El escritor donostiarra Eduardo Iglesias rescata al que fuera protagonista de su primera novela, Aventuras de Manga Ranglan (1992) y lo pone a observar la fealdad de las ciudades en las que vivimos. Con el tono poético al que nos tiene acostumbrados, el autor describe el escenario distópico que nos rodea y, no sin dosis de humor, reconstruye un escenario que, en sus manos, se convierte en todo un mundo.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Manga Ranglan y el viento de la memoria (Huerga & Fierro), de Eduardo Iglesias.
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Esta historia ocurrió en un tiempo a la deriva, perdido en los tiempos del tiempo…
Metió las llaves en la cerradura, miró hacia atrás y sintió cierto afecto al ver el viejo apartamento que durante un tiempo le cobijaba: un salón, un pasillo, un dormitorio, un trastero, un cuarto de baño y al fondo del pasillo una cocina con una ventana dando a un patio. Se quedó pensativo. Decidió no salir hasta acabar con todas sus existencias; las apuraría hasta el final. Sentado en la cocina perdió la mirada en la pila de platos que tenía que limpiar. No sabía si estaba contento pero se sentía bien por primera vez después de muchos días. No tenía la certeza de cuántos. Había perdido la cuenta.
Luego, tumbado en la cama a la vez que dormitaba percibió muchedumbres por las calles que atropellada- mente corrían, coches desenfrenados, bocinas y ruidos sin ningún compás atinado.
—¡Ranglan! —gritó. No aguanto.
—¡Qué pasa!
—No sé, no sé… —dijo Manga.
Manga Ranglan se levantó y fue al cuarto de baño. El espejo, en la semioscuridad, reflejó la imagen de un hombre descompuesto. Después, se oyó el ruido de la meada repiqueteando en el interior del retrete. Algunas gotas de su orina saltaban mojándole sus piernas.
—Qué asco —se quejó Ranglan.
—Cada día estás más tiquismiquis —dijo Manga mientras se ajustaba el pantalón corto del pijama.
Siempre dormía con pantalón corto y camiseta. No aguantaba el calor de los radiadores chutando. Parecía que en el inmueble sobraba el gas ciudad.
Encendió la lamparita de al lado de su sillón preferido de cuero, cuarteado por el uso, y abrió uno de los libros que le gustaba. Se sentó. Y leyó: «El camino subía y bajaba. Sube o baja según se va o se viene. Para el que va sube; para el que viene baja».
Se quedó pensativo. «También Bachelard dice que las escaleras del desván suben y las que van al sótano bajan». La lectura de ese libro le iba llevando a la naturaleza:
«No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo». Ese eterno fugitivo, ese per- fecto vagabundo, el tiempo, que en la lectura te hace perder la conciencia de su transcurso huyendo en la nada como la niebla que lo cierra todo.
—En la concentración Kairos vence a Cronos.
—¿¡Qué!? Estoy leyendo. No sé de qué me hablas.
—Lo cualitativo emerge; conquista lo cuantitativo.
—Ya te he dicho que no sé de qué me hablas. ¡Calla, Manga!
Se fue a la cocina, buscó la manzana más tersa y le pegó un buen mordisco.
—¿Por qué te gustarán tanto las manzanas?
—Y las naranjas en los naranjos.
—Claro, y las aceitunas en los olivos y los higos en las higueras. ¡No te jode! Y las peras en los perales.
—Pues sí. Coger los frutos de sus ramas como hacían nuestros abuelos.
—Vale…
—¿Tú te acuerdas de ellos?
—¿De quiénes?
—De los abuelos.
—Ya sabes que sí.
«Lázaro y Manuel, los abuelos. De Lázaro sé suficiente y le quise mucho; de Manuel no sé nada y no pude quererle. Cristina y Petra, las abuelas. Mi abuela Petra era muy cariñosa. Fue mi madrina. Y Lázaro mi padrino. Con Manuel no sé qué pasó: debió de ser un hombre libre, que hizo sufrir a su familia y también bebía. No le vi nunca. No me dejaron. Tampoco estoy seguro de si lo que digo es verdad pero sé que acudí a su funeral. Lázaro, el “aitona”, le llamaba en euskera, también fue un hombre libre. Por lo menos, mientras vivió con nosotros. Murió cuando yo tenía diez u once años, creo. Lloré mucho su muerte. Y la de la “amona” Cristina, también le llamaba en euskera, que murió al año trastornada como solo al hacerte viejo te trastornas».
—Aquí encerrados nos vamos a trastornar pero no quiero ver a nadie. Prefiero mis cuatro paredes.
—¿Y nuestro amigo?
—¿Quién?
—¿Cuántos amigos tenemos?
—Pues ya no sé. ¿Uno?
—Uno nos basta.
—Pues cuando no podamos más, nos vamos otra vez a ver a Silvan.
—A las montañas.
—Por donde los riscos en la noche nos acerquen a las estrellas.
—Sí.
—Como en Lekuona.
—Sí.
—No nos despedimos de nadie, ¿recuerdas?
—No importa.
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Autor: Eduardo Iglesias. Título: Manga Ranglan y el viento de la memoria. Editorial: Huerta & Fierro. Venta: Todostuslibros.
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