Nació en Segovia en 1984, pero su poesía ha macerado en odres viejos: se acerca a un antiguo cantar renovado que, desde su cerrado secreto, aborda un mundo despejado, cambiante, que interpela al escritor y le obliga a repensarlo.
Entregado a una contemplación que dialoga con lo humano, Luis Llorente escribe dejando hablar a un yo que, intuyo, no se atreve a conocer del todo: como en un ejercicio de transposición, quien genera versos es un fantasma de sí mismo que se invoca ante el papel en blanco. Y que escribe desde otro tiempo, acaso paralelo, en el que lo que se mira, y es natural, engrandece límites a los que asomarse para descubrir el rostro propio.
Este proceder mistérico asimila sus poemas al tono de aquellos que escribieron hace más de medio siglo. Y también de quienes solo ofrecen su rastro en el contar de los milenios: Claudio Rodríguez, Vallejo, Juan Ramón, Valente… pero también Keats, Fernando de Herrera o San Juan de la Cruz están en el germen de algunos de sus textos. Una obra que no puede ser comprendida sin la herencia más pura de esta tradición.
El legado de todos ellos impregna el tono de esta poesía que huele a humedad de fuente, al raro aroma de los jardines iluminados por el insistente sol del verano templado de Castilla, a la noche cuando va enfriando la tierra y recorta los perfiles de construcciones medievales en el horizonte.
Las calles, en la noche, se iluminan
y predicen la historia del lugar
que se une a su costumbre silencioso.
Cada mirada esconde
el movimiento necesario, el límite
de esa soledad dinamitada
con la que se amansa la vida.
(…)
Y no debes
buscar respuesta: halla sólo
el enigma del instante,
el temor a la ofensa y a la duda
cuando el día profundo se enaltece.
Él mismo lo reconoce en este extracto, parte de un poema de Del fruto que arde (La Garúa, 2017): cada mirada esconde el movimiento necesario y no debes buscar respuesta: halla sólo el enigma del instante. Con esa vital sentencia podría definirse de una manera amplia —porque las lecturas son muchas y cada vez más profundas— su poesía.
Un dejarse buscar por aquello que acontece parece estar en el origen: el pájaro, la luz, los caminos y las calles… «Quien mira, sabe, y comprende». Por eso en su literatura apenas hay acción, las personas se intuyen, y tan solo a veces: un cuadro en movimiento ocurre y motiva una reflexión compleja, llena de volutas, rosetones y velos de hoja de acanto.
Como dice Aitor Francos en la introducción del último de los libros del segoviano, «lo bello es bello porque puede ser admirado, y necesita observación, no explicarse». Y en esa máxima se basa este poeta, que tiende hacia una elegía sin eliminar un espacio mínimo para la celebración, que incide en lo metafísico a la vez que simplemente plasma cuadros impresionistas de lienzos naturales que se le ponen ante el rostro.
Lo complejo está en mí
Lo resume muy bien Pablo A. García Malmierca en Culturamas: «Barroquizante». Esta sería la palabra que mejor resume el tono de la escritura de Llorente. El autor utiliza unos materiales concretos, delicadamente seleccionados, para una poesía de sabor muy específico: la soledad casi siempre, una herida tan solo por ser, la definición oculta del rastro de las cosas, la visión que divaga y, desde la flor, asume lo complejo de lo humano…
Y todavía busco en mi camino
la causa del asombro:
en la ofrecida luz que corre
deja el invierno párpados
fríos.
Perplejo el cuerpo que confunde
la fugitiva luz con la enramada:
donde se queda el aire, brillando sobre el día
que no tiene más rostro que su propia
evolución. La muerta
también arde, y encuentra
la rigidez de la espesura,
el salón del destino coronado
donde ni a golpes de amor un labio llega.
Para fluir deja las horas
colgando del vacío,
abriendo
de la sangre la rosa,
de la señal el canto,
del fervor el ciprés
que se adentra en la noche y recompone
la clausura de luces detenidas.
Bosque y fulgor,
estremecido paso,
umbral abandonado
por el cuchillo insomne del olvido.
Esa búsqueda es casi definitoria en toda su obra. Desde lo tangible, el escritor se pierde por sendas de una maraña clara: el destino no es el objetivo, sino lo que sucede dentro, en la espesura, en cada paso de ese caminar absorto en los detalles.
Con esos materiales ha construido Llorente cuatro libros de poemas: La rutina de la nieve (2010, Huerga&Fierro), El vuelo y la mirada (Isla de Siltolá, 2015), Del fruto que arde (La Garúa, 2017) y el último Y no bebáis del agua del olvido (Polibea, 2021). Libros de tempo lento que parecen destilar la melaza ocre de los vinos olorosos.
