No hay peor laberinto que aquel que carece de centro.
GILBERT KEITH CHESTERTON
Ningún retrato de Orson Welles es precisamente halagüeño. Cuando su personaje aparece en películas dirigidas por otros, siempre es para mostrar sus enormes proporciones como genio y sus enormes limitaciones como ser humano. No obstante, hay dos aproximaciones que valdría la pena ver aunque sólo sea para comprobar en medio de qué se movió el cineasta (un momento de extrema complejidad ideológica y económica en Estados Unidos, y particularmente en Hollywood): Abajo el telón (Craddle Will Rock, 1999, Tim Robbins) y Me and Orson Welles (2008, Richard Linklater), curiosamente centradas en su trabajo como director y actor teatral durante la década de los treinta, antes de convertirse en el cineasta genial al que todo el mundo cree conocer.
Sobre Orson Welles se especula que a los seis años recitaba El rey Lear de memoria; que a los 23 sobrecogió al mundo con una emisión radiofónica de La guerra de los mundos que muchas personas entendieron como una invasión real de alienígenas; que vio 36 veces La diligencia (Stagecoach, 1939, John Ford) antes de rodar Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941); que antes de rodar Ciudadano Kane tenía en mente hacer una adaptación de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, que podría haber sido la mejor película de la historia del cine; que iba a la gresca con Hollywood (de donde lo expulsaron por comportarse como un enfant terrible y gastar siempre más de la cuenta); que sólo le interesaba el teatro y hacía cine para pagar las costosísimas producciones del Mercury Theater; que en realidad fue él quien rodó El tercer hombre y no Carol Reed; que le gustaban los toros, la buena comida y las chicas guapas… Pero lo cierto es que nadie lo conoce lo suficiente para abarcar su personalidad y su procelosa vida por completo.
Los inabarcables límites de su obra parecen extenderse a su propia biografía, cercada como la mansión de Charles Foster Kane y con un cartel de advertencia contra los merodeadores: «No Trespassing». Al igual que sus películas, que no cesan de modificarse cambiando de rumbo o de perspectiva, Welles se comportó como algunos de sus personajes, en una huida constante para buscar las partes perdidas de su personalidad (Míster Arkadín) o para buscar explicaciones hasta donde no las había (El proceso). Sus viajes los aprovechó para rodar planos de sus películas en Marruecos y contraplanos en España, para proponer series como Orson Welles and People y Around the World with Orson Welles, para buscar en los lugares más remotos quién financiase The Deep (1970) o The Dreamers (1982), para ejecutar trucos de magia ante espectadores imposibles (como los que pueden verse en The Magic Show, rodada entre 1976 y 1985)… Este periplo, que desemboca en un cineasta genial convertido en un mago amateur y añorante de los palacios donde antes se hacía magia, es el de alguien en cierto modo vencido por las circunstancias, vencido por la historia y su devenir.
La forma de la mayoría de sus películas es difícil de precisar porque o bien las conocemos de manera parcial o bien no las conocemos en absoluto por mucho que hayamos oído hablar sobre ellas en innumerables ocasiones. Son rompecabezas incompletos cuyas piezas mezclan lo real y lo imaginario, convirtiendo a sus espectadores más insistentes en soñadores. Sólo están a salvo de ese sueño eterno quienes aman a Welles por la cómoda contundencia de sus películas más populares y accesibles, esas que han ocupado en algún momento uno de los puestos de cabeza entre las mejores de la historia del cine o entre las mejores adaptaciones de William Shakespeare o entre los mejores thrillers. Hablo, por supuesto, de Ciudadano Kane, El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), Otelo (Othello, 1952), Míster Arkadín (Mr. Arkadin/Confidential Report, 1955), Sed de mal (Touch of Evil, 1957), El proceso (The Trial, 1962) y Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1965).
