Ibiza, 1863. Mucho ha llovido desde entonces y la España actual no se parece casi en nada a la de mediados del siglo XIX, pero como no llueve en todas partes con la misma intensidad, en esa isla pitiusa los contrastes entre el ayer y el hoy son especialmente acusados. Lo que desde los años sesenta del pasado siglo es destino vacacional soñado, iniciación festiva juvenil, paraíso en la tierra, antaño fue un lugar áspero y duro al que se desterraba a ciertas personas molestas para el poder: una isla negra, por oposición a la blanca y luminosa que conocemos. De ahí el título de este thriller histórico de Toni Montserrat (Ibiza, 1974), Isla negra (Plaza&Janés, 2023), una visita literaria a esa Ibiza pretérita a partir de un hecho real: el asesinato del párroco de Sant Jordi y su ayudante, ocurrido el 26 de diciembre de 1863. El joven Marc Guasch desembarca en la isla en pleno invierno para dirigir la investigación y, a través de su mirada «virgen» el lector recorre la ciudad de Vila y sus alrededores habitados por una población muy diseminada que sobrevive duramente en pugna permanente con la naturaleza. Con la ayuda de otros policías, como el singular Toni Riera, Guasch se sumerge en los paisajes y la sociedad ibicenca, tanto la clase alta como los payeses que, en tono despectivo, se denominaban mutuamente massons y banyaculs. El gobernador y su entremetida esposa, el médico y su hija Lucía, el hosco Formiga, con quien le une una relación muy especial… Una rica galería de personajes cobra vida en un escenario que Montserrat recrea con detalle, transmitiendo el amor que siente hacia su tierra, así como su capacidad de narrador, componiendo un relato ameno que mantiene la intriga hasta el final.
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—Isla negra es la primera novela que publicas, pero resulta evidente que no es tu primer relato. ¿Cuál ha sido tu entrenamiento literario?
—Debo confesar que esta es mi opera prima absoluta. Nunca había escrito textos literarios, ni un relato corto ni unos versos cutres. Si hay que hablar de «entrenamiento literario», me remitiré a mis lecturas, que son abundantes y variadas: Eduardo Mendoza, Jo Nesbø, Lorenzo Silva, Javier Moro, Matilde Asensi…
—Entre los numerosos crímenes que debieron cometerse en la Ibiza de entonces, ¿por qué fue el del párroco de Sant Jordi y su ayudante el que te enganchó?
—Me llamó la atención que mataran a un religioso sexagenario, una figura muy respetada en el entorno rural. Esta muerte se sale de los ajustes de cuenta habituales entre los payeses ibicencos. Me convenció la época, mediados del siglo XIX, totalmente desconocida para mí. Pensé que estos crímenes, reales y atípicos, eran la excusa ideal para ahondar en la realidad de aquella isla misteriosa. Además, el hecho de que el crimen no se resolviera daba pie a ficcionar una investigación.
—Los seis años que has dedicado a este proyecto es mucho tiempo. ¿Alguna vez te desanimaste y estuviste a punto de tirar la toalla?
—Soy consciente de que seis años es una locura, pero la cifra es engañosa, pues me documentaba y escribía en ratos muertos, aprovechando huecos. Mi momento preferido eran las noches, cuando apagaba el teléfono, la familia dormía y tenía tranquilidad. Tuve un parón al año y medio de empezar. Metí el manuscrito en un cajón durante un año y, al retomarlo, lo vi con ojos diferentes e hice cambios importantes en la estructura de la historia, dotándola, creo, de una mayor credibilidad. Entonces sí que la terminé, dentro de mis limitaciones, de un tirón.
—¿Cuáles han sido las mayores dificultades a la hora de documentarte?
—La documentación no ha sido compleja, en buena parte gracias a que el archiduque Luis Salvador escribió una verdadera enciclopedia de la isla, en 1867. Complementé esa fuente con documentos originales de la época y de otras muchas secundarias. No puedo estar más agradecido a los historiadores que hemos tenido y tenemos en Ibiza. Para estructurar la trama utilicé un Excel en el que anotaba de manera exhaustiva todas las particularidades de cada escena: localización, objetivo, narrador / punto de vista, personajes, etcétera. Jugando con la tabla podía equilibrar la aparición de personajes y de cada una de las tramas y líneas de investigación.
—Consigues mantener la intriga sobre la identidad del asesino hasta el final. ¿Fue muy complejo elaborar esa trama laberíntica, o la tuviste clara desde el principio?
—Mi visión de la trama era similar a la de un conductor nocturno que lleva las luces cortas: a medida que avanzaba en la escritura iba visualizando las siguientes quince o veinte escenas. También iba anotando ideas o determinados hitos a los que llegar más adelante, y el reto era alcanzar esos puntos de la manera más lógica para el investigador y estimulante para el lector, manteniendo en todo momento el misterio con respecto a la resolución del caso.
—Algunos personajes, como Toni Riera, Pep el hermano del cura o Formiga tienen mucha potencia y humanidad. ¿Te has basado en personas reales para darles vida?
