Revoltijo leonés
Conservo memoria de una vieja fotografía que retrataba a Juan Benet y Francisco García Pérez en el trance de abonar su estancia en el hotel Conde Luna de León en algún momento de los años ochenta. Es una instantánea umbría y casi tenebrista, las siluetas de sus dos protagonistas recortándose sobre un fondo oscuro sin que apenas se vislumbren los contornos del mostrador y quizá la mano o el perfil del recepcionista. Entro ahora en ese viejo hotel que ha debido de conocer varias remodelaciones desde entonces y no encuentro en su vestíbulo el menor parentesco con lo poco que cabía intuir en aquella antigua imagen ni hallo coincidencias entre aquello que ven mis ojos y lo poco que he alcanzado a preservar de mis recuerdos infantiles —tuve familia aquí y vine a menudo en la misma época en que se tomó esa foto que ha viajado conmigo, solíamos pasar junto a este hotel, alcanzo a esbozar la remembranza de unas puertas grandes y metálicas, un suelo enmoquetado, vetustos y amanerados muebles de madera—: me veo en un espacio luminoso y diáfano, con una enorme pintura alegórica exhibiéndose en lo alto, como si los responsables quisieran epatar a los viajeros recién llegados con las glorias extintas del antiguo reino. Me han invitado a participar en un acto enmarcado en el festival Palabra y organizado por la Red Internacional de Universidades Lectoras y me han alojado en una amplia habitación de la cuarta planta. Desde los ventanales de mi habitación veo cómo los coches y los transeúntes fluyen mansos por la avenida de la Independencia. Siempre me ha gustado mucho León y esa peculiar vocación que la caracteriza y que se encuentra a medio camino entre el cosmopolitismo y la provincia, una mezcolanza extravagante que quizá comenzó a forjarse en los tiempos en que las rutas jacobeas la convirtieron en una de sus plazas fuertes. Tiene una de las catedrales más hermosas de toda Europa —lo que es como decir de todo el mundo—, cuenta con una de esas arquitecturas medio oníricas que perfilaba Gaudí, se precia de custodiar el Santo Grial verdadero y ha organizado su periferia septentrional en torno a uno de los museos de arte contemporáneo más interesantes de cuantos se han abierto en España en estas últimas décadas. También fue la cuna del parlamentarismo moderno y de una escuela de narradores que han dejado y dejan impronta en nuestras letras. De aquí son o aquí vivieron o por aquí pasearon José María Merino, Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio, Julio Llamazares o Antonio Pereira, que recibe estos días un homenaje póstumo en su calidad de fundador del noroeste mágico, y también Emilio Gancedo o el magnífico Tomás Sánchez Santiago, con quien tomo un café apresurado aprovechando un pequeño resquicio entre las obligaciones que, por otra parte, me han impedido refrescar viejas hazañas de los tiempos universitarios junto a Roberto. He venido a hablar con Ignacio Martínez de Pisón sobre nuestros libros y nuestra relación con las palabras, lo cual me resulta especialmente grato no por el tema que nos han propuesto los organizadores —siempre da pudor referirse por extenso a lo que hace uno mismo, más si se trata de un asunto tan íntimo y, de cierta manera, tan intransferible—, sino porque Ignacio es uno de los autores a los que más sigo y uno de los amigos con los que más me divierto siempre que las circunstancias o el azar nos reúnen en un mismo espacio. Ha escrito una de las mejores novelas que se han publicado en lo que va de año, o al menos una de las que a mí más me han gustado. Aprovecho nuestra coincidencia sobre la tarima para recordar públicamente que su trayectoria literaria comenzó en mi pueblo y que fue la primera edición de La ternura del dragón —una tirada no venal que puso en circulación el Casino de Mieres para destinarla únicamente a sus socios, entre los que se encontraban mis padres y mis abuelos— la primera obra suya que cayó en mis manos y la causante de que nos conociéramos cuando, a principios de este siglo, apareció por la Semana Negra para presentar su Enterrar a los muertos y yo le puse delante uno de aquellos ejemplares rarísimos y casi artesanales para que él me lo firmara. Hay otras dos coincidencias en las que ni él ni yo habíamos reparado, pero que nos recuerdan Álvaro y Juan, que se encargan de presentarnos: los dos hemos ganado el premio Rodolfo Walsh y ambos teníamos la misma edad cuando publicamos nuestro primer libro. Tanta conjunción astral da pie a varias bromas que se van sucediendo cuando el acto termina y nos refugiamos con Natalia en un bar próximo para hacer tiempo hasta la cena, en la que nos acompaña toda una troupe de poetas liderada por Chantal Maillard, que viene de recibir el premio Leteo, y en la que oficia de anfitrión Rafael Saravia, discípulo confeso de un Antonio Gamoneda cuya sombra planea irremediablemente por la conciencia de la ciudad. A mi lado, el frenético Héctor Escobar derrocha irreverencias con su jovialidad acostumbrada; frente a él, Carlos Merchán encaja con sosiego y elegancia las ironías que se van deslizando acerca de la controvertida dicotomía que separa a narradores y poetas. La noche nos sorprende hablando de la última entrega de los diarios de Chirbes, que pasó un tiempo en la ciudad cuando era niño, en una azotea con vistas a la ciudad durmiente, con las torres de la catedral y el palacio de los Guzmanes oficiando como mástiles de un galeón que navegara por un mar tranquilo al que sólo agita de cuando en cuando el estruendo de nuestras risas, cuyos ecos se diluyen lentamente al arrullo de unos vientos por los que viajan las últimas caricias del verano.
