Era la primera vez que viajaba en una aerolínea mexicana, y el paisaje humano lo sorprendió. Hombres morenos con narices en noventa grados, labios gruesos color cacao. Mujeres con bigote y fuertes paletas dentales. «Nada ha cambiado», se dijo Mossen. «El imperio azteca es el imperio azteca. Volamos en un pájaro de fuego. Del mismo modo volaban los antiguos dioses de esta gente».
En la espera del abordaje, había descubierto a Asunta, la viuda de Valladares. Joven para viuda, madura como mujer. Quizás ella también lo había reconocido.
“Los argentinos en el exterior nos atraemos y repelemos a un tiempo: sólo podemos hablar entre nosotros, pero nos avergüenza comprobarlo”, caviló Mossen. “Deseamos ser cosmopolitas y trabar amistad con el extraño: inútil, sólo nos queda rechazarnos entre compatriotas”. Pero el posible contacto entre Asunta y Mossen se dificultaba por la relación, no de amistad, sino de deuda vital de Mossen hacia Valladares, bastante mayor que Asunta, bastante mayor que el propio Mossen. ¿Ella lo había reconocido o no? La gente es extraña.
Ya en el avión, sus asientos estaban lejos. A Mossen le tocó sentarse al lado de un rollizo calvo de piel amarilla y lentes de un grosor inestimable. La calva no era completa: una franja de pelo negro la limitaba prolijamente. Pero no le desagradó su compañero de asiento: miraba hacia adelante y no hablaba.
El viaje no duraba más de dos horas; pero un pasajero locuaz y la imposibilidad de salir a tomar aire podían hacerlo interminable. El despegue fue el peor que había atravesado en su vida. El avión se elevó traqueteando con un ruido raro y, ya en el aire, se inclinó hacia un lado y otro, como borracho. Sin que el piloto anunciara turbulencias, se encontraron galopando en la nada. El cielo estaba iluminado y podía ver las nubes subiendo y bajando sin ritmo, como si alguien estuviese agitando una maqueta. El silencioso compañero de asiento se había transfigurado: la piel amarilla estaba ahora enrojecida; un rojo pálido, con el tono de un helado de agua. La mirada clavada en un rezo seco contra la bolsita del vómito; los lentes empañados. Ambos puños apretados y sudorosos.
Por primera vez en sus treinta años de judío subió por la mano de Mossen el deseo de hacer lo que tantas veces había visto en los gentiles: persignarse.
Pero un dejo de sabiduría ancestral lo refrenó. Finalmente, como si el piloto hubiera terminado con una broma de mal gusto, el aparato se estabilizó y recuperaron la extraña quietud de quien viaja a una velocidad que no puede sentir. El pacto entre el hombre azteca y el pájaro de fuego se había revalidado. Miró a su compañero, con quien los unía ahora el fuerte de lazo de haber sobrevivido juntos a una posible catástrofe, y aún lo notó contracturado, tenso.
—Bueno — dijo Mossen con una sonrisa—. Ya pasó.
Pero el compañero de asiento chistó con desagrado.
—¿Teme por la pericia de nuestro piloto? — inquirió Mossen.
El hombre apenas movió la cabeza, en un casi imperceptible gesto de negación. Los puños permanecían crispados, la vista fija, pálidamente rojo el color de la piel. Sudaba.
—Señor… —dijo finalmente Mossen—. ¿Precisa ayuda?
Tal vez no hablara el castellano.
—Mister… —intentó Mossen.
—Si no le molesta —dijo finalmente el compañero de asiento, en un castellano neutro y perfecto—. Yo prefiero que se caiga el avión.
—Yo, en cambio, no. Prefiero estar asustado antes que morir —replicó Mossen, sin otra lógica que disipar, con palabras, el miedo que la respuesta de aquel hombre le había provocado.
“Es un psicópata o un psicótico”, ponderó Mossen, muy en contrario de su habitual reticencia a utilizar al garete términos médicos. “ En cualquier caso”, concluyó, “un peligro”.
—No soy un terrorista —dijo el señor—. Al menos no en el sentido convencional. Trato de ser un mentalista: me concentro para que se caiga el avión.
—¿No le parece mejor aterrizar? —casi rogó Mossen.
El hombre sonrió.
—Perdone, amigo, pero hace dos años que tomo aviones esperando que se caigan. Quiero morir de este modo.
—¿Por qué no se mata directamente? —preguntó Mossen algo ofuscado.
—No tengo valor. Pero estoy convencido de que en cada avión que cae, una o más personas desean con tesón el siniestro. Quién sabe cuánto tiempo lleva ejercitarse para finalmente derribar una máquina con nuestro solo deseo. Aún no he encontrado compañeros.
Mossén dirigió su vista hacia el resto del pasaje, en busca de un asiento libre al cual mudarse. Todos estaban ocupados.
Asunta encontró su mirada y Mossen no terminó de entender si la replicaba o evitaba.
—¿Y no piensa en el resto de los pasajeros? —le dirigió la pregunta al “mentalista”.
—Me desconcentraría — le respondió sin cinismo.
Llegó la azafata con unos canapés y bebidas. El compañero rechazó ambas ofertas. Mossen pidió un Bloody Mary; tenía la boca seca.
—Tengo un odre de vino fresco en el equipaje de mano —dijo el compañero dando un golpe en el compartimento—. Para beber cuando den la orden de ponerse en posición de impacto.
Remedó con una sonrisa sarcástica la inútil contorsión que proponen las viñetas de las cartillas de seguridad. En eso Mossen le dio la razón: ¿para qué tomarse la nuca y poner la cara entre las piernas, cuando uno está cayendo desde más de diez mil pies de altura? Sólo le agregaba ridículo a la tragedia.
—¿Y por qué quiere morir? —averiguó Mossen, prometiéndose que no haría más preguntas.
—Soy arquitecto —replicó—. Tengo un socio al que siempre le doy dinero de más. Siempre. O porque me equivoco, o porque le temo; o directamente me dejo estafar. Los proyectos son todos míos: yo hago las ventas. Pero siempre le doy a él la mejor parte. No me soporto más. Me quiero morir.
Por supuesto, Mossen tenía una parva de preguntas más; pero se había prometido no formularlas y por una vez cumplió. Era un escritor y estaba obligado a saber; pero cuando se está tan cerca del cielo, más vale cumplir las promesas. Poco antes del descenso, el compañero se concentró nuevamente. Para no mirarlo, Mossen echó un vistazo hacia atrás, hacia Asunta. Como si no hubiera hecho ya suficiente, el compañero de asiento vomitó en la bolsa respectiva.
Mossen cerró los ojos y se preguntó cuál era el modo de evitar un olor. Cuando pisó tierra, agradeció a Dios y maldijo a aquel enviado de Satán. Todo el aeropuerto de Cancún era una vergonzosa concesión a la modernidad; pero el calor eterno, que apabullaba y parecía una segunda muda de ropa, recordaba las tragedias de Tenochtitlán. Buscó a Asunta y repentinamente supo que ella lo seguiría. Le ofreció compartir el taxi hasta la playa y la mujer aceptó. Ya a bordo, supieron que costaba diez dólares. Con voz firme, Mossen le ordenó al chofer que condujera a una velocidad moderada.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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