Los cinéfilos de Tokio se dan cita en un bar de su ciudad llamado La Jetée, el mismo donde Joseph Losey rodó una secuencia de La truite (1982). Cuando algún cineasta de renombre se desplaza hasta la capital japonesa es costumbre que visite este establecimiento y dibuje un gato —uno de los célebres gatos de Chris Marker— en una botella de whisky. Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Jim Jarmusch y Wim Wenders —autor este último de una de las pocas fotografías de Marker que circulan— son algunos de los que han pasado por esta simpática experiencia. Se dice que algún día estos dibujos darán lugar a una exposición en la cinemateca francesa.
No deja de ser una paradoja que Chris Marker, uno de los grandes documentalistas de toda la historia del cine, realizara La jetée, una de las mejores cintas de ficción que se recuerdan. En sus secuencias, organizadas todas ellas mediante una cautivadora sucesión de fotografías fijas —a excepción de un movimiento de la chica (Hélène Chatelain), el único plano animado de toda la filmación—, el niño que visita el aeropuerto de Orly es testigo de la que, al cabo de los años, habrá de ser su propia muerte. Antes de tan singular visión, asistirá al holocausto nuclear, que confinará a los supervivientes en las cloacas, donde los sabios crearán un prodigio capaz de permitir los viajes en el tiempo.
También sorprende que Marker, un realizador tan comprometido con la izquierda revolucionaria desde sus primeras filmaciones como lo fuera Godard entre 1968 y 1972, se decidiera por la ciencia ficción para su denuncia de la amenaza nuclear. ¿Por qué no un filme abiertamente pacifista como Hiroshima, mon amour, que Alain Resnais estrenó en 1959? O mejor aún, ¿por qué no un documental de autor, una cinta en la línea de Dimanche à Pekin (1952), Lettre de Sibérie (1957) o el prohibido ¡Cuba sí! (1961), algunos de los mediometrajes más celebrados de Marker durante los años 60? Cierto que el realizador ya había manifestado algún interés por la ficción científica en Les astronautes (1958). Pero nada hacía suponer en él una obra maestra de la ciencia ficción.
La de Les astronautes fue una colaboración de Marker con Walerian Borowczyk, el futuro autor de Cuentos inmorales (1973), La bestia (1975) o Interior de un convento (1978), entre otro softcore, casi hardcore pero de qualité, memorable. Curiosamente, Les astronautes, un collage animado, ya influyó de forma inequívoca al Terry Gilliam de Monty Python.
Ateniéndonos a lo apuntado por el propio Chris Marker, el principal motivo de La jetée no es otro que un recuerdo. Un recuerdo como el hilo de Ariadna del propio filme. Siendo niño, al futuro cineasta le fue regalado uno de aquellos maravillosos juguetes ópticos de antaño, un Pathéorama. En el cuadernillo incluido en la edición española en DVD de La jetée, viene a evocarlo como “una cajita de metal con los bordes redondeados e irregulares, con un agujero rectangular en medio, y en el otro lado un agujero minúsculo del tamaño de un euro. Con cuidado, había que introducir por arriba un fragmento de película —de película de verdad, con perforaciones y todo— y una ruedecilla de goma la bloqueaba. Al hacer girar un botón, la película avanzaba fotograma a fotograma”.
Pequeños fragmentos de Chaplin, del Napoleón (1926) de Abel Gance o el Ben-Hur (1925) de Fred Niblo integraban el paquete de fotogramas originales. Marker quiso ampliarlos haciendo de forma artesanal, sobre papel calco, con algunos dibujos de su gato de entonces —siempre sus famosos gatos—, nuevos fotogramas. Apenas enseñó su creación a sus compañeros del colegio, uno de ellos le aseguró que no se podía hacer una película con imágenes quietas. “Pasaron 30 años. Entonces rodé La jetée”.
Ni que decir tiene que también hubiera sido posible un documental de autor con la cámara, dotada de un macrobjetivo, moviéndose por las fotografías. Muy probablemente, si Marker —tan obsesionado con la memoria como Resnais— se decidió por la ciencia ficción, fue porque este género —como el propio Resnais iría a demostrar en Te amo. Te amo (1968)— es el idóneo para dar cuenta de la persistencia de un recuerdo. De ahí que este alegato pacifista esté más cerca de los viajes en el tiempo, uno de los principales temas de la fantaciencia, que de la apología por el desarme al uso, expresa, por ejemplo, en Lejos de Vietnam, filme colectivo de 1967 en el que habría de participar junto a Agnés Varda, Joris Ivens, William Klein, Claude Lelouch, Jean-Luc Godard y Alain Resnais.
Amén de en el del viaje a través del tiempo, La jetée incide en otro asunto clásico de la ciencia ficción: la pastoral poscatástrofe atómica. En ese sentido coincide con producciones como El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968). Aun sin ser ésta última una producción excesivamente cara —más aún, aun siendo la serie B y el bajo presupuesto el sistema habitual de producción de la ciencia ficción hasta 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968)—, las limitaciones económicas de Marker no le hubieran permitido rodar ni una sola secuencia de una pastoral poscatástrofe atómica a la manera de Hollywood.
Ante este panorama, al cineasta no debió de quedarle más remedio que hacer virtud de la necesidad y concebir su fin del mundo, su París posterior a la destrucción nuclear que sucedió a la Tercera Guerra Mundial, mediante fotografías fijas, sin demasiados alardes de puesta en escena, más atento a esos susurros que van y vienen a lo largo de todo el metraje que a los trucos. No eran necesarios decorados ostentosos en esa red de galerías bajo Chaillot en la que encontraron refugio los supervivientes, quienes, sojuzgados en el imperio de ratas de los vencedores, eran sometidos a experimentos por éstos.
