Nadie ha contado jamás la Revolución Francesa como él lo hizo, a pie de calle, sorteando a los insurrectos, mezclándose entre en gentío. O en la propia Corte, sin miedo alguno, consolando a los reyes, que tenían sus días contados. Y, sin embargo, sus obras, que gozaron de un relativo éxito en España y muy buena acogida en Francia, apenas se citan hoy, y menos aún sus espléndidas Memorias de ultratumba, en donde Chateaubriand, es decir, François-René, Vizconde de Chateaubriand, en unas pocas páginas, como si fuera un hábil reportero del siglo XXI, al pie del cañón, sin temor a la guillotina ni a las enloquecidas hordas, da cuenta de uno de los sucesos con los que se derrumbó un mundo que parecía inamovible, para acceder así, por el camino del suplicio y de la sangre, a la modernidad. El propio Vizconde, en una de las páginas de sus Memorias, era consciente de que “el mundo no podrá cambiar de aspecto sin dolor”.
Sus Memorias de ultratumba aparecieron por entregas en La Presse de París entre 1848 y 1850, cuando ya había fallecido el escritor francés. De hecho, el título mismo de su obra obedece a su ferviente deseo de publicarla después de muerto, para evitar así las posibles represalias: “He preferido hablar desde el féretro: mi narración irá entonces acompañada de ese acento que tiene algo de sagrado, porque sale del sepulcro”.
Chateaubriand viajó a París para estar en primera fila, entre los privilegiados. Y en su camino hacia la capital francesa, por todos los pueblos que pasaba, pudo ver a los campesinos cómo detenían los carruajes en las aldeas, pidiendo el pasaporte e interrogando a los viajeros. Como sucede en todas las guerras. Ya en París, observa cómo la muchedumbre, confusa y en tropel, se agolpaba a las puertas de las panaderías; cómo los tenderos abandonaban sus mostradores para ir en busca de noticias. Lo que recuerda a ese otro testigo de su tiempo, Ortega y Gasset, que en La rebelión de las masas, creo recordar, a propósito del singular y endiablado espíritu de los españoles, asegura que, cuando tenemos hambre, lo primero que se nos ocurre es pegarles fuego a las panaderías.
Vio con sus propios ojos —y así, con esa crudeza, sin ahorrarse detalle alguno, lo expresa en sus Memorias— cómo el pueblo desempedraba las calles y se subía los cantos hasta el quinto piso para arrojarlos sobre los “satélites del tirano”. Observó, anonadado, los asaltos a las tiendas de los armeros, con el consiguiente robo de más de treinta mil fusiles. Y cómo la gente salía enfurecida a la calle con un pico, con cuchillos, garrotes, sables y pistolas en las manos.
Chateaubriand pudo comprobar el jolgorio de los “vencedores de la Bastilla”, que paseaban jaleando por las calles y por las plazas, escoltados por prostitutas que mostraban alegremente sus pechos. Aunque era amigo de los reyes, de nobles y aristócratas de viejo cuño, Chateaubriand gozaba de una gran popularidad, por lo que, no sin cierta ironía, lamenta en sus páginas el no haberse puesto al frente de la chusma porque hubiera gozado de una buena pensión de jubilación.
La Revolución Francesa, además de un acto histórico casi irrepetible, que figura en un lugar de honor en los libros de Historia, fue, asimismo, una especie de escaparate para los literatos más conocidos de la época, para los pintores más célebres, para los señores de la corte y los embajadores de Europa, que no daban crédito a lo que veían sus ojos. Chateaubriand, sin embargo, no pudo soportar tanta ordinariez. De ahí que, en sus Memorias de ultratumba, en las páginas dedicadas a la Revolución francesa, exclame: “¿Es así como entendéis la libertad? ¡Miserables!”
El propio Vizconde tuvo el tiempo y la frialdad suficientes para elegir un lugar para su descanso definitivo. Una tumba recia y solitaria sobre una elevada roca, frente al encrespado mar de Saint-Malo, donde, cada año, mucha gente la visita sin conocer ni haber leído jamás a este personaje.
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Estoy de acuerdo con que nadie contó la Revolución Francesa como lo hizo Chateaubriand, pero creo que Anatole France se le acercó con Les dieux ont soif.
La libertad nunca se entiende por quienes màs la nombran.