Si hay un personaje a reivindicar entre los aficionados al cine policiaco autóctono, ése es sin duda Ignacio F. Iquino. El relato al uso de la historia de la pantalla patria, cuando pasa por él —a menudo no lo hace— le despacha con una breve noticia en la que se dice que fue tan irregular como prolífico. Casi nunca se detiene a detallar que Iquino —guionista, productor y realizador— fue el artífice del renacimiento del cine catalán en la posguerra. Y en la cartelera de aquella época hubo momentos en que sus producciones, puestas en marcha a través de Emisora Films, fueron la única alternativa a ese cine de la autarquía impulsado por CIFESA —“La antorcha de los éxitos”, rezaba su eslogan—, que se expresaba en comedias como El hombre que se quiso matar (Rafael Gil, 1942), Deliciosamente tontos (Juan de Orduña, 1942), Ella, él y sus millones (Juan de Orduña, 1943)…; sin olvidar los dramas criminales —El Clavo (Rafael Gil, 1944)—, y los históricos, mucho más recordados —Locura de amor (1948), Agustina de Aragón (1950), Alba de América (1951)—, todos ellos dirigidos por Orduña.
Ahora bien, aunque el cine estuviera al servicio del nuevo orden impuesto tras la guerra, no acabó de complacer a Franco. Cuando le pasaron en la sala de proyecciones del palacio de El Pardo Alba de América, la gran superproducción de CIFESA, al terminar la sesión no tuvo ningún reparo en afirmar que le había gustado más la de los americanos. Debía de referirse a La verdadera historia de Cristóbal Colón (David McDonald, 1949).
Lejos de cualquier tipo de rivalidad, era tanta la sintonía entre CIFESA e Iquino que la empresa valenciana fue la distribuidora de los primeros títulos de nuestro cineasta, incluso de los rodados antes del comienzo de la actividad de Emisora Films: Alma de Dios (1941), El difunto es un vivo (1941), Los ladrones somos gente honrada (1942)… Con posterioridad a su puesta en marcha, CIFESA distribuyó a Emisora films en las mismas condiciones que las producciones de la Columbia, cuya exclusiva tenía en España.
De modo que no es sobre las posibles diferencias entre La antorcha de los éxitos —una de las empresas modelo de aquella España pretérita— y la firma de Iquino —mucho más modesta— sobre lo que cumple llamar la atención. Lo que hay que hacer notar es cómo la historiografía al uso de la pantalla autóctona reconoce a Rafael Gil, Juan de Orduña o José Luis Sáenz de Heredia con toda la extensión que se merecen y, muy por el contrario, ningunea a Iquino, par de cualquiera de ellos en aquella época.
Emisora Films, la productora fundada en 1943 por el realizador catalán —hijo de un compositor y de una actriz, Ignacio F. Iquino nació en Valls, Tarragona, en 1910— alumbró el Spanish noir —ese impagable cine policiaco barcelonés del medio siglo— con Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950). Pero nuestro realizador ya había partido con Francisco Arisa Esparones, su cuñado y socio en aquella industria. Y sí que debía de haber rivalidad entre ellos: Iquino, con su nueva marca, IFI Producciones cinematográficas, respondió al filme de Salvador con Brigada Criminal (1950). Ambas películas, en verdad sobresalientes, tanto una como otra, constituyen el pórtico a ese primer noir autóctono que con tanto deleite descubren ahora los nuevos aficionados en las emisiones intempestivas de las televisiones más cinéfilas. Diez años atrás, el joven Iquino había vuelto a poner en marcha toda la industria cinematográfica barcelonesa en la posguerra con ¿Quién me compra un lío? (1940).
