Mariano Arias aborda en El escriba sagrado una obra de escuela. Desde una perspectiva filosófica y materialista, trata el origen de la escritura y su contexto tanto social como histórico. Arias sostiene que existen dos formas de enfrentar el conocimiento: la naturaleza y el libro, de ahí la importancia de preguntarse por las condiciones y contexto en el que se desarrolla la escritura y su implantación institucional. Mariano Arias, como figura destacada de la Escuela materialista de Oviedo, se pregunta por las condiciones materiales que permitieron dicho desarrollo, instaurando la escritura como un sistema estructural, funcional y dominante en las sociedades de Oriente Medio, estudiando su evolución desde sus inicios documentales en las cuencas de los ríos Tigris y Éufrates hasta su cristalización en el alfabeto griego, origen de los sistemas actuales de escritura.
La escritura, para Arias, como no podría ser de otra manera para cualquier constructivista, se va desarrollando en continuidad con otras técnicas que están emparentadas con las primeras formas simbólicas, orales, con los relatos míticos y demás elementos expresivos que se encuentran en pleno desarrollo en el Neolítico (ca. – 7500). Los primeros pasos de lo que luego podemos considerar los orígenes de la escritura, como fragmentos pre-escriturales, los tenemos en las fichas de contabilidad (bullae), utilizadas por las primeras sociedades preestatales o protoestatales. Aplicando la estructura del espacio antropológico, Arias señala las relaciones que establece la escritura con la naturaleza (el mundo), con los otros (la sociedad y la propia reflexividad) y con los númenes (religión y espacios eidéticos, divinos y profanos) todo ello relacionado a su vez con el narrador, el escriba, que funciona como sujeto operatorio. No se trata de un libro histórico, aunque está perfectamente documentado, ni se cae en la tentación hegeliana, tan ampliamente seguida en la filosofía, de anteponer el sistema a los hechos, sino que estos van buscando sus junturas naturales y, el autor, con la habilidad del artesano, los enlaza para ir construyendo una teoría filosófica. También puede disuadir a quien pretenda ver este libro dentro del campo de la historia o de las ciencias histórico filológicas, el interesante estudio que Mariano Arias hace sobre las reflexiones de las distintas tradiciones culturales, como el judaísmo o el psicoanálisis, o las que realiza sobre las corrientes filosóficas como el estructuralismo derridiano o las teorías de Denisse Schmand Besserat o el propio concepto de producción, claves en las reflexiones sobre la escritura. Desde este punto de vista, la escritura se ve como una herramienta que ha modificado el propio espacio humano. Ella misma es determinante en la producción de la propia historia, de la construcción de lo sagrado e incluso del monoteísmo en cuanto proceso de racionalización crítica contra la pluralidad de númenes. La escritura se nos presenta, de esta forma, como un elemento imprescindible en el proceso de racionalización, no sólo del espacio sagrado, como hemos dicho anteriormente, sino de la reflexión lógica, filosófica, geométrica, matemática e incluso poética. Sin la escritura no hubiese sido posible la filosofía académica, los géneros literarios, pero también las artes y las técnicas. La escritura es solidaria con el proceso de abstracción que hubiese quedado cercenado en el mundo oral.
Superando el viejo planteamiento platónico de que la escritura pertenece irremediablemente al terreno de la mimesis, lo mismo que la pintura y la escultura (Fedro, 275 d), sostiene que los propios procesos tecnológicos de los soportes (cera, arcilla, papiro, pergamino, piedra, papel, discos, memorias USB…), como las herramientas de reproducción (estiletes, punzones, plumas, imprentas, bolígrafos, ordenadores…), suponen la consolidación y desarrollo del proceso de pensamiento crítico, que ya había sido señalado por Pablo Huerga centrándose en el desarrollo de la escuela (Huerga, El fin de la Educación, Eikasia, 2014). Estas rupturas están íntimamente ligadas a las propias concepciones que el individuo tiene sobre sí y sus relaciones con la sociedad que le rodea.
