A la altura de sus sueños
He contado alguna vez que tengo memoria de haber escrito mi primer texto medianamente literario en una tarde del verano de 1990. No era gran cosa, por lo poco que recuerdo: se trataba de una breve descripción de cuanto alcanzaba a ver desde la ventana del cuarto que acababa de estrenar en el piso de Gijón que se habían comprado mis abuelos y donde a partir de entonces íbamos a pasar mis padres y yo las vacaciones de verano. En la tarde del mismo día de nuestra llegada allí, salimos a dar un paseo por la ciudad, que acababa de consumar —pero eso lo fui averiguando mucho después— un extenuante proceso de demolición que había acabado con la mayoría de las que se consideraban sus industrias tradicionales y abría la antesala de un futuro que se presentaba cuajado de incertidumbres. Terminamos a orillas del mar, en un lugar que no se parecía a ningún otro que en el que yo hubiese estado nunca y que era —también supe esto años más tarde— el solar donde aún sobrevivían las ruinas de lo que hasta no mucho tiempo atrás habían sido los Astilleros del Cantábrico. Había naves medio derruidas, hangares desiertos en los que se habían instalado sillas y barras de bar, figuras de cartón piedra diseminadas por las esquinas. También unos cuantos señores de aspecto atrabiliario que de vez en cuando se paraban a hacer corrillos o se sentaban en una mesa dispuesta sobre una especie de escenario para ponerse a hablar de cara al público entre risotadas y algún que otro exabrupto. Yo iba de la mano de mi padre y él debió de notarme inquieto, porque en un momento dado se agachó hasta que su boca estuvo a la altura de mi oído y me susurró: «Son escritores». Fue mi primera incursión en la Semana Negra, y algo debí de ver en aquel lugar inhóspito porque uno de aquellos días, al regresar a casa, cogí la máquina de escribir eléctrica que mi progenitor había comprado poco antes, metí en ella un rollo y escribí aquellas líneas —no recuerdo que fueran muchas: cuatro o cinco, quizá seis— que imagino que acabarían en una papelera o en el cubo de la basura. De aquello han pasado treinta y tres años, unos pocos menos de los que tiene el festival, y son dos las décadas transcurridas desde el verano en que por primera vez estuve trabajando en sus tripas. Caigo en ello ahora que Ángel de la Calle —su director a lo largo de esta última década, después de que le cediera el testigo el ubicuo e hiperactivo Paco Ignacio Taibo II— ha decidido que sea yo quien pilote la nave cuyo timón él abandona para retirarse, merecidamente, a descansar. En el local donde la Semana tiene su sede hay unas estanterías donde se apilan ejemplares de los libros que el propio festival ha venido editando a lo largo de su historia, páginas y páginas acerca de los temas más variopintos que en algunos casos llegaron a sentar cátedra —en la última entrega de sus diarios, Chirbes elogia el que recopilaba textos de autores procedentes de la vieja RDA— y que yacen aquí como hitos inexcusables de una trayectoria a la que da vértigo asomarse y que ahora me tocará embridar a mí, tan alejado ya de aquel niño de 1990 que no sé si alcanzaré a alumbrar propósitos que rocen siquiera la altura de sus sueños.
Mar de octubre
Es el primer día de octubre y en la playa hay gente que toma el sol sobre la arena o se baña en un mar manso en el que nadan pececillos asombrados por los resplandores que aún perviven en su hábitat. No es el tumulto habitual en los momentos más bulliciosos del verano, ésos en los que la ciudad se hace invivible por sobrehabitada y lo más sensato es encerrarse en casa bajo siete llaves o huir del mundanal ruido en pos de algún reducto anclado en lo más árido de la llanura castellana, o quizá en las altitudes de algún monte inexpugnable, pero aun así es una estampa desacostumbrada, casi inaudita, en esta época del año. Hace falta mucha obcecación negacionista para permanecer impasible ante esta prolongación inopinada del verano que arroja temperaturas inverosímiles e incita a refugiarse del calor bajo las hospitalarias y aún frondosas copas de los árboles. Hay en la ciudad una aguerrida tradición que induce a algunos valientes a mantener sus baños cantábricos durante el noveno mes del calendario, ése en el que los atardeceres se ven acompañados de una premonición gélida y empieza uno a sopesar la pertinencia de echarse una manta encima al meterse en la cama. «Nueve baños en septiembre, ningún catarro en diciembre», dicen o decían quienes optaban por mantener el hábito, pero no ha habido este año osadía ni excentricidad en su costumbre, porque han sido pocos los días en los que parecía claudicar la temporada estival y han sido raras las mañanas en las que el sol no invitaba a remojarse al menos los pies en la orilla. Es una novedad que reconforta al principio e inquieta después, cuando se cae en la cuenta de que no hay nada de bueno en que la tierra desista de sus ritmos naturales y de que el verano precisa del invierno del mismo modo que la vida necesita de la muerte o la luz de la oscuridad. En eso consisten, al fin y al cabo, los ciclos naturales y, por extensión literal o metafórica, el orden general de las cosas: todo tiene que extinguirse y apagarse para renacer luego con más brío. El fulgor ininterrumpido, contra lo que pueda parecer, no es salvación, sino condena.
La noticia de Estocolmo
Nos hemos acostumbrado a que la noticia de Estocolmo, al menos en España, sirva no sólo para conocer la trayectoria de autores a los que por estos pagos se tiene poco o nada leídos —no sé si en todo el país habrá más de cinco mil personas que tuviesen noticia previa de Jon Fosse, estoy seguro de que ninguno de los libros que se han traducido aquí ha sobrepasado el millar de ejemplares vendidos—, pero también, y quizá sobre todo, para ponderar el importantísimo papel que las editoriales pequeñas e independientes juegan en eso que, de manera un tanto pomposa, denominamos el ecosistema literario. Si no fuera por ellas, no habría ahora mismo forma humana de acceder en español a ninguna de las obras del autor reconocido por la Academia Sueca —y no es la primera vez que ocurre—, y aunque no todo el monte sea orégano y la gloria lleve aparejada la penitencia —rara vez dan abasto a cubrir a tiempo una demanda que se multiplica de un día para otro y sin aviso previo—, es justo que al menos valga para ponderar su trabajo como descubridoras de talentos que posiblemente no sirvan para cuadrar balances contables, pero cuya excelencia les hace merecedoras de un reconocimiento que trascienda el que puedan tener en su país natal. Por más que no estuviera Fosse en mi quiniela particular, ésa que suele verse defraudada de manera casi inevitable —me habría gustado Salman Rushdie, me habría gustado César Aira, me habría gustado Lobo Antunes, me habrían gustado Vila-Matas o Muñoz Molina entre los españoles—, me alegra que al menos la bola que ha caído en Noruega sirva para que a un par de editoriales modestas y atrevidas de aquí les pueda ir algo mejor en los próximos meses para que sus responsables prosigan con su dedicación a ese oficio ingrato y peliagudo en el que abundan más los sinsabores que las alegrías y cuya relevancia es sin embargo crucial para que nuestra sociedad consolide y fortalezca su acervo cultural, esa cosa tan fundamental que a tan pocos nos importa.
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