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5 poemas de Robert Hass

Robert Hass es un poeta, traductor y crítico nacido en San Francisco, California, Estados Unidos, en 1941. Fue Poeta Laureado de Estados Unidos de 1995 a 1997, y ganador del Premio Pulitzer en 2008 por Time and Materials, entre otras distinciones. Algunos de sus libros de poemas son Field Guide (1973), Human Wishes (1989) y Sun Under Wood (1996). El alcoholismo de su madre es uno de los temas más relevantes de su poemario de 1996 Sun Under Wood. Durante la década de 1950 se aproximó a las figuras de Gary Snyder y Allen Ginsberg, hecho que motivó su cercanía a la estética beatnik. Tras licenciarse por la Escuela Católica de Marina, en 1958 comenzó a interesarse por el orientalismo y a prestar, en consecuencia, atención a manifestaciones literarias como el haiku. En nuestro país se han publicado libros suyos como Tiempo y materiales (Bartleby, 2008), con traducción de Jaime Priede, El sol tras el bosque (Trea, 2014) y Una historia del cuerpo (Kriller71 Ediciones, 2017), ambas con traducción de Andrés Catalán, y Meditación interrumpida (Valparaíso Ediciones, 2021), con traducción de Santiago Espinosa. Presentamos una selección de cuatro poemas traducidos por Jaime Priede y uno por Andrés Catalán.

***

IOWA, ENERO

En las largas noches de invierno se estrechan
los sueños del granjero.

Entra en el surco una y otra vez.

***

ESA MÚSICA

La plata de la cala bajo el sol de agosto,
La luminosidad del aire seco, los últimos regueros de nieve fundida
Filtrándose a través de las raíces de la hierba de montaña,
El vinagre de la maleza, el humo dorado, o la roya de la pradera.
¿Otorgan los cuerpos de los amantes
Al oscurecer en verano, la respiración de él, el rostro dormido de ella,
Otorgan la leve brisa entre los pinos?
Si tú fueras el intérprete, si esa fuera tu tarea.

***

EL ÁLAMO HACE ALGO AL VIENTO

El álamo centellea al viento
Y eso nos deleita.
Las hojas danzan, giran sobre sí mismas,
porque ese movimiento en el calor de agosto
protege sus células y no se secan. Del mismo
modo la hoja del chopo.
De la reserva genética se elevó con rapidez
un tronco tembloroso
y el árbol inició su danza. No.
El árbol capitalizó.
No. Hay límites para decir,
con el lenguaje, lo que el árbol hizo.
Es bueno a veces para la poesía
que nos decepcione.
Danza conmigo, bailarín. Oh cómo lo deseo.
Montañas, cielo,
El álamo hace algo al viento.

