Sin Steven Spielberg no existiría Megalodon (1 y 2) y no solo por Tiburón, también por Parque Jurásico. A alguien en Hollywood se le ocurrió, tal vez mientras retozaba en su piscina redonda con un daikiri de fresa, mezclar en una coctelera la ferocidad de los tiburones gigantes y la insólita supervivencia de las bestias jurásicas. La crítica no suele apreciar tales dotes, pero debería hacerlo. No es nada fácil idear tales combinaciones y que funcionen. Mezclar elementos dispares está al alcance de cualquiera. Que fluyan, como hacen los mejores cocineros de vanguardia, es mucho más difícil. Necesita un sentido del equilibrio al alcance de pocos. Parte de la verosimilitud proviene de una verdad: el megalodón existió, hace apenas tres millones de años. Era más o menos como aparece en las películas, o eso se intuye porque solo se conservan sus gigantescos dientes. La paleontología tiene un componente narrativo considerable. No desapareció víctima del famoso meterorito, ni de otros competidores. Lo hizo por problemas metabólicos. Por su evidente ineficacia. Sus más de 20 metros de carne necesitaban casi 100.000 calorías diarias para sobrevivir. Por supuesto superar o igualar el original de Spielberg ni se plantea. Tampoco lo ha hecho ninguna de las cientos de películas sobre tiburones asesinos producidas después de aquella creación memorable.
El protagonista de Megalodon es Jason Statham, que una vez más hace de sí mismo, como todos los héroes de acción (la única excepción fue el primer Stallone, considerado en los tiempos de Rocky el nuevo Marlon Brando). Es un macho alfa fantarrón, divertido, pese a que sus 56 años se noten en unos abdominales un tanto decrépitos. También es fiel y comprometido con los valores de nuestra época. La amoralidad de James Bond o la desesperanza postraumática de Rambo son parte del pasado. Es presentado en la primera parte como el típico rebelde, que avisa del regreso de los megalodones aunque nadie le crea. Es un héroe solitario, anárquico, leal. O, lo que es lo mismo, un absoluto cliché, repetido miles de veces desde los griegos. Sin embargo la repetición funciona porque a su público le aporta seguridad. Quiere identificarse con un héroe. En la segunda parte, además, se acerca al espíritu de los tiempos volviéndose ecologista. Hay en su fervor ambientalista cierta contradicción porque no se priva de matar a arponazo limpio a tres megalodones (y un pulpo gigante). Especies ambas, de existir, en clarísimo riesgo de extinción.
Lo peor de Megalodon son las tramas, tanto en la primera parte como en la segunda. Pese a su mediocridad, la primera es más simple y efectiva: se apoya en el rescate de un submarino perdido, donde casualmente está atrapada la ex del héroe. Por supuesto, en paralelo, varias mujeres le desean locamente. A algunas, además, les salva la vida. Por el actual puritanismo y por la audiencia —entre infantil y juvenil— de la película las pasiones no se consuman. La trama de la segunda es un aderezo inútil: un complot internacional conspira para aprovecharse de las reservas minerales del fondo del océano, pese al inmenso daño que sus aviesas intenciones causan. Por el medio mueren unos cuantos megalodones, que pagan los platos rotos de la pelea entre el héroe ecologista y los malvados explotadores.
Lo mejor ocurre cuando aparece ese portento del diseño que es el propio escualo, que se mueve a velocidad máxima, con la agilidad de un Maserati. ¿A quién no le gusta ver en acción a un tiburón de 27 metros? Algunas escenas de acción son memorables. Destaca sobre todas ellas la brutal sorpresa de la primera parte: ocurre cuando creemos que el megalodón no volverá a aparecer, pero brinca de repente, zampándose a un listillo que se burlaba de él. Solo por ver a ese maravilloso diseño digital deslizarse por el océano, sabiendo, además, que hace miles de años ocurrió tal hazaña, merece la pena acercarse a estas películas.
La saga Megalodon no podría soportarse sin una sana sorna, que proviene del protagonista, que no parece creer del todo lo que hace. El público ríe cada vez que el megalodón se acerca a una playa llena de turistas y les devora como si fueran canapés.
La segunda parte también puede llevar a cierta reflexión sobre lo que esconde nuestro planeta. Transcurre en una fosa abisal, que se mantiene en total oscuridad salvo por la luz que desprenden los protagonistas. Es como el espacio exterior pero se esconde dentro de nuestro propio mundo, que aún alberga barrios desconocidos. Quién sabe lo que esconden esos abismos. Además quién sabe también si pueden recrearse los megalodones, tal vez por capricho de un millonario. Si estamos a punto de resucitar a los mamuts, por qué no a estos entrañables tiburones. Hemos sufrido una pandemia y contemplado ataques de drones sobre Moscú. Lo inverosímil ya no existe.
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