Xavi Puig, cofundador y director del diario satírico El Mundo Today, se ha lanzado al ruedo narrativo y ha escrito su primera novela: La mejor persona. Un hombre sensible al que la sociedad ha ido dejando de lado encuentra el camino hacia la libertad interior, aunque en realidad está adentrándose en una oscura trama. Una de las apuestas de Temas de Hoy para este otoño.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de La mejor persona, de Xavi Puig (Temas de hoy).
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RE:
Natalya:
¿Cómo estoy? Deja que me ayude con una analogía: me encuentro orinando de pie en el retrete de un bar; de repente, se apaga la luz y me quedo a ciegas en un cubículo apestoso, pisando un charco y con los pantalones por los tobillos. Palpo la pared con una mano mientras agito la otra esperando que se active el sensor de movimiento, pero nada. Empiezo a sospechar que ese sensor no existe o, al menos, no funciona. Por algún motivo, quizá por los nervios, no encuentro el pomo de la puerta. Me subo los pantalones, dando ridículos saltos, y empujo la puerta con la espalda, pero nada se mueve. Pasan los minutos y mis ojos siguen sin acostumbrarse a la oscuridad. Me asalta entonces una convicción absurda: se ha ido la luz en todas partes. Se ha ido la luz en el mundo. Tengo la sensación de que no existe nada fuera de ese metro cuadrado en el que me he quedado atrapado y que es y será para siempre mi ataúd. Ya no recuerdo cuándo se apagó la luz en mi vida, si es que hubo luz alguna vez. Hace quince años entré a trabajar de grabador de datos en Jenkins & Co. y en sus oficinas sigo aún encerrado como el primer día. Me siento solo y ninguneado, todo me pesa y no puedo moverme para escapar, pues me paraliza una ceguera emocional que ya es parte de mi personalidad. No conecto con nadie y hago el ridículo una y otra vez en mis tentativas de interactuar con otros.
El mes pasado, mi jefa organizó una actividad de team building que consistía en una visita a un campo de paintball. El principal germen del mal ambiente laboral es, creo yo, la competitividad, porque lleva al individualismo, al recelo, al miedo a ser aplastado. Y para que haya buen rollo proponen que nos acribillemos unos a otros con bolas de pintura. De verdad que no lo entiendo, me parece abominable, pero no pude negarme a ir porque lo último que necesito es aislarme aún más. Así que fui y, una vez allí, en pleno combate, no sé qué me pasó por la cabeza que me puse a disparar a los miembros de mi propio equipo como si me hubiera vuelto loco. Gritaba con rabia, como poseído. Vacié el cargador en sus máscaras protectoras, apuntando a aquellos ojos como platos escondidos tras una fina lámina de plástico, ojos de conejo aturdido en mitad de una autopista. Me sentí como se sentiría Jackson Pollock (es un pintor) frente a una tela en blanco. Fui expulsado de la partida y me quedé sentado bajo un pino comiéndome un bocadillo de mortadela. ¿Por qué lo hice? Una forma de rebeldía, supongo. Y una muestra más de lo que te digo: no sé socializar.
El lunes siguiente me citó mi jefa en su despacho y me preguntó si estaba yendo a terapia, sugiriendo que debería ir. Con su bolígrafo de la empresa, apuntó un número de teléfono en un papel que lucía también el membrete de la compañía. La sugerencia era una orden, así que llevo varias semanas yendo a esa psicóloga.
Debo admitir que la doctora Toro parece una buena profesional porque no me pasa una. Es insistente, me hace trabajar la cabeza. Lo primero que me pidió fue que le hablara de mi infancia y de mis padres, cosa que yo pensaba que solo ocurría en las películas, que era un tópico. Pero no lo es. Y no negaré que mi infancia es un filón: empiezas a excavar en esa veta y no acabas nunca, aunque es cierto que encuentras de todo menos oro; mierda, la que quieras. Reconozco que se me da bien crear suspense, porque le dije: «Debería empezar contando cómo mi madre envenenó a mi padre». Ella se tensó al instante, como un hincha a punto de gritar un gol. Igual ha sido también tu reacción (no sé si sigues leyendo, discúlpame si me estoy alargando demasiado). El enunciado es un poco tramposo, no es que mi madre fuera una asesina. Se casó con una persona que en la convivencia diaria mostró su faceta iracunda, camuflada de manera conveniente durante el noviazgo. La mayor parte del tiempo era un individuo intratable, aunque en algunas ocasiones, movido por la culpabilidad, intentara compensarlo con regalos o invitaciones al cine. Imagino que por una cuestión de supervivencia, y porque a la pobre no se le ocurrió nada mejor que hacer, mi madre empezó a disolver pastillas en el café que le preparaba por las mañanas: calmantes que le facilitaba la farmacéutica del barrio, de quien siempre sospeché, aunque sin ninguna prueba (mi madre se quejaba constantemente de mi padre a quien tuviera a bien escucharla). Lo de las pastillas en el café lo supe años antes de que ocurriera el accidente y, a pesar de que mi padre murió sin enterarse, mi mayor miedo hasta entonces era que sorprendiera a mi madre con los calmantes en la mano y se liara una buena. Los escondía dentro de un bote de orégano, al fondo de un armario de la cocina. Yo sí la sorprendí con las manos en la masa. Tenía apenas doce años. Siempre he tenido fama de ser sigiloso. Muchas veces asustaba, sin pretenderlo, a mi hermana o a mi madre porque no me veían llegar y, como solía andar descalzo por la casa, tampoco oían mis pasos. «Eres como un gato», me decían. Ese día me había levantado de la cama a una hora inusual, alrededor de las seis de la mañana, y me planté en la cocina medio dormido. Ella se encontraba de espaldas a la puerta, en plena operación, confiada porque mi padre se estaba duchando. La observé callado y vi claramente cómo sacaba una pastilla de un bote del armario de las especias y la dejaba caer en la taza de café, la que siempre usaba mi padre, una con un escudo gastado del Real Madrid. Yo no sabía entonces que eran calmantes, pero comprendí que aquello no estaba bien, así que me fui antes de que me viera. Nunca le confesé que la había visto, y eso que siempre me intrigó aquel comportamiento. En más de una ocasión fantaseé con añadir una de aquellas pastillas a mi taza del ColaCao para ver qué me pasaba, si me crecía pelo en el pecho o barba como a mi padre. Guardé el secreto para protegerla, pues yo siempre estuve de su parte. Tenía muy claro quién era la víctima y quién el agresor en aquella casa, por mucho que yo respetara a mi padre. Al decir esto, la psicóloga me hizo algunas preguntas y la conversación (o, mejor dicho, el monólogo) se desvió un poco para acabar con la reflexión de que a lo largo de mi vida he sentido siempre una atracción malsana por la gente peligrosa. Cuanto más miedo me dan las personas, más las idolatro, y eso es algo que me afeaban tanto mi madre como mi hermana cuando tenía problemas en el colegio, que era casi siempre. Aunque la postura de la doctora es en teoría neutral, me quedó claro que ella culpa de esa tendencia a mi padre. Y ahí terminó la primera sesión.
Siento haberte apabullado con ese sartenazo de intimidades. Soy consciente de que lo normal es irse conociendo poco a poco, pero la comunicación por correo siempre es brusca, creo yo. Admito, además, que tengo cierta urgencia por mostrarme y por que tú también te muestres. Me siento solo, pero lucharé por contener mi hambre de amistad, pues sé que, de tanto quererla, me arriesgo a perderla.
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Autor: Xavi Puig. Título: La mejor persona. Editorial: Temas de Hoy. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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