***

ARTE Y VIDA

¿Conoces esa lechera de un Vermeer? Ensimismada
en el acto de verter un pequeño flujo de leche.
Impresiona en el Mauritshuis Museum de La Haya
ver lo blanca que es, y lo real, como ante alguien
que lee su propia poesía o canta en un coro, crees
estar viendo su alma, un animal concentrado en su quehacer,
una ardilla, su pelaje resplandeciente en otoño, que se estira
bajo una delgada rama para alcanzar la baya madura
de un espino, prueba la rama con su peso,
se queda quieta cuando se inclina, estira luego con cautela una pata.
Nada hay menos ambiguo que la concentración de un animal
y por eso celebras, admiras incluso, que la atención de ella,
ajena a ti, sea tan vívida, y te provoca melancolía
no obstante. Nada mejor que ser la fiel sirviente
y como pensamiento suyo, el influjo de leche.
En La Haya, en la cafetería de empleados, me pregunto
quién será el restaurador. La chica rubia
en el reservado, chaqueta japonesa de marca, que picotea
el requesón -¿Requesón y pastel? El azúcar
del pastel ya había sufrido su transformación en el horno
mucho antes de que se despertara. Parece una persona
que calcula precios y decide conformarse con eso.
Es algo que se percibe cuando su blanca boca ensimismada
acepta los bocados de pastel con el azúcar reposada.
O el hombre mayor, pelo castaño encanecido, chaqueta de lana marrón,
zapatos marrones de ante como el instante en que alboroto y puesta de sol se
unen y desvanecen. Una boca conformada a base de ironías privadas, como si
hubiera asistido callado a demasiados encuentros con personas que le parecían
más poderosas pero mucho menos inteligentes que él.
¿O ese tipo delgado como un silbido, el pelo negro peinado hacia atrás
con la forma en zigzag de un rayo en la nuca?
No sé si existe realmente un arquetipo. Me hubiera gustado
hacerle una entrevista. ¿Qué haces en la vida?
Sólo soy un acólito. Mondo el tiempo, con mucho cuidado,
de las delgadas capas de pintura en lienzos de hace trescientos años.
Restituyo la leche que fluye bajo la pintura oscurecida
del cántaro que sujeta la mujer representada, joven, su mejilla
rosa y ligeramente de amarillo, fortuna de la luz
que casi la toca a través de la ventana que la refracta.
Soy el sirviente de un ademán tan perfecto, de un cuerpo
tan en armonía, que se convierte en un pensamiento, tan ensimismado,
y, aunque apacigua el deseo, lo provoca infinitamente.
Pero ni la conoces ni la vas a poseer, ni tú
ni nadie. El hombre de negro debe de ser un ayudante del conservador.
Mira como si pensara que él es la obra de arte. Por todas partes
en La Haya ese olor de tierra baja a sal marina.
No sabemos nada de la madre de Vermeer.
Obviamente suplanta ahí su pezón, toma
toda la tradición de la Virgen y la transforma en luz y leche
con ese hábito tan meticuloso de imaginar las geometrías
de la composición que opera en él. Y en ella: robusto cuerpo alemán,
luz tenue, habitación muy sencilla.
El exquisito tapiz rojo que su piel, quizá teñida
un poco por la aspereza de una toalla, adquiere.
Y esa estacada que mueve la nostalgia
hacia lo sombrío y el aturdimiento, se agradece después.
Uno de vosotros toca la vena del cuello del otro,
siente el pulso de la impresión, la corriente de un río
o el flujo de leche. Quién desea el paraíso oriental de la Amida
cuando existe todo este mundo para probar con la lengua,
tocar con los dedos, vello como hilos de seda
que se alisa en los brazos del otro, en las piernas, bajo la espalda.
Entonces hablas. Siempre esa otra impresión
de la vida concreta, la vida vivida, una madre en un asilo,
pudiera ser, una persona difícil, dolida o vengativa.
El chismorreo de los otros sirvientes. Un hermano que trabaja
en una posada y tiene grandes planes.
Escuchas. Aprendiste hace tiempo la regla
de no pensar lo que vas a decir a continuación
cuando está hablando la otra persona. Una parte de ti
la sorbe como leche. Algo en ti empieza a notar
que somete a prueba la decepción consigo misma en el acopio
de una complejidad indolentemente formulada. La observas
menear la cabeza para corregirse; percibes
que tiene una mente que quiere hacer las cosas bien.
El temblor de su cuerpo arrulla una noción
a lo largo de tu costado y te estiras para sentir de nuevo
la humedad que nos corresponde en lugar de la luminosidad
de la pintura. Más tarde, en una de esas rutas la mente
retorna de nuevo sobre sus pies, habla de
Hans, el mayordomo, cómo fuerza a la chicas
y luego reza con fervor los domingos a cada hora.
Es domingo. Se está vistiendo. Habéis acordado
pedir un taxis para que la lleve con su madre
a Gronigen. Está contenta, se pone un poco mimosa,
hace su pequeño primer gesto de posesión
al cepillar tu chaqueta. Afuera se oye
el ruido de los cascos de los caballos sobre los adoquines.
Es el momento en que las obligaciones para con la vida de otra persona
parecen insoportables. Siempre queremos volver a nacer
pero en realidad hacerlo, ¿te das cuenta?
Parece redundante. Ésta es la vida que te eligió
y que tú elegiste. Aquí tienes el cepillo, la crin,
el pelo del tejón, la barba del macho cabrío, la arena.
Y el olor de la pintura. El volátil, acre aceite
de linaza, semilla de colza. Aquí está el hedor de la esencia
de pino en un bote de trementina. Aquí está la mano,
la mancha de la muñeca, el escarceo del tendón en el golpe de pincel. Aquí
la nube, el agua del lago alzándose una mañana de verano,
polvo y polvo y polvo de tiza, la humedad de la pintura
que se adhiere al entramado de lino del lienzo, aquí
está la fidelidad de capas sobre capas sobre capas de pintura.
Hay algo que permanece de un modo inaprensible,
sigue vivo porque no lo podemos poseer.

***

FELICIDAD

Porque ayer por la mañana desde la ventana empañada
vimos una pareja de zorros rojos al otro lado del arroyo
comiendo, bajo la lluvia, las últimas manzanas caídas
—alzaron la vista para mirarnos con sus ojos verdes
el tiempo suficiente como para simbolizar la alerta de las cosas vivas
y después siguieron atendiendo a su comida—
y porque esta mañana cuando ella se marchó al cenador con su bolígrafo negro
y su bloc amarillo
a sonsacarle un alma inquisitiva
a lo que ella consideraba la reticencia de la materia,
conduje hasta la ciudad a beber té en la cafetería
y escribir notas en un diario —la niebla se levantaba de la bahía
como el luminoso e indefinido aspecto de un propósito,
y una pequeña bandada de cisnes chicos
por segundo invierno consecutivo se alimentaba de brotes
en los campos empapados; simbolizan misterio, supongo,
también se les llama cisnes silbones, son muy blancos,
y sus ojos son negros—
y porque el té humeaba delante de mí,
y el cuaderno, en una nueva página,
estaba en blanco excepto por una tenue idea azul de orden,
escribí: ¡felicidad! estamos en diciembre, hace mucho frío,
nos despertamos pronto esta mañana,
y nos quedamos en la cama besándonos,
nuestros ojos entornados cual murciélagos.

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Fernando Herrera Gómez
Fernando Herrera Gómez
1 año hace

Hermosos poemas. Ésa frescura de los poetas norteamericanos tan saludable! Un bocado de aire nuevo.