San Francisco no es una ciudad. Ni un santo. En realidad es una ensoñación: doy fe porque he viajado mil veces hasta allí sin moverme del sillón. La primera vez fue cuando leí los Tales of the Fish Patrol, de Jack London (Cuentos de la Patrulla Pesquera), que me impresionaron tanto que no paré hasta hacerme con un mapa de la bahía. Desplegado sobre la mesa de la cocina, me guió mil veces entre Oakland y San Francisco en pos de los malditos cazadores de focas.
En los setenta, una serie (televisiva) protagonizada por un Karl Malden mayorcito y un Michael Douglas jovencito, The Streets of San Francisco, se convirtió en bandera de unas cuestas vertiginosas asomadas al azul del Pacífico y al perfil de la isla de Alcatraz; por ellas navegan tranvías pintorescos, una prestigiosa comunidad gay y hordas de hippies domesticados. El cine y la televisión han hecho lo imposible por popularizarlas: Peter Bogdanovich las retrató con gracia en ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up, Doc?) y Woody Allen y Herbert Ross en Sueños de seductor (Play It Again, Sam), donde Woody Allen convocaba al mismísimo Humphrey Bogart para que le enseñara a ligar.
Bogart en concreto ha hecho mucho por la marca “San Francisco”, Frisco para los americanos, tan económicos ellos. En su primera aparición cinematográfica estelar, el newyorker impasible (llamado Boggie o Bogey o así: los americanos son como niños chicos), digo que el buen hombre retorcía su atormentada parla natural para encarnar al sanfranciscano Sam Spade, el de Dashiell Hammett, en una película, El halcón maltés (The Maltese Falcon), que si bien está rodada en los estudios de la Warner en Los Angeles (porque, salvo tres planos, transcurre en interiores), tiene a San Francisco por personaje.
Y es que lo más importante siempre es exactamente eso: el personaje.
Jack London, que conocía bien el personaje de la ciudad en la que había nacido, lo había retratado con crueldad en su novela en The Sea-Wolf (El lobo de mar en español), y eso que la trama no transcurría en el mismo Frisco, sino en un barco. Wolf Larsen, Lobo Larsen, el asilvestrado capitán de la goleta El Fantasma, se enfrentaba al fino y cultivado Humphrey van Weyden, miembro de la alta sociedad de la ciudad y dueño de una “vasta cultura” (que es lo que los editoriales del ABC decían que tenían Pemán y Marañón). El caso es que, no recuerdo cómo, tan atildado caballero acababa en el agua en mitad de la bahía y que de tan apurada situación lo rescataba Larsen, miembro de la más baja sociedad local. Larsen poseía un barco siniestro con el que en ese momento precisamente marchaba para las Indias Orientales (orientales vistas desde aquí); en ese barco se veía obligado a acoger a Van Weyden e integrarlo en su tripulación. Van Weyden, que hasta entonces no había fregado un suelo en su vida ni destripado un pescado, sentía que el cielo de su salvación daba paso a un infierno en vida porque Larsen resulta ser una bestia. El drama está servido, y servido como le gustaba a London: un ser fuera de sitio peleando con uñas y dientes (e ingenio) por la supervivencia.
Dicen que se trata de una de las mejores novelas de aventuras que se han escrito nunca, y es posible (a mí me parece que sí), aunque se trate en realidad de un pormenorizado estudio casi entomológico del alma contradictoria, salvaje y compleja de Wolf Larsen y, de paso, del alma de la ciudad de San Francisco… O de la de ese atribulado culo de mal asiento que fue, y será ya para siempre, Jack London, el gran creador del mito de San Francisco, su bahía y sus nieblas épicas.
El mejor puerto de la Costa Oeste, en cualquier caso. Y es que el mallorquín de Petra sabía lo que hacía.
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