¿Qué es más importante, el escritor o su novela?
¿Y quién no ha jugado, por ejemplo, con la idea de Drácula al caminar ante un castillo destartalado o al vivir alguna noche oscura y tétrica? Creo que casi toda mi generación, aunque muchos desconozcan la biografía de Abraham Stoker, autor de la novela homónima. ¿Y quién no ha imitado alguna vez a Scarlett O’Hara poniendo a Dios por testigo para cualquier futura empresa? Vale, a lo mejor esto no lo han hecho todos, pero sí saben de quién les hablo, aunque no tengan ni idea de la historia de Margaret Mitchell, autora de Lo que el viento se llevó. Lo mismo sucede cuando imitamos a Forrest Gump al hablar o soltamos lo de “la vida es como una caja de bombones: nunca sabes lo que te va a tocar”; Forrest está instalado en nuestro patrimonio cinematográfico, aunque muchos no hayan leído el libro en el que se basa la película, que les aseguro que es divertidísimo. Su autor, Winston Groom, también puede resultarles desconocido, y no pasa nada. Creo que es muy posible que el mayor éxito de un escritor sea que sus historias le sobrevivan, pues el que escribe sabe de su insignificancia.
Les voy a contar algo que me sucedió el año pasado en la pequeña Iglesia de Santo Estevo, en Ourense. Estaba yo sentada en la oscuridad tras los asientos que miraban hacia el altar, protegido por unas recias rejas de hierro. Al otro lado, habían aparecido cuatro de los nueve anillos de la leyenda que describí en mi novela El bosque de los cuatro vientos. Me encontraba en tal discreta disposición para vigilar la entrada al campanario, pues por ella habían subido unos amigos junto con Vania López —restauradora, con alter ego en la novela que les contaba—, y lo cierto era que la puerta de aquel acceso no podía cerrarse, de modo que allí estaba esta servidora como muda y discreta guardiana. En esto, entraron unos turistas. Hablaban a voces, a pesar de estar dentro de una iglesia consagrada. Mediana edad tirando a tercera, dos matrimonios donde una de las mujeres se empeñaba en mostrarle a la otra todos sus inacabables conocimientos del entorno.
—Esta iglesia es románica, ¿eh? Hermosísima, como ves. ¡Aquí! ¡Aquí es donde aparecieron los famosos anillos! Y todo por una escritora, que por ella han restaurado la iglesia entera, sí, sí, ¡la iglesia entera!
Yo la escuchaba, atónita y oculta tras el velo trasparente de la oscuridad que me ofrecía aquel ángulo de la iglesia. Las exageraciones de aquella mujer me hicieron alzar las cejas, pues el proyecto de restauración de la iglesia había sido previo, de hecho, al hallazgo de los anillos. En todo caso, la mujer buscó en su marido apoyo para su versión de los hechos.
—¡Manolo! ¡Manoloooo! —llamó ella, importándole un pito San Esteban, ni el altar ni la belleza de la iglesia que antes alababa—. El libro era el de los vientos, con la protagonista esta increíble, Marina. ¿Cómo se llamaba la escritora?
El marido, que estaba intentando comprobar la resistencia del candado que aseguraba la verja del altar, seguramente con fines de rigurosa investigación histórica, se volvió con gesto concentrado.
—A ver… Sí, ya sé quién dices. La de los anillos de los obispos… —meditó, frunciendo el ceño en señal de máximo esfuerzo mental—. No, no me acuerdo del nombre.
—Sí, hombre, sí, ¿cómo no te vas a acordar? Una que es muy mona y habla muy bien… ¿No sabes? —insiste la mujer, mirando ahora de nuevo a su amiga—. ¡Una que es muy elegante!
Y yo, pobre de mí, que ya estaba casi dispuesta a levantarme para sacarlos de dudas, tuve un momento de claridad mental al comprender que lo de «elegante» a lo mejor no se ajustaba estrictamente a mi perfil. De pronto la mujer dio una palmada al aire y mostró en su expresión facial un gesto de júbilo.
—¡Ya lo sé! ¡Espido Freire! Ay, por Dios, ja, ja, ¿será posible, que no me salía?
Y la señora, más satisfecha que una vaca en un prado lleno de hierba verde y fresca, siguió inventándose curiosidades de aquel lugar ante su amiga, hasta que salió del edificio santo para seguir inundando a los demás de todos sus inabarcables conocimientos. Cuando mis amigos bajaron del torreón y les conté la historia se rieron mucho, al igual que cuando se lo detallé a la propia Espido Freire, que aún de vez en cuando me gasta alguna broma con esta anécdota.
Sin embargo, ahora que lo pienso con la calma y perspectiva que da el paso del tiempo, creo que hice bien en no mostrarme, que fue en realidad un éxito que mi Marina y los anillos de la leyenda superasen mi propio nombre. A veces solo hay que saber guardar silencio y comprender que el mejor refugio, el que te corresponde, es el de la oscuridad.
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Buenos días. Muy interesante.
Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que imaginan las vacas…
Que te confundan con otro escritor puede ser divertido, pero que te confundan con Espido Freire es para entrar en depresión profunda…