Europa en Verines
Han pasado catorce años desde la que hasta ahora había sido mi primera y única participación en los Encuentros de Verines, y por eso mi vuelta a la casona que hace un siglo levantó un indiano en las afueras de Pendueles y que luego adquirió el Colegio de Nobles Irlandeses de Salamanca adquiere ciertos tintes melancólicos. Consigo llegar a Oviedo después de verme a punto de perder el autobús que tenía que llevarme allí desde León y me encuentro en el vestíbulo de un hotel de las afueras con la escritora Flavia Company y la hispanista Catherine Barbour, que también están invitadas a la cita. Entro en el hotel Mirador de la Franca con la expectación de quien regresa mucho tiempo después a un lugar en el que recuerda haber sido feliz pero que nunca había vuelto a pisar, y como siempre ocurre no tardo en comprobar que el tiempo ha hecho bien su trabajo en esta esquina apartada del mundo. Me lo confirma Jon Kortazar, a quien conocí en aquella ocasión y que también está presente en ésta: se han hecho reformas y las antiguas dependencias —compartimentadas, deliberadamente anticuadas y confortables— se han visto sustituidas por salas amplias e intercomunicadas que ofrecen la sensación de estar recorriendo siempre el mismo espacio. Sigue en el mismo lugar la chimenea, pero ha desaparecido el cuarto que la arropaba y en el que nos refugiábamos a beber y fumar —todavía se permitía hacerlo en interiores, siempre que fuera en espacios acotados— hasta bien entrada la madrugada. Fue a Jon precisamente a quien escuché contar en una de aquellas veladas la historia de la Casona, que según cierta apócrifa que probablemente germinase en la imaginación de Xuan Bello pudo ser el primer lugar de la península en el que se leyó el Ulysses de Joyce. No sé si desde el principio de su historia o desde que comenzó a dirigirlos Luis García Jambrina, los Encuentros se organizan en torno a un tema a partir del cual los distintos convocados divagamos en función de nuestros conocimientos, nuestras experiencias o nuestros intereses. Este año los debates se centran en el papel que juegan las literaturas de España dentro de Europa o, por decirlo de otra manera, a la internacionalización de los libros escritos en los distintos idiomas que cohabitan dentro de nuestro país. Siempre que se abordan estas discusiones sobre el papel que jugamos en el mundo, termino preguntándome qué papel juega el mundo en nosotros e incluso qué papel jugamos nosotros ante nosotros mismos. Si dentro de un mismo país, éste en el que estamos, nos desentendemos hasta tal punto unos de otros que hay quienes se ofenden porque algunos se resistan a plegarse a una lengua única y ni siquiera los más involucrados en la cuestión estamos al tanto de lo que escriben los colegas que emplean otros idiomas avalados por la Constitución, ¿qué puede esperarse de nuestro conocimiento de las literaturas polaca, rumana o austriaca, por poner tres de los ejemplos más lejanos, o de la portuguesa, por poner el más próximo y, por eso mismo, aquél que se manifiesta en una ignorancia más lacerante? Y del mismo modo, ¿qué papel podemos reclamar en una Europa cuyos centros de poder no nos han prestado nunca una atención demasiado exhaustiva? Los interrogantes no sólo tienen difícil respuesta, sino que desembocan en uno más quebradizo: ¿hay una conciencia europea que resulte traducible a la literatura? ¿Somos conscientes los escritores españoles, franceses, belgas, italianos, de que nuestras obras se encuadran no sólo en la tradición de nuestros propios territorios, sino también en otra mucha más amplia, inaprehensible y babélica, ésa que conforma una Unión cuyas dimensiones ni siquiera son fijas, en la que conviven actualmente veinticuatro idiomas oficiales y que para colmo ha adoptado