Gonzalo Giner publica Las ventanas del cielo (Planeta) una historia ambientada en el siglo xv. En esta novela Hugo de Covarrubias decide renunciar al destino que su padre, un mercader de lanas, le ha marcado. Una novela épica y de aventuras que se desarrolla en escenarios tan dispares como el desértico norte de África, la inexplorada Terranova y algunas de las más pujantes ciudades europeas de la época (Brujas, Lovaina o Burgos) y sus catedrales, en un tiempo en el cual sus viejas paredes se fueron abriendo para convertirse en auténticos sagrarios de cristal, ante los cuales los fieles creían sentirse a los pies de las ventanas del cielo.
A continuación, puedes leer las primeras páginas de Las ventanas del cielo, de Gonzalo Giner.
1
Burgos. Reino de Castilla. Mayo de 1474
Hugo y Damián se suponía que eran hermanos, se apellidaban Covarrubias y tenían la misma edad. Pero solo coincidían en eso.
La madre de Damián vivía, la de Hugo no.
Si a sus veinte años el primero sabía lo que quería hacer de su vida, el otro solo tenía claro lo que no iba a ser. Si Damián asentía, Hugo negaba. Si uno se apremiaba en cumplir lo que se le pedía, el otro se perdía en excusas.
Quizá por eso y desde hacía un tiempo su padre había tomado partido.
Nunca se lo había hecho saber, pero empezaba a ser evidente.
Don Fernando de Covarrubias era hombre de linaje y uno de los comerciantes de lana más importantes de Castilla. Además, desde hacía siete años era el prior de la Universidad de Mercaderes de Burgos, la institución gremial que agrupaba y protegía los intereses de un selecto grupo de comerciantes dedicados a la venta del preciado vellón. Sin embargo, en los últimos años, ni su apellido ni la prestigiosa posición comercial que se había ganado con el tiempo compensaban su cansancio y el mal estado de sus arcas, y justo por eso aquel año no podía ser uno más dentro de sus habituales citas con la feria de Medina del Campo. Necesitaba con urgencia nuevos clientes para sus lanas, pero también frenar la pérdida de los actuales, y centenares de ellos pisaban las calles y plazas de Medina durante los cincuenta días que duraba la feria. Unos venidos desde Flandes, otros de Francia, Inglaterra o Lombardía; la ciudad castellana se convertía en el principal enclave europeo para el comercio de lana, tejidos, créditos, artesanía, especias y libros. Pero no solo necesitaba clientes y más negocio…
Las campanas de la catedral de Burgos tocaban a misa cuando don Fernando cerró la ventana del palacio familiar situado frente al soberbio templo y miró a sus dos hijos, y supo que había llegado la hora.
—Llevo cuarenta años sin descansar un solo día. Me he dejado la piel por mantener nuestro apellido en el lugar que le corresponde dentro del mercado de las lanas y, pese a haberse debilitado en los últimos años, los rendimientos de nuestro negocio aún permiten que viváis de él. Pero, hijos míos, ahora que empiezo a ser mayor me gustaría dedicar más tiempo a las fundaciones, a ver si las viera terminadas antes de morir, y sobre todo quiero descansar. Además, nuestro negocio precisa cambios, algunos muy urgentes, y se han de tomar importantes decisiones. —Su mirada viajó de un hijo a otro. Inspiró una profunda bocanada de aire antes de continuar—: Os he procurado un buen hogar, alimento y una educación esmerada. Por esta casa han pasado los mejores maestros para enseñaros las reglas de la geometría, de la matemática o de la ciencia en general. Os obligué a aprender la lengua de los ingleses, después de haberos enseñado la que se habla en Brujas, y conocéis un poco de francés, lo suficiente para poder comerciar en el norte de Europa. Me habéis acompañado durante los tres últimos años a la feria de Medina para aprender a cerrar tratos y conocer a los cambistas. Y si hasta ahora no os he pedido que me ayudarais en el trabajo fue por no frenar vuestra formación. Pero ha llegado la hora de cambiar todo eso. Hoy poseéis los conocimientos necesarios para empezar a tomar las riendas de nuestro negocio.
—Somos conscientes de ello y os lo agradecemos, padre.
Damián parecía hablar por ambos, pero Hugo no tardó un solo segundo en murmurar su desacuerdo. Aunque la adusta reacción de aquel hijo afectó a don Fernando, prefirió continuar con su argumento.
—Ahora bien, vosotros sois dos, y solo uno ha de dirigir el barco. La empresa requiere un único timonel, pero ambos compartís apellido y, a mis ojos, idénticos derechos a convertiros en mi sucesor. Y de ahí viene el problema: ¿quién se lo merece más? —Se sentó ante la mesa donde despachaba los correos, cerró su libro de cuentas y suspiró con cierta pesadez—. Confieso que, si lo he pensado cien veces, he dudado otras tantas. Y como el asunto no es tarea fácil, he decidido que quien haya de sentarse en esta silla no solo tiene que estar preparado, sobre todo ha de quererlo… —Dirigió una mirada de inquietud a Hugo y le dedicó las siguientes palabras—. Tú nunca has demostrado demasiado interés por el negocio familiar, más bien lo contrario, pero no seré yo quien te aparte de él. Como acabo de decir, la decisión estará en vuestras manos. Y aquí viene la noticia: tendréis que mediros en una prueba. ¡Así quiero que sea!
Damián frunció el ceño sin ocultar cierta preocupación.
—¿A qué prueba os referís, padre?
—Una sencilla, pero de vital importancia. Hoy mismo saldréis hacia Medina del Campo juntos, pero en cuanto lleguéis a la feria competiréis entre vosotros por captar nuevos clientes. Necesito que pongáis todo vuestro empeño en ello; elegid bien entre los extranjeros, convencedlos de la calidad de los rebaños merinos con los que trabajamos y los criterios que seguimos para que así sea. Defended la forma de pago que tendrían con nosotros, y cuáles serían las condiciones de entrega y fechas. Me da igual el argumento que tengáis a bien utilizar. Todos pueden valer si con ellos recuperáis la confianza que probablemente un día tuvieron en nosotros o la ganaseis en los nuevos. Hecho eso, quien consiga más o aporte los de mayor enjundia en caso de empate habrá demostrado ser el mejor preparado para guiar la empresa de ahora en adelante. —Acompañó sus últimas palabras con una sonora palmada sobre la mesa—. ¿Qué otro encargo os puedo hacer sino alimentar con más clientes nuestro propio futuro?
Damián apretó los puños, se mordió el labio inferior y miró de reojo a su hermano con franco desdén, sintiéndose ya triunfador. Desde bien pequeño había ambicionado la predilección de aquel padre, que no lo era de sangre, y ahora nada ni nadie iba a impedir que lo consiguiera.
Hugo, por el contrario, se miró las puntas de los zapatos convencido de su derrota.
2
Feria de Medina del Campo. Reino de Castilla. Mayo de 1474
El puesto de brocados y pasamanería saltó por los aires al recibir el violento choque de un joven a la fuga, perseguido por dos alguaciles. Antes de aquel, en una calle anterior, otro puesto lleno de quesos y embutidos había sufrido idéntico percance, y uno más donde se realizaban los cobros, tan lleno de balanzas, libros de cuentas y dineros como de ilustres visitantes que terminaron protestando en el suelo.
No hacía ni diez minutos que aquellos dos veladores del orden público habían acudido a una de las posadas más famosas de la villa después de recibir aviso del desvergonzado comportamiento de un grupo de jóvenes. La denunciante había sido una bella dama oriunda de Brujas, intimidada por uno de ellos con evidentes signos de ebriedad. Sin su permiso, aquel muchacho había tomado asiento en su mesa, le había robado un beso en los labios y luego la había pellizcado en las nalgas, todo ello en un visto y no visto y, al parecer, como resultado de una apuesta. Ante la imposibilidad de dar captura al resto de los integrantes, pues salieron huyendo como alma que lleva el diablo, la precisa descripción del muchacho y la ira del marido habían dirigido la persecución exclusivamente hacia él, primero por las calles adyacentes y después por la plaza mayor, hasta reconocerlo frente a la iglesia de San Antolín.
La multitud que llenaba la plaza y las calles que se abrían a ella dificultaba la carrera del perseguido, pero también el éxito de los oficiales, que a voz en grito pedían ayuda a los presentes.
El joven embistió a una mula y al caer rodando por los suelos perdió un zapato, se rasgó la manga de su camisola y se hirió en un brazo, que rompió a sangrar. No se detuvo a mirarlo: volvió a tomar pie con cierta dificultad, recuperó fuerzas y sin perder un segundo más tomó la calle de la Rúa en dirección a la judería y los arrabales de la ciudad. Allí tenía buenos amigos y la posibilidad de esconderse en alguna de sus casas, o si no, entre la enrevesada trama de sus callejuelas. De camino se cruzó con una comitiva de músicos; no menos de veinte coches de caballos de noble factura y una cantidad semejante de carromatos cargados con las más variadas mercancías. Le pesaban las piernas y tenía la cabeza a punto de explotar, bajo el efecto de las seis frascas de vino que llevaba encima.
Al volverse para mirar le pareció que había ganado terreno.
Tomó aire y aceleró la carrera con la esperanza de perderlos de vista, pero se lo impidió una cerda de más de dieciséis arrobas. Iba sujeta por una cuerda a manos de su dueño, quien por efecto del derribo del animal se vio también arrastrado al suelo. El cuerpo del muchacho resbaló por encima de la marrana primero, y por la tierra después, unas cuantas brazas más, hasta terminar estampado contra un barril lleno de arenques en salmuera. De su interior, y a través del par de duelas que su cabeza había quebrado, brotó un pegajoso y oloroso zumo que en pocos segundos se extendió por su castaña cabellera, lo último que pudo sentir Hugo de Covarrubias antes de perder el conocimiento.
Las dos jornadas posteriores a su detención fueron muy duras para el fugitivo. Las frías piedras de una oscura celda del castillo de La Mota acogieron sus huesos, los frutos del exceso de vino y los interrogatorios a que se vio sometido hasta terminar confesando su nombre y apellido. A partir de entonces el trato mejoró, pero la espera se hizo eterna, sentado sobre el húmedo piso, sin nada que hacer salvo calcular el paso del tiempo gracias al ángulo que formaba la luz en el suelo tras atravesar un estrecho ventanuco enrejado, y pensar en todas las excusas que podía dar cuando llegase el momento. No encontró una sola que rebajase lo que le iba a tocar escuchar.
Al tercer día de su encierro, escuchó el ruido del cerrojo y vio el imponente perfil de su padre al otro lado de la reja de las mazmorras. Tragó saliva y se levantó.
—¡Hugo de Covarrubias! Eres hombre libre —proclamó el carcelero. Hugo cruzó el umbral y saludó a su padre sin mirarlo. Luego fue tras él, primero por un pasillo subterráneo y después por dos angostas escaleras, hasta que salieron a la luz de un gran patio donde los esperaba un coche de caballos.
Tomaron asiento uno frente al otro.
—¡Hueles a rayos…! —protestó don Fernando.
Hugo prefirió seguir callado.
El carruaje rodó por el irregular empedrado del castillo produciendo un incómodo bamboleo hasta que pudo dejar atrás sus murallas y ganar velocidad por otro camino de mejor trazado. A partir de ese instante, tan solo los continuos y profundos suspiros del progenitor y alguna que otra tos seca quebraron el silencio en el interior del coche. Hugo sabía que aquel trance no duraría mucho, pero también que, si le miraba de frente, iba a arrancar una conversación bastante poco apetecible. Optó por observar el exterior desde la ventanilla. De ese modo, uno distraído con el perfil de los primeros campos y el otro con un dedo tintineando sobre el tirador metálico de la puerta, siguieron sin hablar hasta que pasaron algo más de veinte minutos.
Un largo carraspeo adelantó las primeras palabras de don Fernando.
—¿Sabes quién era la mujer con la que te sobrepasaste?
—No tengo ni idea, padre.
—¿Te suena Edgar Hossner? —El tono de voz de don Fernando se volvió más ácido—. Pues resulta que su marido es, mejor dicho, era mi segundo mejor cliente en Brujas. El año pasado compró cuatrocientas sacas de lana y nos pagó por ellas ocho millones de maravedíes. —Los ojos verdes de Hugo no huyeron de su reprobadora mirada—. La prueba que os propuse consistía en hacer clientes… ¡No lo contrario!
—Pensad que quizá no quise ganarla.
Las aletas de la nariz de don Fernando se dilataron tanto que Hugo supo que a partir de ese momento venía lo peor.
—¡¡Hugo!! —bramó con todas sus fuerzas—. Pero ¿qué demonios te pasa, muchacho? A ver si me lo explicas porque no termino de entenderlo. ¿Tan poco te importa lo que representa nuestro apellido que solo se te ocurre desmerecerlo allá por donde pasan los mejores clientes que tenemos, nada menos que en la feria de Medina? Si acaso supiera qué otra cosa quieres hacer en la vida… ¡Pero ni eso! —Golpeó la portezuela enfadado—. ¿Qué te he hecho yo para que me pagues con esa indiferencia? ¡Dímelo, por favor! A ver si así llego a entender por qué cuando se te pide una cosa haces la contraria… ¡Alguna vez podías hacerlo al revés! ¿No te parece?
Se frotó las palmas de las manos sobre las rodillas pensando que llevaba demasiados años sin encontrar respuesta alguna a esas preguntas. Eso era lo que había elevado su indignación conforme el tono de voz iba en ascenso.
Hugo suspiró.
Bien sabía el daño que su actitud provocaba, pero también que su padre no terminaba de asumir lo que pensaba ni su forma de ser. Y si se había preguntado mil veces por qué, siempre llegaba a la misma conclusión: no se parecían en nada. Él era igual que su madre y no solo en sus rasgos. Compartía sus gustos, su carácter, su sensibilidad, y sobre todo un particular don que solo ella había descubierto y que después de su fallecimiento cayó en el olvido. Pero de aquello, de su muerte, habían pasado ya doce años y ahora la vida de Hugo era completamente distinta.
Su padre esperaba respuestas, pero en su interior bullían mil preguntas.
¿Podría entender que la raíz del problema se encontraba en la actitud que tenía hacia él? ¿Aceptaría la censura de su actual matrimonio con una mujer que había convertido su infancia en un auténtico calvario? ¿Lo haría, cuando aquella madrastra había llenado su niñez de desprecios, inquinas y desequilibrios en el trato dado a los dos hermanos, que en realidad lo eran solo por obra de esa segunda unión? ¿Reaccionaría ahora en contra de ella, como no lo vio hacer cuando le tachaba de débil e inútil cada vez que asomaba en su forma de ser la más mínima sensibilidad? ¿Se daría cuenta de que nunca estuvo con él cuando lo necesitó a su lado?
—Padre, si estáis dispuesto a escuchar lo que de verdad pienso, hoy lo haré sin subterfugios. —Tomó aire y reunió la suficiente determinación para expresarse con un inusual aplomo—. Odio que decidáis por mí. —Al ver el gesto de perplejidad de su padre, trató de explicarse mejor—: ¿Alguna vez os habéis molestado en saber qué quiero hacer? No, no me contestéis. Lo haré por vos: nunca. Por no hablar de esa pérfida mujer que tomasteis como esposa…
—¡Basta ya! No tengo por qué escuchar tantas majader…
—¡Padre! Os ruego que por una vez me permitáis explicarme. —Nunca se había atrevido a cortarle la palabra, pero tampoco antes había tomado la decisión de abrir su alma en canal como lo estaba haciendo—. Desde que esa mujer llegó a nuestra casa, su empeño no ha sido otro que rebajarme como hijo y ponerme en vuestra contra. —Tomó aire y trató de serenarse—. Entiendo vuestro empeño en meterme en el negocio de las lanas; es nuestra empresa, pero sabéis que no lo deseo. Me repele negociar con ellas, incluso verlas, y mucho más convertirme en un mercader… —sentenció, sin poner cuidado alguno en sus palabras—. Por eso no quise enfrentarme a vuestra prueba. Contad con Damián, a él le hará feliz; seguro que os entenderéis mucho mejor. Yo no valgo para eso, no… —Bajó la cabeza, afectado por sus propias conclusiones—. Todavía no sé lo que quiero hacer de mi vida, y os aseguro que no me resulta cómodo convivir con esa incertidumbre. Sin embargo, sí sé en qué no quiero convertirme.
Don Fernando no pudo aguantar más. Aquel acto de sinceridad estaba muy lejos del comportamiento que esperaba de su hijo. Ya estaba harto: harto de sus bobadas, harto de hacer lo posible e imposible para convertirlo en un hombre de bien, harto de sus desplantes, harto de discutir con su mujer para defenderlo, cuando Hugo rara vez apoyaba sus argumentos con hechos. Por eso, lo que acababa de escuchar no iba a modificar la decisión que había tomado en cuanto supo de su tropelía en Medina del Campo. De hecho, antes de su salida de Burgos había iniciado las primeras gestiones.
—¡Por supuesto que contaré con Damián! Está claro que solo él ha demostrado merecerlo. Y después de oír tal sarta de tonterías, la tarea que te iba a encomendar me parece aún más adecuada. Porque tú vas a ayudar, te guste o no. Como no sabes lo que quieres ni para qué sirves, me lo acabas de confesar, no me queda otro remedio que seguir decidiendo por ti. Y mi primera decisión es hacerte entender el verdadero significado de la palabra trabajar, algo que te he evitado hasta ahora. —Alzó el tono de voz—: Conocerás la empresa desde lo más bajo, empezando por las faenas de menor cualificación. En consecuencia, nada más llegar a casa vas a prepararte para emprender el viaje que todos los años hacen nuestras lanas: desde los lavaderos hasta el puerto. Tras ello, embarcarás hacia Brujas donde vas a disculparte personalmente con Edgar Hossner, sirva o no para mantenerlo como cliente. Solo de ese modo compensarás tu injustificable falta de compromiso con la familia, la deshonra de nuestro apellido y la barbaridad que has perpetrado.
Don Fernando era consciente de su dureza, pero deseaba remover por una vez la conciencia de su hijo. Aun así, las cinco siguientes palabras que surgieron de su boca quizá no fueran las más adecuadas. Antes de pronunciarlas inspiró una larga bocanada de aire, le miró a los ojos, tensó la mandíbula y enderezó la espalda.
—Hugo, eres… eres un fiasco.
Con el eco de aquella cruel conclusión rebotando en su cabeza el joven se sintió profundamente humillado.
—Si esa es la única valoración que tenéis de mí, descuidad que cumpliré cualquier tarea que me impongáis —replicó—. Pero no esperéis mucho más…
Recogido sobre sí mismo, sin la menor gana de seguir hablando, maduró lo que acababa de pasar. Por primera vez en su vida se había atrevido a exponer lo que sentía, sus dudas, su forma de pensar; o al menos había osado razonar los motivos que le llevaban a comportarse de forma diferente a lo que se esperaba de él. Había hecho el esfuerzo de abrir su corazón con la esperanza de ser comprendido, y nada de eso había pasado. De sobra sabía que nunca había destacado en nada, salvo en protestar, todo lo contrario de su hermanastro Damián, que siempre había sido el perfecto. Esa era la única verdad y parecía que nada que él hiciese podría cambiarla. A fin de cuentas, y como bien había escuchado, solo era un fiasco.
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Autor: Gonzalo Giner. Título: Las ventanas del cielo. Editorial: Planeta. Venta: Amazon y Casa del libro
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