Durante el conflicto, la pantalla catalana en su conjunto —desde los estudios de rodaje hasta las salas de proyección— había sido colectivizada por los anarquistas. Lejos de lo que pueda imaginarse, aquello dio origen a uno de los capítulos más brillantes de la historia del cine militante. Naturalmente, más ninguneado por todo el mundo que la obra del propio Iquino. Porque, mientras que al realizador de Brigada Criminal se le ignora ahora, aquel cine puesto en marcha por el sindicato de espectáculos de la CNT durante la guerra, ha sido obviado desde siempre, no sólo por la historiografía franquista, también por la marxista y la republicana. Como es harto sabido, cada uno escribe la historia al gusto de quien le paga. Pero nadie, con un mínimo de objetividad y ponderación, debería hablar de Tierra de España (Joris Ivens, 1937) o Sierra de Teruel (André Malraux, 1940), los dos títulos señeros del cine comunista durante la guerra, e ignorar Aurora de Esperanza (Antonio Sau Olite, 1937) o Barrios bajos (Pedro Puche, 1937), dos cintas libertarias que dan la misma, cuando no más talla.
En cualquier caso, al caer el frente, todo se vino abajo. De aquel cine no quedó nada. Poco más que las copias de las cintas, salvadas por algunos militantes para las generaciones venideras. La industria fílmica barcelonesa estaba tan maltrecha en la inmediata posguerra que puede y debe decirse que Iquino puso la piedra angular sobre la que pivotó su renacer. La pasión que sentía por el cine le llevó a un estajanovismo ante el que no contaban todas las carencias con las que debían topar las filmaciones en unos tiempos en los que se pasaba hambre. Lejos de arredrarse ante los inconvenientes, antes, al contrario, para poder rodar con mayor independencia y rapidez —solo en 1942, además de la adaptación de Jardiel Poncela en Los ladrones somos gente honrada, dirige El pobre rico y La culpa— frente a los contratiempos y adversidades, en 1943 se asocia con su cuñado para la creación de Emisora.
Su primer objetivo fue la realización de películas “intranscendentes”, complementos para los programas dobles. Esa humildad, que caracteriza al Spanish noir desde sus mismos orígenes, llama aún más la atención frente a la pretenciosidad de todo el noir de nuestros días, con independencia del país y del formato, que quiso ser el crisol para la última crisis económica.
Como guionista, nuestro hombre adaptó al mismísimo Cornell Woolrich en El ojo de cristal (1956), cinta que también produjo y que fue dirigida con sumo acierto por Antonio Santillán. Su filmografía, próxima al centenar de películas, abarca desde dramas bélicos como Noche sin cielo (1947) —sobre un grupo de colonos españoles en Filipinas, internados en un campo de concentración japonés durante la guerra— hasta versiones cinematográficas de Antonio Buero Vallejo, como Historia de una escalera (1950). En fin, Ignacio F. Iquino fue un realizador notable, una referencia obligada en la crónica de la pantalla española.
El olvido que en la actualidad se le dispensa obedece al derrotero que tomó su filmografía en los años 60. Atento únicamente a la comercialidad, dejó de interesarle esa reproducción de la realidad, que le llevó a ser el heraldo del Spanish noir en Brigada Criminal, para empezar a darle al público lo que quería ver. Cuando se agotó el western mediterráneo —que cultivó en cintas como Oeste Nevada Joe (1965) o Cinco pistolas de Texas (1966)— se aplicó con ahínco en la comedia y el resto de los géneros más comerciales. A ojos de la crítica que le condenó, la decadencia más absoluta llegó en el destape, a veces trufado de quinqui, para terminar en la linde del porno.
Como poco, Ignacio F. Iquino merecería un puesto en la historia junto a Rafael Gil, que también puso fin a su filmografía sin más intereses que los comerciales. Pero Iquino ni siquiera goza de la simpatía que se dispensa a Jesús Franco. A mi juicio, de su centenar de películas, además de Brigada Criminal, son dignas del mayor de los encomios cintas como Camino cortado (1955), Buen viaje, Pablo (1959) o Juventud a la intemperie (1961). Todas ellas destacan entre lo mejor de ese Spanish noir prolongado hasta Atraco a las tres (José María Forqué, 1962), filme que pone fin a aquel primer y sobresaliente cine policiaco español, al ser su primera parodia. Sí señor, cualquier amante del Spanish noir sabe que Iquino tiene altura suficiente como para rehabilitarle entre aplausos.
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