El rey más pintoresco de la Europa del XVI, y posiblemente también de la historia de Inglaterra, fue Enrique VIII. Para no andarnos con circunloquios tontos, dejemos claro desde el principio que era un verdadero hijo de puta con garaje, piscina, balcones y macetas de geranios a la calle. Empezó como príncipe católico, e incluso el papa de turno le otorgó, a petición propia, el título de ‘Defensor de la Fe’; pero luego se complicaron las cosas. El tal Enrique, Tudor de apellido, estaba casado con una princesa española que se llamaba Catalina de Aragón, y no tenían hijos varones. Eso por un lado, y que Enrique era un cerdo lujurioso y sin escrúpulos a quien ninguna dama de la corte se le escapaba ni dando saltos, por el otro, lo convenció de separarse de su legítima y montárselo con una señora bastante trepa llamada Ana Bolena, que era como la Isabel Preysler de allí. Pero como Roma (Clemente VIII al aparato) se negó a concederle el divorcio, el rey inglés se lió la manta a la cabeza y rompió con la Iglesia Católica por el morro (vean la peli La vida privada de Enrique VIII, donde el gran actor Charles Laughton está enorme). Al final se casó seis veces, el tío cochino; y para desembarazarse de las sucesivas esposas llegó a ejecutar a un par de ellas, incluida la tal Bolena (disculpen si me alegro, pero me caía mejor la aragonesa Catalina, que fue toda una señora), que inauguró el muy concurrido cadalso conyugal regio. De todas formas, lo del sexo guarrindongo del monarca inglés no fue más que una anécdota para su ruptura con el catolicismo, porque las causas fueron más serias y profundas. Enrique VIII, que se las daba de teólogo, consideraba a los protestantes luteranos como herejes de chichinabo: unos simples tiñalpas. El problema no vino por ahí. Ana Bolena fue sólo un pretexto para un proyecto más vasto y madurado, que convertiría al rey inglés en cabeza de una iglesia local independiente de Roma y bajo su control absoluto. Consciente de que la religión seguía siendo un formidable instrumento de poder, empezó Enrique con amagos y tanteos para ir calentando la cosa, y al final se tiró a la piscina (que era lo único a lo que le faltaba por tirarse) proclamándose chief protector of the church and clergy of England, como suena, por la cara. En todo este proceso destacaron en su ayuda algunos personajes notables que luego han ido saliendo mucho en el cine. Uno fue el canciller Tomás Moro, tipo culto e interesante, cabal, honrado, intelectual de campanillas (escribió Utopía, obra destacada de su tiempo), que al estilo de Erasmo de Rotterdam soñaba con una reforma humanista y moderada de la Iglesia Católica, sin violencias ni escándalos. Pero el cabroncete del rey pretendía ir mucho más lejos, tenía sus propias ambiciones, y el amigo Tomás, con su honrada conciencia de Pepito Grillo, acabó tocándole los cojones. Así que la cabeza del pobre canciller acabó rodando por el cadalso en aquella Inglaterra donde a esas alturas el verdugo hacía horas extras, pues la cosa se había puesto chunga para quienes no acataban de inmediato las órdenes o los caprichos del monarca. Lo de Enrique y su nueva iglesia fue un auténtico reinado de terror anticatólico; un despotismo moral nunca visto antes allí, que los cardenales, obispos y curas locales, puestos entre el patíbulo y la pared, se zamparon con el resignado entusiasmo que en tales casos suelen demostrar quienes prefieren seguir vivos y, a ser posible, comerse unas migajas del pastel. Con un Parlamento dominado por una nobleza que a su vez estaba dominada por el rey, aplaudiendo con el entusiasmo del converso, el alto clero inglés, dócil como el corderito de Norit, se puso a las órdenes de Enrique acatándolo como sumo pontífice y como lo que hiciera falta. Y no hubo más que hablar, porque a quien hablaba (como el obispo Fisher y algunos curas y monjes que tuvieron agallas para levantar la voz) se lo llevaban por delante. Artífice práctico de todo eso fue otro fulano notable, el jefe de gobierno Tomás Cromwell (también hay película, y no confundir con el Cromwell que vino luego), que formado en la escuela de los políticos italianos trabajó cuanto pudo por la omnipotencia absoluta de la corona británica. Su policía se convirtió en verdadera Inquisición, las cárceles se llenaron y nuestro viejo amigo el verdugo no daba abasto, todo el día chas, chas, chas, dale que te pego con el hacha. Ese período de terror y afianzamiento del poder real duró hasta que Enrique VIII pasó a peor vida, dejando una Inglaterra a punto de caramelo para cuando su hija Isabel o Elizabeth I (la pelirroja cuya interesante historia y la de María Estuardo contaremos cuando toque) ocupó el trono, empezando así el proceso que convertiría a Gran Bretaña en lo mucho que luego fue. Así que permanezcan ustedes atentos a la pantalla.
[Continuará].
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Publicado el 4 de agosto de 2023 en XL Semanal.
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A pito de nada, recordé a Mark Twain y su magnífica «El Príncipe y el Mendigo».
Aunque ya había sucedido antes, quizás Enrique el octavo inaugura la tradición de los mandatarios pichafloja que llega hasta nuestros días.
La comparación de la Bolena con la Preysler ha quedado bien. Antes de cortarle la testa, al Enrique le conceden el Nobel de literatura. Los hechos llenaron las portadas del Hello de la época durante meses y meses. Las exclusivas se pagaban en libras esterlinas de la época. Por cierto, ante tales dispendios y subvenciones para ganar votos, el gordo reduce el contenido de oro y plata de las monedas (depreciación e inflación que se llaman), a lo que se llamó el «Gran Envilecimiento», nombre que se puede hacer extensivo, no sólo a la moneda sino a todo su reinado. Tal como ahora, vamos. Luego dicen que la historia no se repite. Más tarde se pondrían a construir barcos como locos, mientras el pueblo mísero y hambriento.