—La creación de los personajes ha sido muy divertida y, en efecto, para cada uno he tomado referentes reales tanto respecto a su aspecto físico como en lo relativo su forma de ser. Una vez definida su personalidad los he puesto a «caminar» por su cuenta. Recuerdo haber leído a algún escritor que sus personajes «adquirían vida» y «tomaban sus propias decisiones», y reconozco haber pensado que aquello era una tremenda chorrada. Pues no: es cierto. Una vez que tienes definido el personaje y le planteas una situación, la personalidad que le has infundido lo llevará a resolverla de una manera que, al menos yo, a veces no podía prever. Creo que la riqueza y la credibilidad de los personajes está ligada necesariamente a su complejidad, incluso a sus contradicciones. Las personas de carne y hueso somos así, y en mi opinión un personaje, para ser creíble, dentro de unos límites razonables, también ha de serlo: James Bond, Superman o el protagonista de Misión imposible molan, pero no son creíbles. Creo que Riera, Pep o Formiga sí lo son.
—El contrabando es uno de los temas que tratas. La historia da a entender que existían mafias muy bien organizadas dedicadas a ese tráfico ilegal.
—Quizá «mafia» sea una palabra excesiva para referirnos a ese tipo de contrabandistas, que lo único que procuraban, por regla general, era facilitar un producto, tabaco, más barato que el oficial a base de no pagar impuestos. El pueblo generalmente estaba de su lado y colaboraba a cambio de una retribución que les ayudaba a subsistir en una época de miseria. Digamos que era un pulso entre el pueblo, organizado por unos cabecillas, y el Estado.
—A través de un personaje, Onofre, abordas el hecho de que Ibiza fuera una cárcel sin barrotes, lugar de destierro para cierto tipo de «delincuentes». ¿Qué tipo de personas eran?
—Generalmente se trataba de militares y políticos que, con los frecuentes cambios de gobierno, caían en desgracia: alguien con poder los metía en una lista negra y los condenaba al destierro. No era necesario meterlos en prisión: se limitaban a embarcarlos y, una vez llegados a Ibiza, les daban una palmada en la espalda y los dejaban en el puerto a la buena de Dios o, lo viene a ser lo mismo, a vivir de la caridad de los ibicencos. En una ocasión desterraron a un ministro que, con contactos y medios, logró escapar con una barca, pero fue una excepción.
—¿Todavía subsiste el «uc», esa curiosa forma de comunicarse a gritos a larga distancia?
—Lamentablemente, no. Muchas de las costumbres y tradiciones de los ibicencos, prácticamente todas, han desaparecido hoy en día. Es triste decirlo pero, más que las otras islas, en Ibiza hemos perdido buena parte de nuestra esencia y olvidado nuestros orígenes. Me encantaría que Isla negra fuera un motivo de orgullo para los ibicencos y que lo tomáramos como una excusa para ahondar en nuestros orígenes, que supusiera un punto de inflexión.
—¿Queda rastro de las torres vigías que tienen un importante papel en el desenlace de la novela?
—Eso sí. Así como digo y lamento lo de las tradiciones perdidas, también he de destacar que el patrimonio arquitectónico de Ibiza sigue en pie y, por regla general, en un excelente estado de conservación: las murallas, las torres de vigilancia, los faros, las iglesias rurales… Todo está ahí esperando que lo descubramos. También la gastronomía ibicenca es extraordinariamente rica y está muy presente en nuestra vida. O la joyería y la música popular, que son extraordinarias.
—La música, en concreto La muerte y la doncella, tiene un papel simbólico en el argumento. ¿Qué relación tienes con ella?
—Me encanta la música clásica. Ni soy un melómano ni pretendo dármelas de entendido, pero sí me gusta desde pequeño: estudié solfeo en el conservatorio, tocaba el piano, aunque con escaso talento y cantaba en el coro. La muerte y la doncella me parece una obra impresionante, en especial el primer movimiento, demoledor, y me gustaba la idea de que un cuarteto la interpretara en la novela haciendo patente la diferencia entre la sofisticación de la élite de Dalt Vila y la llaneza de la gente del campo que, en otra escena, se divierte con un tambor, una flauta y un espasí.
—Ibiza ha cambiado radicalmente. Sin embargo, sigue sufriendo el olvido de la Administración. ¿Cómo ves tu isla y cómo te gustaría verla?
—La isla ha estado y sigue estando olvidada desde las diferentes administraciones. Que generemos hoy en día tantos ingresos al Estado y al gobierno autonómico y que tengamos, por ejemplo, un déficit crónico de sanitarios o fuerzas de seguridad es una vergüenza. Con todos estos impuestos, ¿no podemos pagar un plus de insularidad digno para tener no ya mejor sino el mismo nivel de servicios que el resto de comunidades? ¿No nos lo merecemos? Parece ser que no. Es patético. El tema de la vivienda es también importante, pero ahí yo plantearía una única pregunta: ¿dónde ponemos el límite? En este tema el debate a nivel legal y macroeconómico sería largo y, me temo, no llegaríamos a ninguna solución factible.
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