Friedrich Nietzsche alertaba en el siglo XIX sobre el ideal de verdad como la máxima de las ficciones a buscar en la realidad; Welles, quizás compartiendo ese pensamiento del filósofo alemán, lo que pretendió fue buscar la realidad del cine pero para lograrlo necesitaba desvelar antes la retórica y la tramoya que lo ayudan a cobrar forma. A eso, al menos, le dio sentido en una secuencia de Don Quijote (Don Quixote, 1955-1985) no incluida en el montaje de Jesús Franco y que Giorgio Agamben considera en su libro Profanaciones los seis minutos más hermosos de la historia del cine. En ella se ve a Don Quijote (Francisco Reiguera) entrar en un cine, sentarse entre los demás espectadores, seguir una lucha desigual en la pantalla, dirigirse escandalizado hacia el escenario, lanzar mandobles con su espada mientras la mayoría del público le aplaude y Dulcinea le observa aterrorizada, y desgarrar finalmente la tela hasta que ya sólo se ve el bastidor que la sujeta. Tras las imágenes, la nada. Tras la imaginación cinematográfica, la nada de la realidad. Se han acabado los aplausos, Dulcinea se ha ido y con ella el amor, pero queda Don Quijote. Quizás la cruzada de Welles es equiparable a la del personaje de la novela de Cervantes.
Orson Welles murió de un ataque al corazón en Los Ángeles en 1985, a la edad de 70 años. Tenía cerca la máquina de escribir y la radio estaba encendida. No murió como Charles Foster Kane, solo y seguramente insatisfecho; murió con la cabeza puesta en mil proyectos, quizás porque se creía inmortal. Jonathan Rosenbaum calculó conservadoramente que solo durante la primera mitad de los 80 estaba trabajando al menos en una docena de películas o guiones. Fragmentos y películas de su prolífica producción siguen apareciendo, la última fue The Other Side of the Wind (2018).
Mientras nos adentramos en los entresijos de su obra, corremos el riesgo de convertirnos en uno de sus personajes, en busca de un centro que no existe. A su lado es muy fácil sentirse como una marioneta, especialmente cuando ya creemos saberlo todo sobre él. Nadie puede rivalizar con la capacidad de control de un creador, que no sólo sabe cómo hacernos creer lo que no es cierto con sus trucos de magia sino que también sabe cómo empujarnos a especular sin rumbo y de manera infinita en torno al sentido real de sus creaciones, a la manera de James Joyce con Ulysses y Finnegan’s Wake, escritas para «mantener ocupados a los críticos los próximos cien años». Él fue un gran aficionado a la magia y como tal nunca tuvo muchas dificultades para dar forma a una obra maestra incluso en las circunstancias más desventajosas. Y seguramente hacer películas a la altura de las de John Ford, King Vidor o Alfred Hitchcock le parecía demasiado fácil, acaso hasta prosaico. De otro modo sería difícil de explicar que se complicara tantísimo la vida y dejase muchos proyectos sin rematar, abandonándolos en las caprichosas manos de otros, mientras él se iba en busca de nuevos horizontes.
El rodaje de It’s All True (1942) en Brasil, por ejemplo, coincidió con las amputaciones de El cuarto mandamiento, del que dejaron tan sólo un 60 por ciento de su metraje original. Fue así como nos quedamos con una película inacabada pese al esforzado trabajo de Bill Krohn y Myron Meisel en It’s All True: Based on an Unfinished Film by Orson Welles (1993), y con las ruinas cinematográficas más bellas de la historia del cine en El cuarto mandamiento. Por supuesto, lo que ocurre en el hiato entre ambas, entre el abandono de una ficción irrepetible en la mesa de montaje (cuando él ya le había dado una forma definitiva) y el comienzo de un documental divido en tres partes cuyo ensamblaje jamás conoceremos, es una rebelión contra los géneros narrativos y su capacidad para dirigir los pasos aun de los mejores cineastas, como si todavía siguiesen anclados en los usos del narrador omnisciente en la novela decimonónica y desconociesen las posibilidades abiertas por el modernismo con el uso del stream of conciousness, una variante del monólogo interior en la que aflora el inconsciente, permitiendo así la incorporación de los sueños, las derivas sin sentido inmediato y las asociaciones más peregrinas.
Si viésemos El cuarto mandamiento como una simple adaptación de una novela de Booth Tarkington, olvidaríamos que la voz de Welles conduce los hechos, los comprime o los expande dependiendo de su valor dramático; los interrumpe para hacer consideraciones sociológicas, cuando no psicológicas; calla para preservar el carácter mágico de algunas imágenes, y en general controla la función y a sus espectadores, negándose a entregarle al cine los créditos finales de la película, que él mismo recita como si se tratara de un dios omnipotente, sentado en un trono desde donde puede rememorar, ver, anticipar y modificarlo todo.
