Aunque esta columna intenta cada martes ligar alguna anécdota cultural con la actualidad apremiante, un par de veces al año, coincidiendo quizás con la Navidad o con alguna fecha de ese tipo, tiendo a no fijarme tanto en ese presente fugaz que es el acontecimiento, la noticia o el suceso, para escribir sobre un presente más largo, más profundo. Ahora que vuelvo de vacaciones y los veo por aquí, queridos lectores, con cara de sueño, la tez bronceada y la crítica afilada, hablemos del verano. Ese verano que se marcha y no perdona, que deja en la vista de los hombres su huella como el paseante de Machado, buscando el andar más que el camino. La anécdota de hoy podría protagonizarla aquel poema de Ángel González titulado «El otoño se acerca», y que habla de cómo, apagadas ya las cigarras, sólo el débil canto de los grillos pelea por defender ese reducto que es el verano, siempre empeñado en perpetuarse, pese a que sólo lo hará en nuestra memoria.
Así es, volvemos a los escritorios, y en los hoteles prescinden de los temporeros, en las terrazas levantan las mesas, en las piscinas echan las lonas, a las playas vuelven los de siempre. Los ojos aquellos de los que te enamoraste fugazmente vuelven a la sordina del otoño, aquellos planes que soñaste una madrugada de julio se esfuman con la primera hoja caída de octubre. Dejas sonar la primera alarma a tu vuelta tres o cuatro veces, pero al otro lado te espera el albur de la rutina, los pasos de cebra repletos, un minuto menos de sol cada día, el menú del día con café sin hielo, tambores de Navidad en el Corte Inglés, atascos en la M30. Todo es decadencia en estos minutos de septiembre, mientras el verano se descubre, ahora sí, como un artificio malévolo, el truco anual que nos hace sentir a todos que se puede concebir un minutero, una carretera o una tarjeta de embarque como elementos felices dentro de una existencia feliz. El equinoccio nos recuerda que la Tierra sigue girando y que las cosas deben ocupar el lugar que les corresponde en la rutina del ser humano.
El resumen es que odio el verano. Lo odio por lo que tiene de argucia, de apariencia, de filtro de Instagram, de falsa consciencia. Odio también septiembre, por lo que a su vez tiene de choque de realidad, de asumir que con los pies en el suelo es más difícil echar a correr. Eso sí, no todo en esta columna son gritos de un juntaletras que tiene ya más de cascarrabias que de idealista: silenciado ya todo este ruido nos queda el invierno, con su sosiego, con sus botas de ir a por boletus, con sus mandarinas de temporada, con sus platos de cuchara, sus chimeneas, su sol de diciembre, su petricor, su Real Madrid, su vino tinto, su peli + palomitas, su villancico de Raphael, sus libros y su sensación de autenticidad. En fin, me desahogo antes de que vuelva la actualidad. Después de todo, ya lo dice Ángel González en el poema que abre hoy esta sección: «Ha pasado un ángel que se llamaba luz, o fuego, o vida. Y lo perdimos para siempre».
A contracorriente. Coincidimos en odiar el verano, este y todos. Y este en concreto por lo que ha tenido de huevos y de besos. Anaconda de verano en un estío desasosegante, afixiante, anodino y fatuo. Horror de verano.
Dicen de la primavera. Para mi la mejor época es el otoño, por lo que significa de final de algo que ya no se soporta, por sus excepcionales colores, por su frescor suave y, sobre todo, por la nostalgia que acompaña esta época. Me es muy placentera esta nostalgia en la que la naturaleza coge fuerzas y descansa de los rigores. Y yo no veo decadente el otoño.
Lo decadente y absurdamente veraniego y vacacional es el verano, con sus cervezas hasta reventar, sus sombrillas escuálidas, sus playas como piojo en costura, sus carreteras a rebosar, sus atascos, sus asquerosos y botulínicos chiringuitos playeros, sus pringosas paellas a precios de escándalo, sus vengadoras medusas, sus aeropuertos caóticos, sucios y degradantes y sus depresivas vueltas casa.
Las vacaciones y el verano son un mito, son una obsesión, es el arquetipo de una civilización decadente, es un intento frustrado de abstraernos de lo anodino por no saber encontrar la belleza, el sosiego y el equilibrio en el día a día. Es el síntoma de una civilización esquizoide.
Pero todo tiene sus pegas. Todo. El otoño también significa la vuelta al aburrido, anodino, insustancial y fanático futbol. Que asco, de nuevo la liga de las pelotas (cada vez más, nunca mejor dicho). El deporte de la recolocación del paquete y de los escupitajos asquerosos al cesped. ¿Alguna vez se piensa lo que ocurriría si en el baloncesto o en el tenis los jugadores se dedicaran, durante todo el encuentro, a escupir en el terreno de juego? Lo dicho, asqueroso.
Feliz otoño.