La última cruzada de la cristiandad contra el Islam (por llamarla de alguna forma, ya que cada uno iba a lo suyo) fue la campaña de Lepanto. Calculen ustedes lo que desde entonces ha llovido. Por aquella época los turcos se habían apoderado de Túnez y de Chipre e iban de chulos de playa por el Mediterráneo, que ellos y sus compadres los corsarios berberiscos dominaban casi por completo. Así que, mosqueados por el panorama, España, la Roma del papa de turno y Venecia se pusieron de acuerdo para pararles los pies, o los remos. Entre las tres potencias católicas juntaron 300 barcos, sobre todo galeras, llenos de marineros y soldados (entre ellos, un joven español llamado Miguel de Cervantes), y el 7 de octubre de 1571, en el golfo de Lepanto, dieron a los turcos las suyas y las del pulpo, mandando al paraíso de Mahoma, a disfrutar de las huríes prometidas por el profeta, a unos 30.000 fulanos con turbante. Aquella fue la final de copa más espléndida de la historia naval europea, y desde ese momento los turcos anduvieron más suaves y dieron menos por saco en un mar que ya era, de nuevo, más nostrum que suyum. Sin embargo, aparte de frenar a los otomanos, aquel exitazo no tuvo especiales consecuencias positivas para Occidente, porque no se supo o no se quiso aprovechar. Lepanto fue un derroche medio inútil, ya que al papa y a los venecianos, que mordían con la boquita cerrada, les preocupaba que España y su entonces poderoso imperio triunfaran en exceso; así que se desmarcaron rápido de la coalición. A la media hora de la batalla, Venecia (cuyo comercio marítimo estaba muy afectado por la guerra, y eso era tocarle lo más sagrado) firmaba con los turcos un tratado de paz tan desfavorable que unos y otros podían haberse ahorrado la batalla, los muertos y el pifostio (y Cervantes el brazo que le estropearon allí). Al final salió lo comido por lo servido y la cosa quedó en tablas: la Sublime Puerta, preocupada por sus conflictos con Persia, aflojó la presión sobre Europa; mientras que la España de Felipe II, con la sangre y el dinero puestos en Flandes, dedicó la mayor parte de sus esfuerzos, como escribió John Elliott, a un enemigo que estaba empezando a mostrarse todavía más peligroso que el Islam: la pugna entre el católico sur y el norte protestante. Además, Lepanto tuvo una consecuencia negativa para los viejos países mediterráneos, aunque positiva para los nuevos cabroncetes del norte; porque, al atenuarse un poco la amenaza islámica, crecientes potencias navales como Holanda e Inglaterra (y también los navegantes hanseáticos de más arriba) se animaron a pasar a este lado del estrecho de Gibraltar, por la cara, practicando una hábil especialidad suya, a medio camino entre el comercio y la piratería. Eso cambiaría el paisaje económico de la Europa del sur. La itálica Toscana, con su floreciente puerto de Livorno, fue hacia arriba y Venecia (a esas alturas más esclerótica que Joe Biden), acosada por corsarios ingleses, neerlandeses, españoles, florentinos, malteses y adriáticos, fue cuesta abajo en su rodada, perdiendo la influencia de antaño. Hubo mucho trajín de mercancías, comercio y dinero que benefició a los viejos países mediterráneos; pero la pauta de Europa ya no la marcaban ellos, cada vez más subordinados a los competidores guiris y con el imperio español malgastando energías y recursos en romperse los cuernos en la Europa de arriba. A finales del siglo XVI y principios del XVII, el antiguo mar de los griegos y los romanos, el del vino tinto, el mármol, los dioses y el aceite de oliva, se transformó en lago anglo-holandés. Eso tuvo una importancia enorme: fluyeron de un lado a otro el dinero, la cultura y las ideas. Como siempre ocurre entre conquistadores y conquistados, los rubios se sintieron cada vez más fascinados por el sol, la pizza y la paella, decidieron que de allí no los despegaban ni con agua caliente, y ahí siguen: Gibraltar, Benidorm, tirarse a la piscina desde los balcones de Ibiza, etcétera. La colonización guiri del Mediterráneo trajo al sur muchas novedades, aunque no la más deseable. Situando la actividad mercantil y la prosperidad comercial por encima de la ortodoxia religiosa, bendecida por un Dios práctico y moderno para su tiempo, cuajaba en algunos lugares de la Europa norteña una nueva clase dirigente cuya principal virtud (al menos, guardando las apariencias) era la seriedad política, económica y social: gente destacada por su respeto a las leyes, amor al trabajo, ejemplaridad moral, integridad y prestigio. Ciudadanos libres, en fin, elegidos entre sus iguales. Para lo bueno y lo malo (calculen ustedes mismos lo bueno y lo malo), dos Europas estaban en camino. Y una tenía más futuro que la otra.
