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El mundo en sus manos: Viento en las velas

El mundo en sus manos: Viento en las velas

Hay películas de aventuras y películas aventureras. El mundo en sus manos (Raoul Walsh, 1952) es de las segundas. Despliega un entusiasmo, una vitalidad, una desvergonzada provocación por la bandera negra, de vive y deja vivir, una frescura en la mirada, de esas que te convierten el mundo en algo recién creado, sin mácula, lavado por la primera y fresca de la mañana.

En El mundo en sus manos, baqueteados marinos mercantes como Deacon Greathouse (John McIntire) citan como si nada, ejem, con misoginia experta, versículos del Libro de los Proverbios sobre los labios de las mujeres (“Los labios de esas mujeres son al principio tan suaves como el aceite, pero al final son como la hiel”); aborígenes esquimales, como Ogeechuck (Bill Radovich), conviven con empáticas focas; políticos y militares rusos ansían hacerse con California y capitalistas de san Francisco lo mismo con Alaska; y princesas sueñan con marinos surcadores de siete mares. Todo políticamente incorrecto, porque se trafica con focas, se compra Alaska, en modo capitalista, con fintas y añagazas, los rusos ya eran malos y crueles, y los hombres no se andan con chiquitas con las damas ni estas con supuestos compromisos de clase y patria. En El mundo en sus manos asistimos a peleas en bares de las que hacen época, a desafíos marinos y personales que llevan muescas de años de enseñarse los dientes, la proa y la popa de sus embarcaciones. Conocemos a capitanes de goletas que llevan toda la vida en el mar, los ojos llenos de vida y muerte, leales a sus armadores, mercaderes de cualquier cargamento que les fleten. Mi favorito es el Hombre de Boston, en la vida Jonathan Clark, en el celuloide, que es también vida, y en este caso no de repuesto, Gregory Peck, otrora el ético letrado Atticus Finch y luego nuevamente marino en tierra en Horizontes de grandeza. No le anda a la zaga en mi favoritismo gremial el Portugués (grandioso Tony Quinn), un tanto fanfarrón, provocador, con ribetes de fullero, pero leal al final, porque, sencillamente, le revienta perder y, sobre todo con su amigo, competidor, y maldita némesis, el Hombre de Boston.

"Pero lo principal, lo inolvidable es que en El mundo en sus manos somos partícipes, no meramente espectadores, de la mejor carrera entre goletas que pueda verse"

Todo eso, y más, lo hace posible Raoul Walsh, uno de los grandes cineastas tuertos de la Historia del cine. Walsh domina El mundo en sus manos con su exuberante vitalidad, su barojiano desprecio por las convenciones y el aburguesamiento, su optimismo, su creencia firme en la libertad y el individuo, su sentido del humor directo y franco y su apuesta por la alegría de vivir desafiando a todo y todos. Eso lo traduce en una puesta en escena hermosamente precisa y poética, precisa y clásica, innegablemente personal.

"No hay nadie más que nosotros en la Creación, a solas nos jugamos la vida, el barco, sentimos las gavias, el foque, la mayor. Vivimos"

Pero lo principal, lo inolvidable es que en El mundo en sus manos somos partícipes, no meramente espectadores, de la mejor carrera entre goletas que pueda verse. Entre la Peregrina y la Santa Isabella. Allí estamos, allí vamos, cruzando el azul océano a mil nudos, envueltos en el salitre que nos salpica escapando del encrespado oleaje. Vemos henchidas las velas, crujir el maderamen, restallar las órdenes de capitanes, segundos y contramaestres, miramos de reojo cómo marcha la otra goleta, si nos gana o pierde algunas yardas, el corazón no se nos encoge sino que se nos desborda, alegre, palpitante por la tensión del desafío, de la carrera. No hay nadie más que nosotros en la Creación, a solas nos jugamos la vida, el barco, sentimos las gavias, el foque, la mayor. Vivimos.

Así que si ganamos la carrera veremos, por ejemplo al Portugués, en la lejanía del horizonte azul y blanco, maldecir en luso, aunque quizás se le dibuje una sonrisa traviesa, de amigo, pero también de quien espera poder tomarse pronto la revancha. Pero sobre todo, allí al timón, mientras el viento sigue soplando en las jarcias y sentimos la goleta hendir las olas, silenciosa, tan elegante como una ballerina ingrávida en sus giros sobre el escenario, quizás, si hemos conocido raptada de los malos a una valiente condesa rusa, por ejemplo a la exótica Marina Selanova (Ann Blyth), que nos ama para sacrificar todo junto a nosotros, sabemos, sin duda alguna que tenemos el mundo en nuestras manos.

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El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952). Producida por Aaron Rosenberg para Universal Pictures. Dirección de Raoul Walsh. Guión de Borden Chase (y sin acreditar, Horace McCoy), adaptando la novela de Rex Beach. Fotografía de Russell Metty, en Technicolor. Música de Frank Skinner. Montaje de Frank Gross. Vestuario de Bill Thomas. Dirección de arte, Alexander Golitzen y Bernard Herzburn. Interpretada por Gregory Peck, Ann Blyth, Anthony Quinn, John McIntire, Carl Esmond, Andrea King, Eugenie Leontovich, Hans Conried, Sig Ruman, Rhys Williams, Bill Radovich. Duración, 104 minutos.

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