Arias aborda, en esta reconstrucción filosófica de la escritura, la crítica a numerosos mitos que, a pesar de que han ido siendo desenmascarados por los arqueólogos e historiadores, siguen funcionando, pues se encuentran en las interpretaciones fundantes de nuestra cultura. Así, nuestro autor rechaza el fonologismo arrastrado de Aristóteles quien interpreta la letra como «una sombra de la voz, ya de por sí, el más imitativo de todos los órganos» (Retórica, 1404a), pero Arias no sólo subraya la evolución de la imagen, como imitación, al signo ya en el paleolítico, pues los primeros signos pictográficos escriturales, no se encontrarían en los bisontes, o animales representados, sino las fichas de arcilla con una utilidad contable, cuestión que podemos constatar con seguridad gracias a los procesos de intercambios comerciales perfectamente establecidos en el tercer milenio antes de nuestra era. Si bien, desde el punto de vista constructivista o materialista, no cabe hablar de origen, puesto que este proceso del que estamos hablando se refiere a datos que se distancian entre sí en ocho milenios que suponen la preparación de la escritura hasta su consolidación. No sólo cabe recorrer estos ocho milenios, como hace Arias, sino plantearse en qué momento y cómo se consolidó la invención de un sistema escritural con sentido. Este problema transciende la perspectiva filológica, aunque no pueda ignorarla, para buscar planteamientos filosóficos que hagan consistente la respuesta, que en el caso de Mariano Arias, no tiene ninguna duda, se trata del alfabeto griego clásico.
Estas importantes contribuciones del autor, no se reducen a la aplicación de método del materialismo filosófico, del que el autor bebe, de una forma escolástica, sino que como maestro, como artesano —diría Alberto Hidalgo— amplía y lejos de sentirse atado por el corsé, que no deja de ser una teoría a la que se le ha puesto una estructura básica, Arias, al contrario, a la hora de reconstruir el contexto determinante histórico de las distintas etapas de la protoescritura, para dar cuenta de los hechos, fecunda el espacio antropológico con círculos epicíclicos para explicar, limitar y delimitar, la transición por fases entre el arte rupestre del Neolítico agrario y la escritura alfabética que cristaliza en el tercer milenio en complejos entornos urbanos y culminará con el alfabeto griego en el espacio ciudadano. Este procedimiento que recuerda a Morgan en la Ancient society, es muy fecundo y fundamenta la relación entre los procesos dialécticos entre la escritura y la sociedad, como han desarrollado de forma parcial Pablo Huerga, para la educación, y Martha Naussbaum, para la democracia.
La interpretación de Mariano Arias, dentro del marco filosófico, supone un aportación importante, no sólo al tema central de la obra, sino por su posicionamiento en la idea de hombre, en la dialéctica cada vez más porosa de las relaciones con los animales. La vieja tesis bíblica de un origen diferente entre el hombre y el resto de los animales, mantenida desde la filosofía por Platón y Aristóteles y de una manera secular a través de la idea de cultura, se torna a todas luces insuficiente, no sólo por la existencia de culturas como vienen señalando los antropólogos desde los años cincuenta, como por ejemplo Sabater Pi, ni por el reconocimiento de sentimientos en los mamíferos, como ya reconoció Darwin, risas, lágrimas, lamentaciones funerarias o jaculatorias, rituales que son tanto una reacción fisiológica como un gesto o signo de sentimientos obligatorios o necesarios, sugeridos o empleados por las colectividades con un fin determinado, con el fin de obtener una descarga física y moral de sus esperanzas también físicas y morales [1]. Mariano Arias sostiene que lo que separa al hombre del resto de los animales, lo que lo hace un hombre total, lo que hace que el hombre sea un animal que se construye a sí mismo —diríamos nosotros rompiendo el corsé al materialismo escolástico— es la escritura. La relativa independencia de los hechos biológicos y psicológicos, como representaciones colectivas que son denominados sentimientos superiores sociales (razón, personalidad, libertad, costumbres, etc.), así como las prácticas colectivas (en las que se incluye la escritura y variaciones de la misma como pueden ser el canto, el ritmo, las matemáticas y resto de ciencias), afectan a la esencia propia del hombre autoconstruyéndolo, modulándolo y abriendo perspectivas inimaginadas, se deben a la escritura y al proceso dialéctico que se inicia con las fichas, sellos de esteatita y bullae y que son transformados por las innovaciones técnicas (arcilla, cálamos de madera, papiro, imprenta, ordenadores,…). Esta interpretación supera el viejo psicologismo (de la conciencia) y sociologismo (de las condiciones materiales genéricas), en la medida que establece un proceso dialéctico entre lo producido (la escritura) y el sujeto (sujeto operatorio), en que no se privilegia ningún elemento o espacio.
[1] Marcel Mauss, en 1924 bajo el título «Relaciones reales y prácticas entre la sociología y la psicología», reproducido en Sociología y Antropología (PUF, Paris, 3o ed. 1966), traducción española de Teresa Rubio para Editorial Técnos, 1971, pp. 269-70.
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Autor: Mariano Arias. Título: El escriba sagrado. Filosofía del origen de la Idea de Escritura. Editorial: Brumaria-Eikasia, 2017. Venta: Amazon
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