El poeta segoviano escapa de su contexto para buscar una voz genuina, que abraza toda la tradición para romperla desde dentro, sutilmente… y hacer una obra discreta, que quiere sostenerse por sí misma, sin imponer su presencia. Es un ejercicio de absoluta devoción a la creación: allí está el poeta, limando cada verso, buscando la palabra que mejor diga lo que ha intuido con la observación y el pensamiento.
Un poema que no es solo un poema
Hay una especie de acierto estético en la poesía de Luis Llorente desde siempre. Sus libros, que evolucionan y van perfeccionando el tono, tienen el perfil de la esencia destilada. El tempo lento con el que el autor se toma cada uno de estos trabajos hace que los libros funcionen tanto por sí mismos como en conjunto.
Su propuesta se convierte así en un poema único, que a la vez no es solo un poema y que adquiere perfiles cada vez más complejos, ventanas nuevas a las que asomarse, universos que se generan tan solo por el talento de elegir una palabra concreta y colocarla en el lugar perfecto.
No es Llorente un poeta que escribe una y otra vez el mismo libro —la lectura más negativa que se podría hacer—: es él mismo como un poema que se escribe a lo largo del tiempo: todo su imaginario construye en el mismo sentido; algo que otorga solidez a su trayectoria.
Incluso ahora, cuando está trabajando en unos poemas con un tono distinto, «donde la ironía tiene lugar», reconoce que siempre está el poso de esa búsqueda de la pureza lírica, su mayor conquista desde siempre.
Soy cuando un libro
Luis Llorente es un animal extraño: defiende la poesía, el arte, con unas garras fieras. Tanto o más lector que poeta, asombra con unos conocimientos casi fotográficos: recuerda el color de las cubiertas de viejas ediciones, quién fue el compilador de qué antología, de qué premio parten los versos más famosos de aquel poeta…
Preceptor infalible de nuevas lecturas, charlar con él es una bendición para quien tiene sed de nuevas voces, itinerarios arriesgados, clásicos que deben estar en la balda de «imprescindibles».
Escucharle hablar supone darse de cara con la pasión como casi nunca: habla de comprar libros como quien recibe en brazos al primer hijo, como quien conquista alguna cumbre en la que el oxígeno se aprecia sobre cualquier otra cosa. También de música –su otro gran amor– como una enciclopedia de páginas infinitas: rock, blues, folk… todo fluye desde su interior hacia aquel que le quiera oír. Infunde una especie de energía que renueva las ganas de recorrer ese camino, de su mano, una y otra vez, porque «define el gozo / de existir entre las cosas».
Esta es mi ensoñación: la produce la lectura
Para cada uno, la lectura de una poesía tan velada ofrece unos significados distintos. Está claro que el tono es de elegía, que la contemplación y lo natural es importante. Pero son muchas otras las opciones que se abren en diferentes manos: hay quien lee muerte, sobre todo en los últimos libros, quien observa reflexiones sobre la propia creación —«Si Amor se enciende, el verso viene solo»—, los que asumen las descripciones como ejercicios estéticos y musicales que ya valen por sí mismos.
Para mí es otra cosa: la poesía de Llorente, leída toda de una, libro a libro, texto a texto, genera atmósfera de viaje y recuerdo. Y allí me voy: sin resistencias. Versos que generan imágenes acaso inconexas, pero exactas.
«Este es el lugar
que reconoces, con el tibio
estandarte de la luz primera»
Ahora estoy en el centro de un lago sin límites.
«lenta cicatriz
que no termina porque sabe
dónde está la herida»
Un abuelo sin memoria que cose, hilo invisible, en el pasado.
«Si piensas en la noche ves la vida»
Aquel agosto, Ana, en que miramos las estrellas y compartimos un dolor distinto.
Una sensación de paz bendita, pese a todo. Unos ojos que sonríen en medio de un semblante serio. El silencio de una guitarra segundos después de pulsar la última cuerda, cuando el acorde aún se intuye. La luz que se engarza con lo humano. Entonces el lector que soy gana un espacio protagonista, activo en la búsqueda de sentidos.
De pronto se producen estos espacios paralelos —de nuevo el ejercicio de espiritismo, la disociación, la comunión extraña del arte—. Y un poema, completo, aun resonando, como ecos en un salón de despajado y frío, donde…
El ave de la luz
al despertar asombra y se propaga
rompiendo galerías con su canto.
Qué reunión
del aire va a nacer,
a recobrar el hondo impulso
de la vida colmada en su drenaje.
Ver la huella a lo lejos,
retomas el trazado
de lo desnudo e invisible.
Y no es este calor
la oscura disciplina de la tarde;
es el peso en la mirada,
su alegría
de quietud, celebratorio
vuelo bajo el mundo.
Qué sueño no conoce
su equipaje,
qué semilla no ha brotado
si todavía siguen
los espejos del cielo y su temblor.
Maravilloso, Genial