Hace un par de veranos que me ronda la sospecha de que no sé hacer fotos. No me refiero a que me salgan mal, ojo; no va por ahí la cosa. De vez en cuando saco alguna decente. Me refiero a que no sé hacerlas de la manera en la que se hacen ahora.
Aquel día, cuando llegamos, nos extrañó encontrarnos con una larga fila que serpenteaba hasta el aparcamiento. Las últimas veces que habíamos venido no habíamos visto ninguna fila.
Avancé en paralelo a ellos, por curiosidad, esperando encontrarme con algún famoso que hubiera decidido ponerse a firmar autógrafos sobre la roca. Pero no. Solo había gente fotografiándose encima de una piedra.
Seguí sin entenderlo y me fijé mejor. Y lo que vi aquel día es lo que he seguido viendo desde entonces.
***
Cada vez que salgo de viaje, me cruzo con otros que, como yo, son extraños en tierra extraña y sacan su móvil para capturar instantes. Pero lo hacen de un modo diferente. Yo apunto con la cámara y hago la foto, procurando que sea una imagen diferente de cualquiera que pueda encontrar en internet. Y resulta que ya no se hace así. Ahora tiene que haber alguien delante. Siempre. No se considera normal hacer fotos a los monumentos, a los cuadros o a las estatuas si no hay alguien en primer término. Alguien que tenga una cuenta en una red social.
Ahora, la gente se turna. Primero tú me haces una foto a mí y luego te hago yo otra a ti. O catorce fotos en catorce posturas distintas. Pero en todas salgo solo yo o sales solo tú. Y luego ya, al acabar, podemos hacernos una juntos, para nosotros, pero no con la obra de arte al fondo. Esa ya la hemos hecho; la mía es para mi perfil y la tuya es para el tuyo.
Ya no se trata de quedarse con imágenes para el recuerdo sino de tomar posesión del lugar durante un instante. Los demás turistas tienen que esperar, porque este metro cuadrado de terreno desde el que se toma el mejor encuadre es ahora mío y de nadie más. Es mi momento y mi estatua. Búscate tú la tuya, que yo llevo aquí un buen rato esperando para cazar esta. Y no se te ocurra acercarte a mirarla, que te metes en la foto. Ahora solo existo yo en esta pequeña realidad que he construido, en la que parece que todo el museo está cerrado para mí. Porque yo soy tan importante como lo que tengo detrás. De hecho, lo importante soy yo. Lo de detrás es una mera demostración de que estoy aquí ahora. Es una prueba de que existo en este lugar y en este momento. Yo, que no estoy en mi casa, sino aquí. Lejos. Y me preocupa que lo sepan los que están lejos de mí.
Los que están cerca, esperando, que esperen. A estos no los conozco. Además, están fuera de la foto y lo que está fuera de la foto no existe.
***
Después llega el momento que más llama mi atención. El conquistador abandona el metro cuadrado para revisar la pantalla del móvil. Ahí está lo que hay que ver: en las capturas. Desliza el dedo rápidamente y las revisa. Todas. Durante un breve instante solo mira hacia abajo, quieto, expectante; la sonrisa que había construido se va borrando. Si alguien le habla, no responde. El tiempo se para.
El resultado de esta nueva forma de turismo es un conjunto de personas mirando hacia abajo en las inmediaciones de las obras de arte, de las plazas, de los miradores.
Turistas cabizbajos que regresan a un momento anterior y que apenas miran directamente a lo que tienen que mirar, sino que se aseguran de que aquello que hay que ver exista en sus pantallas y quede en ellas para siempre.
***
Es lo mismo que vi aquel día en El Escorial: la gente estaba empeñada en que en la foto apareciera la silla. Una roca. Les preocupaba más el lugar que el paisaje, porque el lugar era lo que demostraba, una vez más, que habían estado allí. Que habían logrado su conquista.
A mí lo que me interesaba eran las vistas, así que subí encima de otra piedra diferente; una que no era la piedra oficial. Estoy así de loco. Me coloqué al lado de los que me acompañaban y le pedimos a un extraño que nos hiciera una foto. Otra cosa que ya no hace nadie.
Después nos largamos, dejando a toda aquella gente haciendo cola en medio del campo. Volvimos al coche y bajamos a tomar un chocolate con churros al pueblo. Pero no hice una foto de los churros, así que es como si no me los hubiera comido.
Razón en todo tiene usted. Se intenta capturar un instante, muchos instantes, perdiendo vivir el instsnte. No se vive, se hacen instantáneas. No se ve, no se mira, no se observa, no se vive.
Y se hacen cientos o miles de ellas. Para luego, al regreso, machacar a familiares y amigos con interminables y torturantes sesiones de pases de fotos que ya a nadie interesan, con prolijas explicaciones de fulanito y menganita que aparecen en ellas, demostrando a todos ellos que se ha estado en ese lugar.
Este fenóneno universal es demostracióm palpable de la profunda estupidez humana. Luego… se vota lo que se vota, claro.