vacas va a ser que no. Ni siquiera entraría ahí.
—Pues hay que pensar en algo y pronto —le exigí—. ¿No ha visto los tuits?
—La médica que sugirió lo de las vacas dice que, si usted lo autoriza, puede llamar a Cabárceno, Cantabria.
—¿Qué tienen en Cabárceno, Cantabria, que no tengamos nosotros? —pregunté, ya muy irritado.
—Osos, presidente.
—¿Perdón?
—En Cabárceno tienen una máquina para hacerles TAC a los osos. Se podría valorar esa opción.
—Esto es una salvajada, joder —pensé—. OK. Hablen con los cántabros, a ver qué dicen.
El jeque me preguntó sobre no sé qué concursos y licitaciones, pero yo tenía la cabeza en María Encarnación. Como alguien se enterase de lo de la máquina para osos me iba a caer una buena. En la época de lo políticamente correcto, ni siquiera el fin sanitario justificaba los medios.
—Qué te preocupa —me preguntó el árabe.
Le conté lo de la tuitera y el hombre se ofreció a llevársela a Catar, donde al parecer tienen un hospital con todo el equipamiento necesario para atender a las personas con obesidad mórbida.
—A vosotros los jeques os la suda todo —le dije—. No puedo llevármela a Catar así como así.
—¿Ah no? —se sorprendió el tipo.
—Espera, que me llama mi consejera —acepté la llamada de Yáñez.
—Presidente, en la máquina para osos cabría, pero no nos la prestan —me informó.
—¿Quién dice que no?
—Ya sabe…
—¡Puto Revilla! —me salió del alma. El grito se oyó hasta en Formentera.
Así que cancelé mis vacaciones, regresé a mi comunidad autónoma y reuní a los consejeros. Les conté la problemática con María Encarnación y les pedí una lluvia de ideas.
—Yo se la enviaría a los catalanes —dijo Yáñez.
—¿A los secesionistas? —me indigné—. ¡Ni de coña!
—Presidente, ya sabe que ahí tienen de todo —terció el consejero de Obras Públicas.
—Que no… —insistí.
—Le decimos a la mujer que tenemos un acuerdo con la sanidad catalana y nos la quitamos de encima —dijo la consejera de Educación.
—¡Que no! —grité—. ¡Y los vascos menos! Hablaré con Madrid, allí seguro que la atienden.
—Si va a Madrid, acaba en Sálvame —me advirtió Yáñez.
No me quedó otra que autorizar el traslado de María Encarnación a Cataluña, donde tenían una máquina de esas.
Cuando le hicieron el TAC, no vieron nada. Estaba perfectamente. Los dolores acabaron remitiendo.
Los ataques de la mujer contra mi gobierno se recrudecieron. Sacó a la luz mil y una privatizaciones.
Alguien filtró lo de las gestiones para traer la máquina y mi jeta salió en el New York Times. Se me echó encima el lobby internacional de masones obesos y fui acusado de gordofobia.
A pesar de todo, gané con holgura las elecciones.
En el cara a cara, el principal candidato de la oposición no acertó con el precio medio del daiquiri.
Yo sí: ocho euros y viva España.
¡Jódete, María Encarnación!
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