Otro 20 de septiembre, el de 1863, hace hoy justo 160 años, Jacob Grimm emprendió el viaje del que ninguno hemos de volver. Aunque en vida fue un hombre de múltiples talentos —filólogo, parlamentario, poeta…—, si hubiera que destacar uno entre todos ellos, ése podría ser la erudición que, en cierto sentido, también comprende a todos los demás.
Seguro que ante su último aliento, Jacob Grimm también recordó la ley que formuló sobre el cambio de puesto de las consonantes en el alfabeto y esa otra sobre el número de vocales. Aquellos fueron dos trabajos previos a su Historia sobre la lengua alemana de 1848, que un siglo después habría de seguir siendo un texto fundamental por “la precisión de las noticias y la agudeza de sus observaciones”, estimará en el Bompiani el doctor Fausto Rebuffot.
En fin, en el caso de Jacob Grimm ese recorrido del último trance será largo: han sido muchos los momentos estelares en la existencia del erudito que accedió a saberes más elevados un día como hoy. En casi todos esos instantes estuvo su hermano Wilhelm, su más fiel colaborador. De modo que el mayor aliciente del final del camino es volver a encontrarse con él, allí de donde nunca se vuelve.
Fueron seis los hijos del abogado Philipp Grimm. Muerto prematuramente cuando Jacob solo tenía trece años, las estrecheces y las privaciones, inusitadas hasta entonces para la familia de un funcionario de alto rango de la administración local, no tardaron en hacer mella en el hogar. Jacob, con su primer empleo de bibliotecario, tuvo que sacar a toda su familia adelante. Pero siempre estuvo especialmente unido a Wilhelm. Estudiaron jurisprudencia juntos en Marburgo y en 1831, Wilhelm, el Grimm menor, fue nombrado bibliotecario de la Universidad de Gotinga, donde obtuvo la cátedra cuatro años después. Jacob impartió sus enseñanzas en esas mismas aulas, de las que fue expulsado por liberal, junto a otros profesores, en 1837.
Pero ni la siempre infausta política consiguió separar a los hermanos Grimm. Cuando Wilhelm emprendió el viaje sin retorno, cuatro años antes que Jacob, la Academia Prusiana de las Ciencias, de la que era miembro, lo lamentó con una nota que rezaba: “El 16 del pasado mes murió Wilhelm Grimm, quien supo, como estudioso de la lengua alemana y recopilador de sagas y poemas germanos, poner su nombre en alto. El pueblo alemán está habituado a pensar en él y nombrarlo junto con su hermano Jacob. Pocos hombres son tan queridos y venerados como los hermanos Grimm, quienes se afanaron y trabajaron en conjunto durante medio siglo”.
Ese 20 de septiembre de hace hoy 160 años, los hermanos Grimm, con la muerte de Jacob, volvieron a reunirse para entrar juntos en el panteón de la literatura universal. Más que por sus estudios de la lengua alemana, figuran en aquel parnaso por sus Cuentos infantiles y del hogar, una colección de ficciones para niños recogidas de las tradiciones orales del folclore de los distintos pueblos de lengua germana. Pueblo y nación eran dos conceptos muy en boga cuando los Grimm empezaron a trabajar. Sin embargo, como paradójicamente, lo castizo, a menudo, resulta tan universal, los tres tomos que recogieron la selección de los Grimm —llegados a las librerías entre 1812 y 1822— no tardaron en formar parte del acervo universal.
Ahora que las niñas ya no quieren ser princesas como Blancanieves, ni los niños valientes como el sastrecillo, los cuentos de los hermanos Grimm habrán sido cancelados como tantas cosas pretéritas. Pero durante más de cien años, fueron las historias que llevaron a la cama a generaciones y generaciones de niños del mundo entero. Los primeros cuentos que despertaron la imaginación infantil. Se dice que fue la hija de un farmacéutico, un tal Wild, quien, puesta a repetir las historias que le contaba a ella de niña “la vieja María”, refirió, por primera vez a nuestros eruditos los argumentos de Caperucita roja y Hansel y Gretel. Así se escribe la historia.
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