Todos los años, con la llegada de la rentrée literaria e ingente número de publicaciones, pienso en conceptos tan dispares como la disciplina y el trabajo literario. Son muchos los escritores que apelan a la funcionarización del esfuerzo para culminar un texto y cumplir así con las exigencias editoriales. Se trata de producir, a pesar y por encima de todo, incluso del lector y la propia obra. Quienes nos enfrentamos a diario con la realidad de los plazos de entrega (el término inglés deadline es muy significativo) sabemos cuán lacerante para el proceso creativo es la administración del tiempo, siempre mortal y moribundo, y nunca suficiente. La urgencia es siempre contraria al arte de la contemplación, a la paciencia de la que debe nutrirse el escritor cuando se sabe cerca de lo imposible. En una reciente entrevista [1], el escritor francés Sylvain Tesson, autor, entre otras, de la extraordinaria novela El leopardo de las nieves, dijo: «Mi viaje primero lo sueño, después lo hago y, al final, lo revivo».
Dado que el objetivo con estas líneas es reflexionar sobre la literatura y nuestro sistema actual de producción literaria, invocar a Tesson es un acto reaccionario. En la gigantesca frontera del Tíbet, y acompañando durante meses al fotógrafo Vincent Munier, el autor francés asumió el reto de la esperar la imposible aparición del leopardo de las nieves. Fue el suyo un ejemplo de sosiego, espiritualidad y paciencia. También, de reconstrucción onírica. El escritor, pues, sueña, construye y escribe. También observa, decae y se reinventa frente a lo improbable. La suya es una búsqueda del sonido y la reminiscencia, de la huella y los nuevos secretos. Aislado del tiempo, solo en estepas que ahondan lo terrenal y avivan su letargo, así culminará su obra. En su cuento Las babas del diablo, Julio Cortázar aplaudía la necesidad, casi física, de contar lo inaudito, de extirpárselo a través de la palabra:
De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro… Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.
En la necesidad, no caben la disciplina ni el tiempo, y menos aún los rigores de ese mercado que uniforma el misterio y lo traviste. Respirar, siguiendo con Cortázar, y escribir son actos de autonomía que infunden la vida, no solo literaria, de propios y ajenos. Considerarla un trabajo es abominable. Pecamos, yo el primero, de asociar lo creativo con las fórmulas tradicionales de producción, hasta el punto de diluir sus reglas en vocablos tan estrechos como horario, jornada de trabajo o profesión. ¿Pero pueden cohabitar pasión y esclavitud en un mismo espacio, sin que ninguna muera de inanición? En su ensayo Contra el trabajo (Firmamento, 2021), el filósofo y abogado Giuseppe Rensi reflexionaba sobre la inmoralidad del trabajo con estas palabras:
La razón más enraizada de esta condición irresoluble del problema del trabajo probablemente radica en el hecho de que el trabajo es al mismo tiempo necesario e imposible: se nos revela bajo el disfraz de una prescripción y una obligación ética, pero, al mismo tiempo, se sustrae de ellas presentando senos como un mandato espiritual superior, un mandato apremiante, y como un verdadero deber, pero moral. Constituye, en definitiva, el fundamento y el presupuesto indispensable de la vida espiritual de la humanidad y, a la vez, se antoja refractario a la vida espiritual misma, oponiéndose diametralmente a ella y haciéndola imposible.
Y añade en uno de sus más brillantes capítulos:
El trabajo propiamente dicho es, por tanto, esclavitud y, como tal, repugna irreductiblemente a la naturaleza humana. Es solo en el juego, con el trabajo-juego (el de los niños que se persiguen hasta sudar, y de los jóvenes que se entregan al de parte hasta el agotamiento, el del artista o el pensador que, sin descanso, compone versos o música, pinta, investiga, reflexiona, escribe sobre cuestiones científicas o filosóficas), donde el hombre es libre y hace lo que le agrada, y donde ve su mente desplegarse con plena autonomía, es decir, es ahí donde se revela verdaderamente hombre y donde cumple el más alto y noble destino de la humanidad.
Producir o no producir. Llegar a término o claudicar. Escribir en eriales cuadriculados, o hacerlo del mismo modo en que se consumen los productos perecederos. Dicho de otro modo, asumir la profesión del que fabrica anti-literatura. En su artículo Novela, música y poesía [2], Juan Goytisolo encontró la clave:
El artista, ya sea músico, poeta o novelista, que abandona el recurso a las cláusulas del canon establecido y se exilia del mismo, busca como un favor y la radicalidad del origen, de un creado que guarda con paciencia el acto virtual de la creación.
Y esa espera, que es ajena, incluso, a las dimensiones de la consciencia, es el verdadero territorio del escritor. Territorio fértil que no precisa del tiempo, ni de cualquier otro rigor materialista, y sí del azaroso desprendimiento de lo oscuro. Dentro de sus fronteras, este escribirá. Y así, nutrido de aire, nos dará si él quiere, su bellísimo fruto.
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[1] Entrevista publicada en el diario El País, el 1 de abril de 2023.
[2] Artículo publicado en el volumen El erial y sus islas (Fondo Económico de Cultura, 2015).
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