La costa del norte de Irlanda, en concreto el condado de Antrim, es el escenario principal de El tesoro de la Girona (Edhasa, 2023), cuarta novela histórica de Javier Pellicer (Benigánim, Valencia, 1978) en la que funde su pasión por las leyendas irlandesas, como la del toro de Maeva o la fiesta de Sanhaim, con un hecho histórico: la epopeya de los supervivientes de la Armada Invencible. Pellicer se ha permitido el lujo de concebir un protagonista que bien podría ser uno de sus ancestros, Joan Mateu, un joven soldado de los tercios españoles procedente de Oliva (Valencia). Es uno de los contados supervivientes de la galeaza napolitana La Girona acogido en el castillo de Dunluce, de los MacDonnell, clan escocés afincado en esas tierras. Pronto se inicia un romance entre Joan y Ealasaid, hija del jefe del clan, una relación compleja, pues ambos jóvenes arrastran traumas de su pasado. La historia de amor se engarza con los conflictos entre clanes, entre católicos y luteranos, y se extiende a otros lugares como Nápoles, Valencia o Portugal, por los que Pellicer propone un ameno periplo que refleja la Europa de mediados del siglo XVI.
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—¿De dónde procede tu fascinación por Irlanda, sus paisajes y leyendas?
—De la mitología, sobre todo. Descubrí los mitos del norte de Europa cuando indagué sobre las influencias que Tolkien había tenido para su obra. De ahí pasé a la mitología irlandesa, en la que descubrí una cantidad de leyendas a cada cual más hermosa, además de un país precioso. Lerna fue la primera novela en la que plasmé esos mitos, pero tenía claro que en algún momento retomaría esa influencia. Y bueno, no tardé mucho en regresar a Irlanda.
—Una de esas leyendas, la de Aidan Madainn, es el detonante de esta historia. ¿Cómo se te ocurrió vincularla al desastre de la Armada Invencible?
—En realidad la leyenda de Aidan Madainn, o Adam Morning, como lo llaman en la actualidad, está conectada de manera natural con el episodio del naufragio de la Armada. Lo que cuentan en la región de Antrim, donde naufragó la galeaza La Girona, es que al día siguiente de la catástrofe se encontraron con un superviviente desnudo de buena mañana. Por eso lo llamaron «Adam», como al primer hombre creado por Dios, y «Morning», por encontrarlo a primera hora. Así que me encontré con un lienzo en blanco en el que pude construir un pasado a ese personaje anónimo. Yo le di personalidad, un contexto basado en un gran drama que pudiera cautivar al lector.
—La mayor parte de la acción se desarrolla en el condado de Antrim, pero los protagonistas son escoceses de distintos clanes. ¿Cómo te documentaste sobre ellos para dominar sus intrincados juegos de poder?
—Fue un proceso arduo y muy largo, ya que tuve que basarme en documentación escrita en inglés y difícil de conseguir aquí en España. La realidad histórica de Irlanda en el siglo XVI es algo que no tiene una especial relevancia para nosotros, más allá de cuando conecta con episodios como los de la Armada, y por tanto la mayor parte de la información y estudios están en inglés, realizados por instituciones y profesionales irlandeses. Por fortuna, gracias a Internet podemos acceder a lo que antes hubiese sido casi imposible. También tuve la oportunidad de contactar con algunos historiadores irlandeses, uno de los cuales me ayudó muchísimo a conseguir todos esos estudios que necesitaba. La verdad es que fue una prueba dura para mi horrible inglés.
—Básicamente, El tesoro de la Girona es una historia de amor entre dos jóvenes de distintas culturas, algo hoy muy común pero rarísimo en el pasado, a no ser en los enlaces reales de conveniencia. ¿El amor y la guerra resume la esencia del ser humano?
—Sin duda alguna. De hecho, creo que son los dos elementos que siempre están presentes en mis novelas. Me cuesta entender una historia, sea en la época que sea, donde estos dos puntales del ser humano no estén involucrados, aunque trato de no caer en el presentismo. De hecho, la problemática que los protagonistas comparten gira en torno a la libertad para decidir su destino. Por tanto, esas dificultades históricas en torno al matrimonio, las uniones de conveniencia para forjar alianzas, todo eso es parte fundamental de la novela, y se retrata de manera históricamente correcta.
—Antrim es el escenario principal pero varios episodios se desarrollan en Nápoles, en Valencia o en Portugal. ¿Te compensó el esfuerzo de documentación que ello suponía para dar más profundidad a los hechos?
—No sólo me compensó, sino que lo disfruté muchísimo. Y era fundamental para construir en primer lugar el pasado de los personajes, pero también para mostrar cómo era aquella Europa del siglo XVI. No quería limitarme a un único escenario, por más que este fuera tan hermoso como Irlanda. Sobre todo cuando tenía la posibilidad de retratar lugares como Flandes, la Nápoles española, o episodios como la batalla de Alcántara. La Valencia de entonces era una ciudad insigne, a la que llegaban ilustres como Lope de Vega y caían rendidos ante su belleza y su cultura. ¡Tuvimos nuestro propio Siglo de Oro! Era una joya grandiosa, que por supuesto tenía sus luces y sus sombras, como cualquier gran urbe.
—Uno de los personajes históricos más interesantes es Christopher Carleill, llamado el Buen Inglés por salvar a unos cuantos náufragos españoles. ¿Lo incluiste en la historia para no caer en el maniqueísmo de católicos buenos / luteranos malos?
