La cabeza de Francisco José de Goya y Lucientes ha dado mucho que hablar. Que hablar, escribir, imaginar, y hasta inspirar libros, largometrajes y documentales. No solo porque contuviera el cerebro privilegiado de un genio que revolucionó la pintura, sino también por un pequeño e inquietante detalle: tras la muerte del artista fue separada de su cuerpo. El hallazgo macabro se produjo en 1888, cuando al exhumar su cadáver del cementerio Le Chartreuse de Burdeos para trasladarlo a España se toparon con una doble sorpresa. La tumba contenía también otros restos, los del consuegro de Goya, Martín Miguel Goicoechea, y la calavera del pintor brillaba por su ausencia. Se dispararon las especulaciones y, aunque a día de hoy no existen datos fiables, la hipótesis más plausible es que fuera el trofeo de algún seguidor de la frenología, pseudociencia de moda a la sazón que pretendía vincular la forma del cráneo de cada individuo con los rasgos de su personalidad.
Con estos mimbres y una concienzuda documentación cuya mayor dificultad fue reproducir el trazado urbanístico de la ciudad de Burdeos hace un siglo, Alandes consigue una novela histórica canónica de largo recorrido cuya primera versión escribió en tiempo récord de cuatro meses porque es escritor de tipo maratoniano. Aunque la segunda trama se dilata quizá demasiado, se lee con gusto pese a su considerable peso y volumen. ¿Por qué los autores de novela histórica son propensos a los libros gordos? A veces pienso que es una reacción inconsciente para rentabilizar el tiempo que deben dedicar a documentarse sobre épocas pretéritas.
Alandes no pretende deslumbrar con su prosa pero la usa con eficacia para narrar una historia dinámica y entretenida en la que lo real e imaginario se entretejen hábilmente y la figura poderosa de Goya irradia un atractivo fulgor que le infunde calidez y humanidad. En estas páginas lo vemos ya anciano, con 82 años, sordo, casi ciego y achacoso, pero no vetusto, dueño todavía de una gran vitalidad, su vozarrón resuena por su casa —el edificio ocupado hoy por el Instituto Cervantes—, y con ganas de aprender. Alandes lo retrata en la intimidad de diversas escenas domésticas. Pintando en su taller contiguo al dormitorio con una balconada que da a la calle, sus broncas con Leocadia, su última amante, 40 años más joven que él y mujer de fuerte carácter. También su debilidad por Rosario, su presunta hija que tras su muerte parecía condenada a la miseria —su hijo Javier arrambló con toda la herencia—, pero que tras su regreso a Madrid se convirtió en una gran artista, por desgracia precozmente fallecida.
Los pasajes más logrados del libro son los diálogos entre el viejo artista y su joven guardián. Juntos recorren distintos parajes de la ciudad. Un circo ambulante en el que el pintor disfruta como un enano sin dejar de tomar apuntes de los monstruos de feria que aparecen, una ejecución pública, la chocolatería de Braulio Po, donde se congregan los Indocumentados, un grupo de exiliados liberales. La admiración de Diego hacia su cliente va en aumento a medida que crece la confianza y el buen rollo mutuo.
«El arte es una puta muy exigente», le confiesa Goya. «Te lo pide todo y te quita más de lo que te da. (…) Acabas viviendo más con los personajes que pintas que con las personas que te rodean (…) Cuando estoy creando para el mundo, el mundo me molesta…».
Cuando su escolta le pregunta cómo logra ver lo que nadie ve, Goya alude a su sordera: «Tu escuchas y ni siquiera lo valoras, lo ves como algo normal, un derecho, cuando en realidad es un privilegio. Escuchar es un privilegio, pero te deforma la realidad (…) Quítale el sonido al mundo, zagal, y verás la realidad».
Llegados a este punto el lector ya impaciente se hará la pregunta del millón: ¿Vamos a localizar de una puñetera vez, aunque sea en la ficción la condenada calavera? Solo diré que aprovechando los huecos del relato oficial Alandes aporta una explicación coherente y verosímil al enigma que, además humaniza la figura del pintor.
He seguido su trayectoria desde Las tres vidas del pintor de la luz (2019) un relato inspirado en Joaquín Sorolla pasando por Los guardianes del Prado (2022) y resulta evidente que en La última mirada de Goya ha desarrollado su músculo narrativo en ese entrenamiento arduo y solitario que es la forja de un novelista. Aunque, como escribe Eloy Tizón: «El entrenamiento literario no tiene utilidad. La escritura es una modalidad de entrenamiento que solo sirve para entrenar más».
En sus tres últimos títulos Alandes refleja su fascinación por el mundo del arte que, según dice, «conserva la historia de un pueblo y construye una memoria colectiva. Por eso me gusta acercarme a él de forma que nos haga recordar todo lo que nos aporta y nos mejora como personas». Con la firme voluntad de publicar una nueva historia cada dos años, ha iniciado ya la próxima que versa también sobre el arte pero en nuestro tiempo. Por fortuna, un campo abierto e inabarcable.
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Autor: Javier Alendes. Título: La última mirada de Goya. Editorial: Contraluz. Venta: Todostuslibros
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