Nos hemos acostumbrados a los muertos en las guerras. Los aceptamos. Vemos sus imágenes —ancianos, adultos, jóvenes, niños, bebés— a todas horas sin pestañear. Nos enfadamos si son de nuestro bando y los ignoramos si son del contrario, convertidos en unos hooligans del dolor. Compartimos sus fotos en las redes sociales para reforzar nuestra ideología y atacar la de los demás. Les dotamos de valor: unos son injustificados, otros son necesarios. «Apretáis los gatillos para que disparen los demás, luego os echáis para atrás a observar», les recriminaba Bob Dylan a los fabricantes de armamento en su canción «Masters of War» —con la cual Julia San Miguel Martos arranca su novela Trece velas en la recámara (Poder elemental), una obra juvenil sobre la pesadilla bélica—, ahora nosotros nos comportamos como esos «señores de la guerra» atrincherados detrás de nuestros perfiles de Twitter, disparando y observando.
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—Usted escribe esta novela por una foto que ve un cartel de Amnistía Internacional. Cuéntenos cómo fue ese momento de alumbramiento de la idea del libro.
—La idea de la novela surge de esa imagen y también después de ver a mi hijo jugar a los videojuegos con sus amigos —fascinados por la violencia de lo bélico— y de escuchar en la radio a Diego Carcedo. Fue la suma de esas tres cosas. Esta fotografía me impresionó muchísimo: un niño vestido de militar con una metralleta y con la leyenda: «No está sucediendo aquí, pero está sucediendo ahora». Parece que todo eso está muy lejos, pero está más cerca de lo que parece. En la entrevista, Carcedo hablaba de su experiencia como reportero de guerra y de los niños soldados. Contaba la historia de uno de ellos, que había entrado con sus compañeros a un poblado donde violaron a las mujeres y a las niñas, y ese chico se enamoró de una de ellas y se casaron. Me pareció una historia preciosa y conmovedora; incluso de algo tan trágico puede surgir algo bonito. Después de observar a mi hijo, de ver el cartel de AI y de escuchar el relato de Diego Carcedo tuve la necesidad de hacer algo, de contar algo.
—Publicar una novela antibelicista en estos momentos es como gritar en el desierto.
—Sí. En realidad, esta novela lleva diez años escrita, aunque hasta ahora no ha sido publicada, pero las cosas no mejoran, sino que van a peor.
—¿Por qué ha pasado tanto tiempo hasta que has podido publicarla?
—Porque me presenté a un concurso, el I Certamen de Literatura Juvenil en Edebé México, y aunque la novela quedó finalista cuando la iban a publicar —teníamos el contrato a punto de firmar— cambiaron de equipo editorial, y los nuevos me exigían muchos cambios en el texto porque les resultaba demasiado fuerte. Yo no quería modificar el texto y esperé. En 2022 volví a ser finalista en otro concurso, el I Certamen Calíope de Novela Juvenil, y al final lo conseguí.
—¿Puede la educación, la cultura, ofrecer una alternativa a la resolución de conflictos que no sea la guerra?
—Claro. La cultura ofrece una alternativa, una reflexión, ayuda a la tolerancia, a la igualdad. La cultura nos permite abrir los ojos, pero la gente no quiere hacerlo.
—La novela arranca con la canción de Bob Dylan «Masters of War». ¿Esos maestros de la guerra a los que señalaba el premio Nobel, que fabrican y venden armamento, son igual de peligrosos que los que a través de narrativas, como la del juego de su libro, insisten en esa cultura de la violencia?
—Yo creía que uno de los factores más importantes de esa violencia eran los videojuegos de acción, pero después de escribir la novela y de estar buscando información veo que no. En el proceso de investigación me encontré con la tesis La banalización de la guerra en los videojuegos bélicos, de Alejandro González, que realiza un análisis tremendo y fascinante de todo este mundo del videojuego. Yo creía que los videojuegos eran uno de los problemas, pero ahora pienso que no lo son. Los videojuegos actúan un poco como los cuentos infantiles —los de antes—, que en el fondo ayudan a hacer esa reflexión entre realidad y ficción y bueno, y que te preparan también para saber qué es lo bueno y qué es lo malo. Los videojuegos funcionan como un catalizador de emociones y de aprendizaje para la vida. El verdadero problema es la industria armamentística con sus enormes ganancias en las guerras que salen en los medios de comunicación y en la que no.
—¿Por qué nos atrae la estética de la guerra?
—Porque nos han acostumbrado a que sea así, a que nos atraiga lo morboso, lo terrorífico. Mi abuela me contaba cuentos, y a mí los que me gustaban realmente era los violentos, en los que había sangre, relatos tremebundos que me resultaban fascinantes.
—En el cine, en la literatura, en muchas ocasiones la épica bélica prevalece sobre el horror. Esa versión edulcorada de la guerra, que ha consumido uno de sus personajes, le lleva a decir cuando descubre la crueldad de las batallas: «Y nosotros que pensábamos que íbamos a pasar un buen rato».
—Efectivamente. En el colegio —aunque ahora eso está cambiando— todo era una sucesión de batallas maravillosas sin una reflexión sobre lo que suponía tanta muerte. Y eso mismo lo hemos visto en la mayoría de las películas, aunque también hay un cine antibelicista, igual que hay una literatura que describe el horror de la guerra, como ocurre, por ejemplo, en La hora 25, de Constant Virgil Gheorghiu. El problema de la información que recibimos de la guerra es que son solo números, 500, 2.000, 3.000, pero no se personaliza, no sabemos qué hay detrás de cada víctima. Solo hay cifras, no hay corazón.
—Has mencionado La hora 25. ¿Qué libros han influido en tu obra?
—Johnny cogió su fusil. Aunque en realidad no he leído el libro de Dalton Trumbo. Pero la película me impactó muchísimo. Abrí los ojos y me pregunté qué nos están haciendo. ¿A qué nos están acostumbrando? Otra gran influencia fue un film que retrata el drama de los niños soldado, Diamantes de sangre. Aunque lo más importante, al margen de cine y literatura, para escribir este libro fue ser madre. Cuando tienes hijos, tu sensibilidad cambia, sientes miedo, entre el pánico por la intolerancia y por esas guerras que, como comentábamos antes, están más cerca de lo que parece.
—La novela es para jóvenes, pero también nos puede venir bien a los adultos.
—No comparto ese empeño de poner etiquetas a la literatura. No me gusta. Hay cuentos infantiles que son joyas que deberían leer los adultos y pasan desapercibidos, como si esa fuese una literatura menor. Y también ocurre al revés: hay jóvenes de catorce años con una gran madurez, que pueden leer perfectamente novelas de adultos. Tienes que decir que tu novela es juvenil porque sí, porque hay que meterla en esa categoría por los concursos, por las editoriales… Cuando era pequeña, en la biblioteca de mis tíos, que era maravillosa, no había ninguna división por públicos.
—Terminamos. ¿Nuevo proyecto de escritura?
—Ahora estoy acabando una novela que habla —metafóricamente— sobre la ablación femenina. Además, estoy colaborando en la adaptación teatral de una novela (Me enamoré de una máscara —sobre la vida del actor Lon Chaney—) de José Ramón Sánchez, que fue Premio Nacional de Ilustración y que se hizo muy popular dibujando en televisión.
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