No hay mejor valla
Lo cuenta Flavia Company en la última cena de Verines, pero ya lo ha puesto por escrito en el estupendo Por mis muertos, un libro de relatos que hace unos años publicó Páginas de Espuma. Recibió un día la llamada de una mujer con la que había tenido un trato circunstancial y que acababa de heredar un nicho vacío en un cementerio. «Quiero inscribir en él una frase de una novela tuya», vino a decirle, «porque, aunque espero tardar aún muchos años en ocuparlo, he pensado que no está de más ir adecentándolo un poco». Dudaba entre dos oraciones concretas y le pidió que sometiera la cosa a votación en un blog que mantenía activo por entonces. Flavia lo hizo y, cuando le comunicó el resultado del escrutinio —la escogida fue: «Quizá la muerte es lo mejor de la vida. Habrá que verlo»—, su insospechada lectora se aplicó a grabarla sobre aquel mármol que le había tocado en suerte y que a partir de aquel momento se vio adornado con las palabras de Flavia, debidamente acreditadas para dejar ante los inquilinos y los visitantes del camposanto cumplida constancia de su autoría. Creo que incluso le envió una foto para que pudiera observar el resultado con sus propios ojos. El relato, en el libro, acaba aquí y aquí podría terminar también la historia, si no fuera porque a veces la realidad se pone generosa y brinda por sí misma los destellos que las más de las veces sólo llegan a ofrecer las ficciones. Pasó el tiempo —no recuerdo si unos meses o unos años, quizá fuera un lustro, o algo más— y Flavia recibió otra llamada, esta vez de un hombre al que no conocía de nada y del que nunca llegó a saber cómo dio con su número. Visitaba con frecuencia el cementerio para dejar flores en el panteón familiar, que quedaba justo enfrente del otro nicho, y se detenía siempre a leer aquella cita con tal fruición que, al cabo, se animó a leer alguno de los libros de la escritora que la firmaba. Encontró en uno de ellos una frase que le gustó y pensó que tampoco quedaría mal como frontispicio en la sepultura de su familia, así que movió cielo y tierra hasta encontrar el modo de solicitar el permiso correspondiente. Flavia se lo concedió, y desde entonces hay en la necrópolis dos lápidas confrontadas que llevan su nombre —pese a que ella, por suerte, no ocupe ninguno— y en las que sus palabras sirven de felpudo a la eternidad. «No hay mejor valla publicitaria que la lápida de un cementerio», sentencia, divertida, mientras rellena otra copa de vino, y mientras brindamos pienso que quizá ella sea la única escritora de la historia que ha conseguido ganarse en vida un puesto en la posteridad.
Una ensoñación que emerge
Lo que hace de Colombres un pueblo pintoresco es su inverosimilitud. Se llega a él por una carretera que da varias vueltas y revueltas hasta desembocar en la plaza principal y uno se baja del coche con la impresión de encontrarse no en uno de tantos asentamientos como abundan en la Asturias rural —estamos en uno de los límites de la comunidad, a unos pocos kilómetros de que el mundo pase a recibir el nombre de Cantabria—, sino en una suerte de enclave tropical que sobrelleva como puede su exposición a las temibles iracundias cantábricas. Contribuyen al espejismo las palmeras diseminadas aquí y allá, una extraña tendencia urbanística a forjar espacios abiertos en un territorio cuyo clima más bien aconseja resguardarse y, sobre todo, las mansiones suntuosas de estilo colonial que van saliendo al paso y que pueden constituir una simpática extemporaneidad para cualquiera que llegue allí sin previo aviso. Fue ésta tierra de indianos, emigrantes que se enriquecieron en América, y son estos edificios la impronta que dejaron en el que fue su lugar de origen cuando, afortunados, pudieron volver para contarlo. Hay unos cuantos y todos merecen una contemplación razonablemente demorada, pero destaca sobre todos ellos la llamada Quinta Guadalupe, porque se levanta en el mismo centro del pueblo, rodeada por unos amplios jardines que casi la convierten en una fortaleza inexpugnable, y porque sus dimensiones impiden que pase inadvertida, por mucho que las frondosidades de la vegetación imposibiliten apreciar la totalidad de su fachada hasta que uno no se ve ante sus puertas. También ayuda el color azul con el que pintaron sus paredes exteriores cuando hace algunas décadas se rehabilitó para instalar en ella un museo de la emigración y un archivo que recaba documentos expedidos o padecidos por los trasterrados que buscaron fuera de sus lugares natales lo que se les negaba en ellos. Es un presente digno para un caserón al que no sonrió demasiado la fortuna. Íñigo Noriega, el indiano que encargó su construcción y que quiso bautizarlo con el nombre de su esposa, no llegó a habitarlo nunca porque no consiguió regresar de México, y tampoco el dictador Porfirio Díaz se avino a vivir en ella cuando la revolución mexicana lo desterró y el propio Noriega le ofreció la posibilidad de instalarse en el que originalmente había concebido como su retiro. Los herederos del prohombre tampoco pernoctaron jamás en sus alcobas, y aquel edificio que nació auspiciado por los más altos designios terminó convirtiéndose en un vestigio de otra época y languideciendo en una indiferencia que no conseguían desmentir sus dimensiones portentosas. Es una suerte que nadie decidiera derribarlo, que permaneciera pese a todo en pie y que su alzado no dejara de erguirse nunca sobre los tejados de Colombres para lucir tal y como yo lo veo ahora, emergiendo igual que si se tratara de una ensoñación sobre el cielo taciturno de uno de los últimos atardeceres del verano.
La valentía del narrador
En más de una ocasión pudo sentir Antonio Muñoz Molina la tentación de acomodarse, acaso tras dar a imprenta El jinete polaco o Sefarad o La noche de los tiempos, tres títulos que justificarían por sí solos cualquier carrera y que él publicó a edades a las que muchos autores aún están tentándose las vestiduras. Estaba en su mano la posibilidad de entregarse a plácidos ejercicios de estilo que mantuvieran su nombre bajo el foco sin comprometer su reputación, narraciones pulidas y decorosas que contribuyeran a incrementar el lustre de su firma sin comprometer en exceso hitos pasados. Nadie se lo habría reprochado e incluso puede que más de uno le hubiese alabado la templanza, ese modo de seguir caminando de puntillas para no amortiguar el eco de antiguas pisadas gloriosas. Por eso es de agradecer, y aun de elogiar, que se obstinara en todo lo contrario, publicando esa novela tan difícilmente clasificable que fue Como la sombra que se va e implicándose en artefactos tan refrescantes y osados como Un andar solitario entre la gente o Volver a dónde, títulos estos últimos que junto con Todo lo que era sólido podrían conformar una trilogía de la estupefacción ante la contemporaneidad. Por las mismas, podría haber urdido No te veré morir como una narración de corte clásico, una historia relatada sin más complicaciones que las que plantea ese empleo exquisito del lenguaje y la sintaxis que en él es marca de la casa. Por contra, opta por abrir el libro con un largo capítulo de setenta páginas en el que no hay un solo punto y que, casi con vocación impresionista, perfila el contorno anímico y sentimental por el que a continuación transcurrirá una historia que se va hilando entre distintas épocas, a caballo entre uno y otro lado del Atlántico, y cuyas secuencias se van narrando desde perspectivas cambiantes que otorgan a la anécdota una profundidad caleidoscópica y convierten en trascendente lo que se revela banal sólo en apariencia. «Escribir es luchar contra el estereotipo», me dijo una de las veces que nos reunimos en su casa. Sus lectores debemos agradecerle su empecinamiento en continuar en la batalla sin rendirse.
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