Este tipo de enfoque sobre el creador como ser por encima de la creación en el mundo del cine, todavía en estado embrionario al comienzo de su carrera, se fue haciendo más palpable en The Fountain of Youth (1956), el episodio piloto de una serie que luego no llegó a rodarse. La historia es lo de menos, quedémonos simplemente con el cínico humor de Welles cuando, tras presentar a tres personajes vanidosos y egocéntricos por motivos diferentes, interrumpe a sus criaturas, congela sus expresiones y movimientos, recita él mismo sus diálogos a la manera de un ventrílocuo, o transforma las imágenes en una sucesión de fotos−fijas, dejando clara su propia vanidad, su egocentrismo y, por encima de lo anterior, las enormes posibilidades del medio cinematográfico si uno es consciente de su verdadero papel al dirigir una película. Sus imágenes lo parodian todo: las pausas destinadas a anuncios comerciales que no llegan a verse, los sponsors cuyo nombre no acabamos de saber, el interés del relato, el respeto hacia una serie televisiva centrada en adaptaciones literarias… Nada queda fuera del centrifugado que hace Welles para marcar los obstáculos de la creatividad en el universo televisivo (que no es otra cosa que una derivación del universo cinematográfico), convirtiéndolos en parte de un discurso a poca distancia del absurdo pero que contiene la contagiosa energía de Alicia en el País de las Maravillas, donde el sinsentido combina los aspectos más inquietantes de nuestra psique cuando no ejercemos control sobre ella pero también un aire de lamento, de despedida o de rendición ante nuestra incapacidad para seguir soñando. La sensación que deja la película es la del prometedor genio cinematográfico convertido en un asalariado de la televisión, la del actor shakespeariano transformado en bufón, la del drama transformado en una parodia, la del arte todavía deudor del espectáculo de masas, y —por encima de las anteriores— la de la imagen rendida ante las ineludibles huestes de la publicidad.
Orson Welles no fue un genio cualquiera, porque no fue un genio del cine estadounidense sino un genio del cine, a secas. No estaba interesado en las nacionalidades, tampoco en los nacionalismos. Y el cine le permitió llegar a la conclusión de que cuando uno no puede hacer cine en Estados Unidos, puede hacerlo en Europa o en África o en Asia. No importa dónde, con qué dinero, mientras sea posible llevar a cabo proyectos, continuar realizando, experimentando. Por eso llegó un momento en que incluso el cine, tal y como se entendía desde la perspectiva de la industria, dejó de interesarle y buscó cobijo en la independencia. Fue entonces cuando comenzó a explorar «la verdad del cine», su cartografía, la verdad que dibujan los ilusionistas para desvelar las imposturas de lo real y para reutilizarlas, dando así forma a las verdades de la ficción. Aunque parece un juego de palabras, no lo es porque hay una diferencia importante entre la verdad y la verdad de la ficción, y es que la primera requiere un juicio taxativo mientras que la segunda puede prescindir de él. Welles, de algún modo, trasladó la dicotomía verdad−ficción de un terreno metafísico a un terreno humano, fue de lo absoluto a lo relativo, abandonó el mapa y se lanzó a trazar su propia cartografía, en la que se mezclaban el pasado y el presente (como sucedía a menudo en sus escenificaciones teatrales), y se mezclaban las nacionalidades y las lenguas (como sucedía en sus películas).
«No hay peor laberinto que aquel que carece de centro». La frase es de Gilbert Keith Chesterton y la utilizó Jorge Luis Borges en una crítica sobre Ciudadano Kane que era laudatoria y demoledora al mismo tiempo, sin darse cuenta de que con el tiempo se convertiría en un arma de doble filo que el mismísimo Orson Welles utilizaría contra él en una entrevista, cuando le preguntaron qué opinaba sobre los reparos de Borges a su obra maestra:
—No es mi película la que está viendo y atacando, se ataca a sí mismo y a su propia obra.
Borges confesó tiempo después, acaso rindiéndose ante la observación de Welles o meditando sobre sus propias palabras, que «nunca vemos las cosas como son sino como somos».
Recuerda lo que dijo no sé quién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, matanzas, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!
(Frase del guion de El tercer hombre atribuida a Orson Welles).
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