Antes de que lo ejecutaran, Tomás Moro hace una película muy buena: «Un hombre para la eternidad» que, si no la han visto, la recomiendo.
Como siempre, el poder y el joder unidos para la eternidad. Porque, en su reinado, el del Enrique (apodado «el gordo» por los propios ingleses) y en los sucesivos de sus dencendientas (perdónenme el monterismo) la represión politico-religiosa de la población, de los paganos de siempre, fue brutal. El hacha y la hoguera funcionaron sin descanso. El poder religioso y el poder político en la misma mano, sueño de dictadores de todas las épocas. Hoy, que ya parece que no hay poder religioso, excepto en Oriente, se conforman con apropiarse del poder judicial, siendo inexistente o adocenado el legislativo. Pero esto es otra historia sucedida después de que apareciera en escena un señor llamado Montesquieu, otra historia, como diría Chema Alonso, de Inteligencia Artificial ya que consiguieron mecanizar o robotizar eso del hacha, pasando de tener que hacer músculos, con los consiguientes errores, a darle sólo a una palanca. Adelantos. Progreso. Si el gordo levantara la cabeza, je, je…
Estupendo el nuevo capítulo, don Arturo.
En la madrileña ciudad de Alcalá de Henares, cuna de Cervantes, existe una preciosa estatua de la legítima reina de Inglaterra, la española Catalina de Aragón, nacida allí mismo en Alcalá y bautizada en su catedral, hija de los Reyes Católicos; estatua que se encuentra cerca del Palacio Arzobispal, donde nació, y casi enfrente del actual Museo Arqueológico Regional de la Comunidad de Madrid. Varias veces, ante esa reproducción escultórica de Catalina, he pensado en lo que, tal vez, hubiera podido ser la historia de España – y de Inglaterra- si Catalina hubiera tenido un hijo varón con su esposo, el rey inglés Enrique VIII y pendón mayor del reino. Y mira que la pobre lo intentó pues estuvo embarazada en seis ocasiones, de los cuales sólo un embarazo prosperó con la futura Ana Tudor, esposa de nuestro Felipe II.
La de giros que pudo tomar la historia europea y universal si dicha Maria Tudor hubiera sido la reina de Inglaterra, en lugar de Isabel I, hija del putero Enrique VIII con Ana Bolena. Cosas del amor, la genética y la bragueta ardiente del tal Enrique.
Bragueta ardiente. Calificativo que podría también usarse para varios reyes españoles, franceses, emperadores alemanes… También para varios políticos tanto del pasado como del presente, tanto de las riveras de los ríos como de los aires del cantábrico, un largo rato de braguetas sin fronteras. Y también en premios literarios en los que la tinta y el flujo seminal corren a raudales, sean nóbeles o no. Y… también en futbolistas que, parece ser, las meten todas.
Y, ya que los pantalones con braguetas no son una prenda de género, femeninas, braguetas ardientes en reinas gordonas y fofonas o no, en polìticas, en juezas, en titulares de nobleza sean de la prensa rosa o no, en cantantas de graznidos o en aspirantes y expirantes a princesas. Cantantas, pero también cantantos embarazadores.
Braguetas ardientes, todos y todas. No sé si lo digo con envidia o con aversión y rechazo a tantos ríos de efluvios venéreos, que podrían aliviar la sequía nacional, y a tantas enfermedades venusianas.
Braguetas ardientes. Historia, pasado, presente y futuro. Quizás se debería escribir una historia de las braguetas reales y principescas. Otra de las braguetas empresariales, otra de las artísticas y otra de las judiciales. Historias privadas de las vidas cotidianas y coñodianas de las élites.
Quizás el secreto de tanto efluvio y tanta excepcionalidad erótica sea el ocio. El persistente ocio como forma de vida de esos especímenes. El ocio. No hay ningún toque especial de la diosa Venus ni ninguna condición genética que implique tamaños privilegios o quizás castigos o quizás maldiciones. El ocio, causa de vicios, delitos e ideologías.
Saludos.
Una amena lección de historia, relatada brillantemente por Pérez Reverte, como nos tiene acostumbrados , tacos y palabras malsonantes incluidas
Parecerá mentira, pero gracias a ese estilo particular, no me pierdo ninguna entrega
Como siempre, sensacional, incondicional de Ud., y su forma de narrar la HISTORIA.Mucha Salud, le deseo Sr.D.Arturo; y que navegue, escriba muchas novelas.
No me pierdo una
Amena lección de historia
Saludos a todos los lectores y al escritor un besazo que si me lo permite los años le sientan de maravilla
Antes de Isabel, estuvieron varios, el aparentemente brillante pero enfermizo Eduardo VI, Bloody Mary (creo que la verdadera priomera reina inglesa) y hasta Felipe II de España!!
Excelente, como siempre. Al insaciable apetito venéreo del personaje hay que añadir su codicia. Suya y de la nobleza inglesa , que se apropió de los inmensos bienes vacantes de las familias nobles católicas que no abandonaron su fe. Más los bienes de las órdenes religiosas (que habían sostenido la cultura durante toda la Edad Media, como en el resto de Europa). Ordenó la destrucción de todos los santuarios del Reino, y para 1538, todos los monasterios existentes habían sido disueltos, el arte destruido para siempre, y sus propiedades transferidas a la corona. Pero para Inglaterra no corre ninguna Leyenda Negra ni de ningún otro color.