como lengua franca la propia de un país que ni siquiera forma parte de ella porque ha decidido salirse y, en consecuencia, renunciar a los principios y los valores que la definen? De eso hablo en mi ponencia, en la que me habría gustado incluir una cita de Manuel Tuñón de Lara que no fui capaz de localizar mientras la escribía. Se trata de un pequeño párrafo en el que venía a decir que la conciencia europea no podría considerarse desarrollada hasta que un español no pudiera experimentar hacia Berlín, Roma o Atenas el mismo sentimiento de pertenencia que podía vincularlo a Toledo o a Madrid. No creo que se haya logrado, ni me parece que nos encontremos demasiado cerca. Hace unos años, el incendio de Notre Dame me pilló haciendo cola en una estación de autobuses. Estábamos en la hilera unas pocas personas pendientes del móvil, por ver si iban dando avances sobre la catástrofe que amenazaba con destruir una de las señas de identidad por antonomasia del país vecino. Alguien informó a quien lo antecedía o lo sucedía en la fila india: «Está ardiendo la catedral de París.» La respuesta del otro fue tan breve como elocuente: «Que se jodan.»
La fe en las sillas
En un receso me aborda el hispanista italiano Gabriele Morelli para departir sobre las dificultades que plantean las traducciones. Anda preparando una antología de Luis García Montero para la editorial Feltrinelli y ha habido versos que se le han atragantado en ese proceso que lleva a unas palabras a convertirse en otras para decir lo mismo. Me habla de un poema cuyo título no recuerda y que yo no consigo adivinar. Tampoco estoy en condiciones de buscarlo en estos días en los que he dejado el ordenador en casa y procuro no usar demasiado el móvil para no quedarme sin batería. Dice que, en uno de sus versos, el autor confesaba que él sólo tenía fe en su silla, o que no tenía fe en nada que no fuera en su silla, o algo similar, y que ese concepto no podía expresarse en lengua italiana. «¿Cómo iba yo a escribir en italiano que alguien tiene fe en su silla?», pregunta con aires retóricos mientras gesticula y enarca las cejas, «¡eso allí no lo entienden! Pero le pregunté al propio Luis y me respondió que él lo que quería decir era exactamente eso, que sólo tenía fe en su silla, ¡pero yo no podía decirlo así!» Le digo que tampoco en España acostumbramos a tener fe en las sillas y que eso sólo puede tomarse como lo que es, una licencia poética, es decir, una interpretación exclusiva del autor cuya traducción, por tanto, no debería plantear mayor problema, dado que el juego consiste precisamente en emparentar algo tan solemne y mayestático de la fe con una simple silla. «¡Sí, sí, entiendo!», me responde, «¡pero en Italia eso no lo entienden!» Me confiesa que finalmente optó por traducirlo como «sólo confío en mi silla», una solución que no está del todo mal pero tampoco es todo lo exacta que debiera: aunque la confianza lleve la fe en su raíz, los matices entre una y otra resultan demasiado amplios como para darlas por sinónimas. No atiende a mis razones y continúa hablando de sus hazañas filológicas, satisfecho por el modo en que ha logrado solventar el obstáculo. Su obcecación académica me enternece y me recuerda a aquel otro crítico que estaba molesto porque, en una de sus novelas, Manuel Vilas había recreado una visita ucrónica de Cervantes a los barrios periféricos del Madrid contemporáneo para visitar burdeles e intercambiar tacos y blasfemias en cheli con los moradores del lugar. «Pase que ponga a Cervantes yéndose de putas», decía aquel buen hombre, tan compungido como irritado, «pase que lo ponga en Vallecas o en Carabanchel, pase que diga que lleva gafas de sol, pero hombre… ¡Cómo iba Cervantes a hablar mal!»
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