—En gran parte sí. Carleill fue la gran sorpresa durante el proceso de documentación. Su importancia iba a ser mucho menor, pero en cuanto empecé a profundizar en su historia supe que tenía un problema. Un maravilloso problema, en realidad. Carleill, al que en España nadie conoce y en Inglaterra tampoco muchos saben quién fue, tuvo una vida fascinante que daría para una novela propia. Fue soldado en Flandes, donde participó en el asedio de Middelburg y Steenwick, también comandante naval y mercader de una compañía que tenía una ruta comercial entre Reino Unido y Rusia. También estuvo en las Américas y tuvo cargos de responsabilidad tanto en Inglaterra como en Irlanda. Y sí, durante el episodio de la Armada fue relevante en la búsqueda de los náufragos. Su padrastro era Francis Walsingham, secretario principal de la reina Isabel I, el jefe de espías de la corona británica. Posiblemente, el hombre más poderoso de Inglaterra en su época.
—El Conde de Oliva —don Pere de Centelles Riu-sec i Folch de Cardona—, para el que trabaja de mayordomo el padre de Joan Mateu, también es un personaje histórico y bastante peculiar. Háblanos de él.
—Los Centelles Riu-sec formaban una de las familias más importantes de la época, con posesiones en Italia y contacto directo con la corte de Felipe II. Sobre todo cuando la hermana de Pere de Centelles, Magdalena, se casó con el duque de Gandía, Carlos de Borja, de la célebre familia de Gandía. Pere fue un personaje muy peculiar, pues siempre fue de naturaleza enfermiza, propenso a arrebatos de cólera y demencia al final de su vida, pero que cuando estaba sereno se decía que era una persona generosa con sus amigos, atenta y al que le gustaba contar cuentos a los niños. Cuando murió, a una edad relativamente temprana, se armó un gran revuelo porque lo hizo sin descendencia. Lo cuento en la novela, aunque lo importante es la conexión ficticia que construyo entre el protagonista, Joan Mateu, y los Centelles, lo que marca su historia personal.
—El título de la novela parece aludir a un tesoro que portaba la galeaza Girona pero se trata de una metáfora abierta a la interpretación del lector. ¿Tal vez ese «tesoro» significa la superación por parte del protagonista de sus anhelos de venganza?
—Me gusta jugar con el título de mis novelas. Todas tienen un significado que va más allá de lo evidente, una segunda lectura. Me divierte crear esa complicidad con el lector ya desde el mismo título. Y en esta ocasión no podía ser menos. Aunque voy a dejar que sea el lector quien haga su interpretación sin predisponerle de ninguna manera.
—Tus otros libros se sitúan en épocas mucho más lejanas, anteriores a Cristo. ¿Qué ventajas e inconvenientes has encontrado al ambientar ésta en una época relativamente más cercana?
—La principal es que en principio es más fácil construir personajes, porque su mentalidad es quizás más cercana a la de nuestro tiempo. O al menos conseguir que conecten con el lector actual. Pero por lo demás creo que es incluso más difícil. La falta de información de épocas tan antiguas como la Edad del Bronce o los siglos anteriores a Cristo nos permiten a los autores tener más espacio para hacer ficción. En cambio, de un episodio como el naufragio de la Armada Española se conoce casi el minuto a minuto. Hay menos espacio para la ficción, y esta se debe hacer con más delicadeza para no alterar acontecimientos históricos conocidos o para no cometer errores.
—¿Cómo te imaginas que se habría desarrollado la historia de Europa si la Armada Invencible no hubiera sido vencida?
—Esa es la gran pregunta. Recuerdo un capítulo de la serie de televisión El Ministerio del Tiempo donde se especulaba que en ese caso Inglaterra sería parte de España y todavía seríamos un imperio. Yo no lo creo. En mi opinión, Felipe II habría elegido un gobernante afín a sus intereses para sustituir a Isabel I, pero por lo demás nada habría cambiado salvo el retorno al catolicismo. Para el pobre campesino inglés todo sería igual, y desde luego nada de británicos hablando en español en la actualidad. Lo que sí habría cambiado bastante, tal vez, es la historia de Europa y de los acontecimientos que estaban a punto de desatarse: la guerra franco-española de 1635 podría haber tenido un resultado muy distinto si Inglaterra hubiese sido aliada de España, en vez de Francia.
—¿Por qué Felipe II no pactó con los católicos irlandeses para hacer «pinza» contra la reina Isabel?
—Habría sido una jugada muy potente desembarcar en Irlanda y empezar a desgastar a los ingleses atacando las fortificaciones que tenían allí. Habrían tenido la retaguardia bien cubierta y un buen suministro de víveres, así como una gran cantidad de soldados irlandeses que se morían de ganas de matar ingleses. Pero hay que tener en cuenta que la situación en Irlanda era complicada: estaba dividida en un montón de clanes, los cuales estaban tan enfrentados entre ellos como con Inglaterra. Llegar a un pacto conjunto era poco menos que imposible. Además, empezar la campaña en Irlanda habría retrasado mucho los planes. Felipe II siempre tuvo claro que la invasión debía ser rápida, fulgurante: una ofensiva relámpago donde las tropas de tercios de Alejandro Farnesio debían desembarcar en el condado de Kent y sitiar Londres.
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