“Trabajar con poco dinero, que en mi caso suele ser más una cuestión de circunstancias que de elección, nunca me ha parecido una piedra angular de la estética. Las cosas tipo Dogma2 me aburren”, declara Marker en ese espléndido folleto del DVD. “Las fotografías de La jetée fueron tomadas con una Pentax 24 x 36 y la única parte de cine —el parpadeo de los ojos— con una Arriflex de 35 mm. alquilada durante una hora”.
Más que actores, los modelos de Marker en las fotos son amigos. Así, entre los habitantes del futuro se distingue a Ligia Branice, entonces Ligia Borowczyk por su matrimonio con Walerian, para quien también encarnaría algunos personajes. Entre ese imperio de ratas, entre los pobladores de esos subterráneos que se extienden bajo Chaillot, también se encuentra el prestigioso fotógrafo William Klein, quien no tardaría en realizar todo un clásico del cine independiente y toda una sátira del mundo de la alta costura, ¿Quién eres tú, Polly Maggoo? (1966). Junto a él, su mujer, Janine.
Pero la mujer por antonomasia de La jetée, la incorporada por Hélène Chatelain, no tiene nombre. Como la Nova (Linda Harrison) de El planeta de los simios, es un trasunto de Eva. El camino que nos lleva de ella a la compañera de Adán es mucho más complejo, más peliagudo, que el que va desde Nova, la compañera de Taylor (Charlton Heston), a Eva. Pero discurre en la misma dirección. Ambas son la mujer alfa y también la mujer omega. El rostro de la Eva de La jetée, según comenta el narrador, será “la única imagen de paz para atravesar tiempos de guerra”. Pero también, mediante la súbita crispación de la serenidad de su gesto, el niño que acabará siendo el hombre de La jetée comprenderá que ha asistido a un asesinato en uno de los muelles de Orly. Cuando crezca, sabrá que él mismo es la víctima.
El recuerdo de la mujer, su fijación con ella, será lo que lleve a los inventores del prodigio a elegirle para el viaje a través del tiempo, y será su impulso durante el periplo. Años después, el trayecto de Claude Ridder (Claude Rich), el protagonista de Te amo. Te amo guardará no pocos paralelismos con el del viajero de La jetée. Las imágenes de la mujer que guían a este último son las únicas que inspiran sosiego en esta historia posterior a la hecatombe que trajo consigo la Tercera Guerra Mundial: ella recogiéndose el pelo y mostrando el cuello; ella durmiendo antes de despertarse, para parpadear en el único plano extraído de una imagen real; ella paseando por el parque, mostrando al visitante, que aparece y desaparece como si fuera algo natural, que hubo un mundo anterior a la Tercera Guerra Mundial; ella en el museo de las ciencias, junto a esas vitrinas que guardan animales disecados. A buen seguro que fueron estos los que sugirieron a Gilliam toda la trama de los juramentados por la liberación de las fieras en el ejército de los Doce Monos, con la que fue a prolongar la idea original de Marker…
Ella, en fin, es una imagen prístina de la redención de los confinados en las galerías que se extienden bajo Chaillot. Pero también es el heraldo del exterminio de ese hombre marcado por una imagen de su infancia. En efecto, lo que a ella fue a crisparla el gesto entonces, cuando habría de estigmatizar a ese niño al que los domingos llevaban sus padres a ver el despegue de los aviones en Orly, no era otra cosa que el asesinato del hombre que el muchachito iba a ser.
Antes de que la Parca se lo lleve en el aeropuerto parisino, el pequeño, ya hombre, pasará a engrosar las filas de la organización, que entre los subterráneos de las ruinas que sucederán al Apocalipsis nuclear conspirarán contra el nuevo orden que se alzará entre los escombros. Acaso sea La jetée, no obstante su brevedad, el mejor viaje al futuro que se ha visto en la gran pantalla. Todo un clásico de la ciencia ficción que además de a Gilliam inspiró al mismísimo Jean-Paul Sartre, quien escribió largo y tendido sobre Marker.
Christian François Bouche-Villeneuve, tal fue el verdadero nombre del gran Chris Marker, nació en Neuilly-sur-Seine en 1921. Siendo niño, sus padres, con el Pathéorama, también le obsequiaron «el placer egoísta de poder mirar yo solo las imágenes que pertenecían al mundo del cine”. Lo que también debió de surgir entonces fue ese afán experimental que, una vez descubiertos y asimilados los documentalistas soviéticos —su mayor influencia—, le convertiría en el máximo exponente del ensayo fílmico.
Combatiente en la Segunda Guerra Mundial, como casi todos los integrantes del ala más literaria de la Nouvelle vague —Pierre Kast, Jean Cayrol, Jacques Doniol-Valcroze—, acabada la contienda se dio a conocer como novelista —Le coeur net, 1949—, ensayista —Giraudoux par lui-même, 1959— y editor: fue el director de una colección de libros de viajes dentro de las Editions du Seuil. Dotado de ese talento diverso de los hombres del Renacimiento, se inició en el cortometraje documental de la mano de Alain Resnais, con quien colaboró, ni más ni menos, en Noche y niebla (1955), un acercamiento a ese nefasto limbo donde, según Hitler, debían desaparecer sin dejar rastro los disidentes políticos.
Siempre comprometido con la izquierda radical y valiéndose frecuentemente de la fotografía fija, Marker realizó cortometrajes e inició algunas búsquedas formales que anticiparon la Nouvelle vague. Nunca se dejó tentar por el cine comercial. A excepción de La jetée, su extensa filmografía es desconocida para el gran público. El suyo fue un cine grave, lento, maravilloso. Con su tomavistas descubrió al mundo revoluciones perdidas, ciudades lejanas y los secretos de esos gatos a los que amó tanto. Su vida fundió a negro en 2012.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: