Otro 18 de octubre, el de 1851, hace hoy 172 años, el destino alumbra una de sus ironías. En efecto, la novela que habrá de ser uno de los pilares sobre los que pivotará esa edad de oro de la literatura estadounidense: la que se escribió entre el romanticismo y el trascendentalismo durante una buena parte del siglo XIX —desde Nathaniel Hawthorne hasta Walt Whitman, por situarla entre dos de sus autores—, tiene su edición príncipe en una editorial inglesa. Sí señor, Moby Dick, la obra maestra de Herman Melville, la ficción en cuestión, llegó a las librerías londinenses tal día como hoy con la marca de Richard Bentley. La edición estadounidense —de un solo volumen dado a la estampación por Harper & Brothers, frente a los tres de la británica, pese a que en la norteamericana se incluían todos los pasajes censurados por Bentley— no se pondrá a la venta en Nueva York hasta el 14 de noviembre.
Quedémonos con ese maestro en Massachussets que fue Ismael antes de zarpar a bordo del Pequod y seguir un rumbo con tantos simbolismos y tantos parangones. Desde la astucia comercial de los balleneros de Nueva Inglaterra al Leviatán bíblico, desde Jonás —sobre quien versa el sermón del padre Mapple— a la lucha de Estados Unidos por ocupar un puesto en el mundo; desde las observaciones sobre la democracia hasta las dudas sobre el liderazgo… En fin, una expedición con tantas referencias que algunos han llegado a detectar en ella hasta alusiones al mito platónico de la Caverna. Y ya es decir considerando que desde la Odisea (siglo VIII a. e. c.), el poema atribuido a Homero, el mar, que a menudo simboliza al Universo entero, ha sido una fuente inagotable de inspiración literaria.
Esa ambigüedad, en la que se sitúa el relato desde su comienzo, que alcanza tanto a su compleja metafísica como a sus explicaciones sobre la sección del prepucio de los cetáceos, será el mejor caldo de cultivo para las múltiples interpretaciones que ofrece Moby Dick. Pero no se limita al fondo, también concernirá a la forma. Así, por momentos, la narración es lenta y filosófica. De ahí oscilará a la digresión didáctica sobre la pesca de la ballena, llegando incluso a la explicación pormenorizada de la sección del prepucio de estos animales, que la humanidad habría de seguir persiguiendo hasta poco menos que su exterminio, hasta épocas aún recientes. Si es que en verdad ha dejado de clavar en ellos sus arpones.
La expedición del Pequod tras Moby Dick, la ballena blanca que se llevó una pierna del capitán Ahab, hoy rozaría la incorrección política. Tampoco puede decirse que en su momento, hace 172 años, fuera una obra bien recibida. La crítica inglesa no le puso más que pegas. Una de las más curiosas, vistas desde nuestro siglo XXI, es la que aparece en la Gaceta Literaria de Londres y el Journal of Science and Art el 6 de diciembre de 1851: «El Sr. Melville no puede prescindir de los salvajes, por lo que hace que la mitad de sus dramatis personae sean indios, malayos y otras humanidades indómitas».
A casi todos los lectores británicos, que en las primeras semanas apenas son unos cientos, Moby Dick les parece “un libro extraño, que pretendió ser una novela; excéntrico, sin sentido, escandalosamente grandilocuente; tiene pasajes encantadores y vívidamente descriptivos» (ibidem). Aún falta mucho para que D. H. Lawrence defienda Moby Dick como “un gran libro, un grandísimo libro”. “El libro de mar más grande que se haya escrito jamás; llena el alma de religioso asombro”, escribirá. A partir de los años 20 del pasado siglo toda la crítica de todo el mundo se expresará en términos muy parecidos.
Para los más agudos, la auténtica protagonista de la novela, como su propio título indica, será la ballena. Aunque no faltarán quienes aseguren que el cetáceo objeto de la implacable persecución del capitán Ahab era un cachalote, como aquel que hundió el ballenero Essex, una de las tragedias que inspiró a Melville; otros —ya en épocas más recientes— sostendrán que Moby Dick puso fin al transcendentalismo. Para éstos, la vida y la muerte del capitán supondrán una crítica a la filosofía de la autosuficiencia de Ralp Waldo Emerson, el heraldo de aquel movimiento filosófico cultivado principalmente en Nueva Inglaterra. Esa Nueva Inglaterra, ese norte de los primeros colonos, que ha sido el ámbito por excelencia de esa gran literatura estadounidense. Un territorio casi mítico que con Moby Dick —aunque en cierto sentido aluda a las compañías balleneras de Nueva Inglaterra— comenzará a perder preponderancia en la misma que la ganará el océano —y el sur en la obra de Mark Twain a partir de los años 70—. Otro día como hoy, hace 172 la humanidad asistió a uno de su momentos estelares porque vio la luz una de sus grandes ficciones. Así se escribe la historia.
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