[Continuará].
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Publicado el 15 de septiembre de 2023 en XL Semanal.
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El pragmatismo ramplón europeo venció absolutamente al idealismo místico hispano. Y mientras, un caudal casi inagotable de riqueza de oro y plata americana -que podría haber hecho de España y los españoles ricos, cultos, espabilados comerciantes y adelantados en las artes, ciencias y técnicas- se diluía en guerras y heroicidades sin sentido en Flandes, donde poco se nos había perdido; y de donde nada obtuvimos en definitiva sino enemistades, rencores que aún perduran e, incluso, rivalidades con la Roma papal que supuestamente debía ser nuestra aliada perpetua. Un despropósito, un desperdicio, una valentía colonizadora arruinada, como la peremne manía de competir entre nosotros mismos (hasta hoy), mientras los de fuera alucinan con nuestro cainismo, nuestra torpeza y nuestro afán por desaprovechar en luchas intestinas lo que tenemos en común.
Tendencia cainita y centrípeta. Pero ambas cosas alentadas por las élites y por sus intereses particulares. El problema principal siempre ha sido que tenemos unas élites de desecho, egoistas y narcisistas, sin sentido de estado.
Así seguimos, sin cambios.
D.ARTURO, Ud. No se debía morir NUNCA.Me «pirra», como escribe como, y narra.LA HISTORIA.Muchas gracias.
Esta semana nuestro admirado resbaló, casi nunca le sucede pero le sucede hasta al más pinto, en una categórica afirmación, fácilmente refutable. Dice: «Como siempre ocurre entre conquistadores y conquistados». A veces ocurre al revés con reveses, como los andaluces emigrantes a Cataluña, los taínos ante los españoles…
Un imperio no dura 300 años sin gente culta, comerciantes espabilados y adelantados en las artes, ciencias y técnicas. Vamos, digo yo.
Estoy de acuerdo . ( El autor cae en un convencional planteo frente al Imperio Español )
Haberlos los había, pero no se trata de eso. Se trata de si toda o gran parte de la población de España y del Imperio se benefició, y de igual manera, o al menos en parte, de la riqueza, conocimientos y valentía que fluía. Se trata de si a esa riqueza se la dió el mejor destino posible. Es hora de contrastar y responder para qué sirvieron las guerras de Flandes, el desgaste y desperdicio allí de los Tercios -la mejor infantería del mundo sin lugar a dudas- para una causa inutil a mi juicio. Sí, un siglo de oro lleno de mística, oscurantismo, recato en demasía y picaresca a raudales por la pobreza e incultura general para beneficio de unos pocos. Eso es lo que duró más de trescientos años. De eso se trata. De eso.
Siempre hay una inercia de continuidad, alimentada por intereses, conchabamientos, corrupciones e incluso alentada por el exterior. Ya en el XVII, a Inglaterra y a Francia les interesaba la continuidad de un Imperio Español débil y en larga descomposición al que se le pudiera manejar. Podrían haber terminado con él pero les era más cómoda esta situación. Como les fue más cómoda la larga descomposición del Imperio Austro-Húngaro.
Venecia siempre al agua con el gato. Realmente el famosìsimo león de Venecia es un gato. El verdadero imperio universal y globalizado, el que en verdad interesa, no era España sino Venecia. Siempre llevándose el gato al agua. Y el comercio y la riqueza y el verdadero poder, el económico. El Imperio Español era un gigante con los pies económicos de barro y calzando alpargatas. Élites de España: ciegas, ignorantes, soberbias, narcisistas, estúpidas…
Para qué mantener un costosísimo ejército. Lo subcontraramos cuando nos haga falta y lo utilizamos. Venecia es la creadora de la subcontraración.
Descubrieron que la verdadera generadora de riqueza eran los barcos, el transporte, el comercio, compar barato o gratis y vender caro.
Y el mejor servicio secreto de información del mundo antiguo y quizás incluso del moderno. Descubrieron que la información es oro. Los holandeses toman nota e imitan todo esto.
Venecia. Eterna. Aunque se hunda en la laguna.