Es checa, es muy alta y muy rubia y guapísima, pero lo mejor de todo es que no habla una sola palabra de español; bueno, eso y que estoy sentado a su lado (por puro azar) en una terraza.
«Ardengahlur», le diría a la panadera, para referirme a un bollito.
La checa parece un elfo, eso está claro. No solo no domina nuestra lengua, sino que no acaba de desenvolverse bien en inglés, por lo que se limita a sonreír a mis amigos y a hablar con Irene, mi hermana, que es traductora de checo y oficia de anfitriona de la centroeuropea, a quien conoció hace seis meses, durante una visita al Instituto Cervantes de Praga.
Yo estoy divorciado y tengo dos hijos. Otra de mis fantasías es que mis hijos amanezcan un día y no sean capaces de dirigirse a mí en ningún idioma conocido, al menos hasta haberme tomado el café. No me arrepiento de la custodia compartida, pero son muy pesados.
En la terraza todo va bien.
Bebemos cervezas y fumamos.
Hace calor.
Son las once de la noche.
Pero entonces la checa se gira hacia mí y me pregunta si soy escritor y cómo es eso de ser escritor.
(Ay, hermanita, siempre velando por mis intereses…).
Le digo que sí, que bueno, que he escrito un par de novelas, y ya me empiezo a odiar por mi tonito ligón.
Ella me pregunta con dificultad que cómo hago para escribir, si planifico la trama o lo que sea o tiro para adelante; y ahí voy yo y le confieso que tiro para adelante, «porque escribir es como la vida (life), nunca sabes lo que te va a deparar». Por supuesto, en cuanto me doy cuenta de la idiotez que acabo de decir, las orejas me empiezan a arder y me ruborizo. Me arrepiento sobre todo de decir life sin solución de continuidad; life por aquí, life por allá.
Pero el caso es que ya estamos charlando y conociéndonos en nuestro precario inglés, bajo la mirada de celestina de Irene, y el bochorno por mis declaraciones anteriores se acentúa cuando reparo en que solo hablamos de mí, de que todo está centrado en mi persona y en mis novelas no exitosas y en el proceso creativo, y que estoy encantando de que así sea. Qué puta vergüenza, pienso; pero es que es muy guapa, pienso; sigamos por este camino; es una oportunidad de oro y la alternativa es Tinder. Life, life, life, life una y mil veces.
No sé si le gusto, pero desde luego he conseguido captar su atención, y ya se me ha pasado el ridículo y me encuentro cómodo. Solo me meto en berenjenales cuando intento contarle en mi mal inglés la conocida escena de los traductores de Corazón tan blanco, del enorme Javier Marías, pero consigo salir más o menos airoso. Le pregunto entonces que a qué se dedica ella (abogada), solo para darme un respiro y pensar en la estrategia que debo tomar para revelarle que mi última novela, de la que apenas se han vendido mil ejemplares, se encuentra, con todo, en los catálogos de cuatro o cinco universidades norteamericanas. Mi objetivo último es pronunciar Columbia University, y acabar de dármelas y tenerla en el bote.
Sin embargo, cuando el camarero deja sobre la mesa otra ronda de cervezas y yo ya estoy a punto de decir Columbia, oímos a nuestra espalda una voz metálica, como de Darth Vader, y me tengo que callar. De hecho, la voz lleva ya rato dando la tabarra y mis amigos cuchichean y alguno hasta no puede evitar la risa, incluida la checa, que para mí que no se ha enterado de nada de lo que le he dicho, aturdida, como ellos, por ese tono extraño y robótico, procedente de una mesa vecina. Yo, embriagado por mis palabras, no lo había advertido.
Irene y yo nos miramos; no nos hace gracia que nuestros amigos y la checa se rían. Ambos sabemos que esa voz procede de un laringófono y de alguien que ha padecido un cáncer de garganta; y lo sabemos porque nuestro abuelo, fallecido hace ya mucho, tuvo uno de esos aparatos. A ver, tampoco es que guarde un gran recuerdo del viejo, porque era un tipo áspero que no trataba bien a nadie, pero de crío no me gustaba que mis amigos del barrio se burlasen de él, cuando utilizaba el laringófono para expresarse. Así que intento retomar mi conversación con la checa, pero la voz metálica ya se ha metido en su cabeza y sus ojos se mueven nerviosos a uno y otro lado, cada vez que el hombre situado a nuestra espalda hace uso del cacharro. Le digo que mi novela no está solo en la universidad de Columbia, sino en la biblioteca pública de Los Ángeles, pero ella ya solo sonríe a mis amigos.
Perdida para siempre la oportunidad de ligarme a la checa, por culpa de esta situación, la memoria me trae el recuerdo de una noche de verano de comienzos de los 90, cuando dormía en casa de mis abuelos y a eso de la una de la madrugada decidí levantarme para ver en el salón una de las primeras emisiones de una película porno por parte del ya extinto canal local. Yo tendría doce o trece años, tal vez catorce. La película se llamaba Ven, Hur y el sexo explícito estaba ambientado en los tiempos del emperador Tiberio; era la historia de un semental llamado Hur que se trajinaba a cuanta judía o romana se topase en su camino; estas, antes de acostarse con él, le decían «ven, Hur» y él iba y ya está. Recuerdo, pues, estar meneándomela con la luz apagada y la puerta cerrada cuando, de pronto, esta se abrió de golpe y mi abuelo entró como un misil en el salón, en calzoncillos y camiseta de tirantes, gritándome con el laringófono que qué coño hacía levantado a esas horas. Me dio un susto terrible; apenas tuve tiempo para ocultar mi miembro con un cojín, que quedó perdido del todo. Como no sabía qué carajo responder, mi abuelo se llevó el aparato a la garganta y me dijo que me acostase, que ya apagaba él la tele. Ni que decir tiene que no lo hizo.
La checa se levanta para ir al baño y mi hermana me mira; ella se llevaba mejor que yo con el viejo; la voz robótica le trae mejores recuerdos que a mí. Y eso, no sé por qué, me teletransporta al título de aquel estupendo relato de Javier Marías, Todo mal vuelve, que leí hace muchos años con especial avidez. En mi caso, el mal que regresa lo representa el laringófono, que ya se ha interpuesto dos veces en mi vida, en momentos muy críticos. Además, fumo como un carretero; la contumacia y la genética juegan en mi contra, por lo que tal vez el aparato y yo volvamos a encontrarnos, no dentro de mucho. La checa vuelve del baño y le dice a Irene que está cansada, y ambas se levantan y se van a casa de mi hermana, donde su amiga está alojada hasta el domingo, día de su regreso a Praga. Dos minutos después, los clientes de la mesa vecina se incorporan y se disponen a irse; no los veo, porque están justo detrás de mí, pero oigo el barullo de bolsos y el arrastrar de sus zapatos sobre la gravilla. A continuación, dos mujeres de mi quinta y un hombre mucho mayor que ellas y muy delgado pasan junto a nosotros, y al hacerlo el tipo me mira, sonríe de un modo particular, se lleva el laringófono al cuello y me suelta, el muy cabrón:
«This is life! »
O así es la vida.
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