Hace apenas un año, en otro lugar (Revista Quimera, 466), tuvimos ocasión de hablar por extenso sobre Los planetas fantasma, el último poemario de la poeta sevillana Rosa Berbel. Veníamos a decir que, aunque el concepto de generación literaria lo carga el diablo, o el estudioso o el crítico, no era menos cierta su utilidad categorial, ordenadora, vinculadora. Hablábamos de esa generación de mujeres nacidas a mediados de los 90, sobradamente formadas e informadas sobre la técnica de articular discursos (la mayoría, filólogas), y de la cual Berbel constituía, por la calidad de su obra y su éxito prematuro, una suerte de abanderada.
Mudanzas, por todo lo anterior, es difícilmente adscribible a un género literario. Dinámico, penetrado por desplazamientos que ocurren en el interior de la escritura, y que alcanzamos a pensar que recorren asimismo el cuerpo de la autora, emerge a la superficie húmedo de impresiones, tierno de membranas, adherido de placenta que tiembla y de azules de lo que fue pregunta en un origen y embarrada respuesta, sucia de duda y vida, al final.
Una pregunta que clama sordamente a lo largo del libro, especialmente en su primera parte, y que nos atrevemos a formular en su desnudez de síntoma: en una era líquida, hiperconectada, ultrainformada, estimulada hasta el paroxismo, ¿qué es un hogar?
La búsqueda de Inés Belmonte viene articulada en dos partes. La primera de ellas, La casa es un vestigio, constituida por 28 fragmentos, apuntes, aerolitos viene presidida, y no por azar, por una cita de Camila Sosa Villada: Las víboras venían a cambiar su piel en la galería de casa.
Las víboras cambian, pues, de piel, dejando restos de cuero escamoso que brillan bajo el sol, mientras el cuerpo vulnerable, liso se arrastra hacia otro lugar en busca de refugio. ¿No es acaso la escritura algo parecido, vestigios de un yo que ya no está y que deja esparcidos sobre la página restos de signos?
En el primer fragmento, los cuerpos mudados «se vuelven piscinas: cristalinos, desnutridos, agua adulterada y brillante». A partir del segundo, y en adelante, la víbora (la escritura) se adentra, como la joven Parca de Valéry, en el desierto apaisado de la página, del cuerpo: Y serpenteas esas vidas buscando las fisuras, los huecos sin latido, para colocar tímidos fragmentos de la tuya.
Si hay algo que aprendemos en el curso de los años es a distinguir entre casa y hogar. Ajenas paredes de alquiler donde rebota la mirada que no encuentra un dónde. Paredes donde la memoria no alcanza a proyectar hologramas felices de un pasado ni acuarelas fugaces de un ahora, porque: Las paredes de las casas de alquiler tampoco tienen ojos. Así que decides ir afuera de la casa a buscar otros ojos que te miren, que te vigilen con sus largas pestañas, antes de que sea tarde y / multipliques tu propia mirada hacia dentro y construyas paredes dentro / de paredes.
Alguno de los fragmentos toma forma de diario lírico donde la autora tantea la presencia de los otros en el mapa: J. F., en su primer día de visita, me suelta: «Esto se parece a un verano inglés». Pero no es cierto, J. F. Los veranos ingleses están preñados de acentos con fluctuaciones violentas del barítono al soprano de pajarillo, y se esconden las tripas de las merluzas detrás de los terruños de las bahías.
En una suerte de sofocado in crescendo, de rapsodia en voz baja, Belmonte cierra la primera de las partes con notas sombrías que serán preludio de la segunda, donde la enfermedad y sus geografías serán protagonistas: Hay un olor a muerte que no se me quita del cuerpo. Necesito descubrir ese espacio donde la violencia se desnuda y se vuelve valle.
La casa es una llaga, la segunda entrega, viene presidida por una cita de Marta Sanz sintética y esclarecedora: Arranca la época de las enfermedades mágicas.
Algo más breve que la anterior, los diecinueve fragmentos que la componen llega preñada de herida, dolor, somatizaciones imperfectas, fiebres, vísceras, sensaciones organizadas en una suerte de bestiario donde la enfermedad, rampante, proyecta sus garras de león y el miedo a perseverar en tal estado picotea el costado con la constancia de un buitre imaginario: Siento el dolor y busco la parábola. Noto una quemazón que va cociéndose lentamente y que a veces se desborda en pequeños charquitos de sangre. Luego percibo una garra que me ase los labios de la vulva e intenta desprenderlos. Siento el dolor, busco la parábola.
En el descanso que le concede esa lucidez excesiva atenta a la descripción del mínimo rumor que la enfermedad ocasiona en su cuarto (su cuerpo), la autora posiciona su ethos de eterna convaleciente: Para tener una enfermedad —sobre todo si es de naturaleza intensamente psicosomática— necesitas un cómplice.
Canto bestias, sentencia a lo Rimbaud en el fragmento décimo. Canto bestias heridas. Algunas de ellas han aprendido a rezar entre estas paredes, en el duodécimo. La presencia del poeta francés es detectable a lo largo de esta segunda parte de la obra, por la voluntad de describir intensos infiernos íntimos e intransferibles: Mis «microinfiernos» son dos: uno que habita en la boca del estómago, y otro / a los pies de la cama de mis padres.
Pero atención también al paso del fantasma de Sade en la minuciosa representación del cuerpo-teatro: Pero había una reina que tenía un reloj muy caro, ceñidísimo a la muñeca, y cuya aguja, cada vez que cumplía una hora, le atravesaba levemente la carne.
Si a propósito de la primera de las partes formulábamos la pregunta que lo recorría como ¿Qué es un hogar?, la que se desprende de la segunda podría venir resumida en ¿Qué es la enfermedad?, o también, quizá más ampliamente: ¿Qué es un cuerpo?
En el caso de determinada clase de enfermedades, la autora apunta a un fallo en la red ficcional que nos vincula y a la vez nos protege del mundo: Creo que conozco muchas, muchas mujeres a las que les ha dado más tiempo que a los hombres a crear redes ficcionales. Cantan historias: poseen arcos de entonación que se modulan siguiendo la estela de los arcos morales.
Puesto que no podemos huir del lenguaje, sirvámonos de él para dar cuenta del mundo mientras acariciamos su tejido, salvífico o letal, de brillantes escamas.
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Autora: Inés Belmonte Amorós. Título: Mudanzas. Editorial: Editores descabezados, Eolas & Menoslobos. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.
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