Trafalgar es un topónimo que sigue impreso en la memoria colectiva de tres naciones europeas merced del encarnizado combate que allí tuvo lugar el 21 de octubre de 1805 entre las escuadras francoespañola y británica. En esta obra colectiva, los países antes enfrentados se dan al fin la mano para unificar sus conocimientos respecto a aquel suceso y mostrar un único relato sobre el gran acontecimiento bélico del siglo XIX.
En Zenda ofrecemos un capítulo de Trafalgar. Una derrota gloriosa (Desperta Ferro), obra coordinada por Agustín Guimerá.
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EL DÍA DESPUÉS
Agustín Guimerá
No parece esto un sueño? ¿Lo creería nadie si no lo tocásemos
con las manos? Todos estamos aturdidos y confundidos, y este
país en la mayor consternación imaginable, y aun no vemos las
consecuencias de esta derrota inaudita, que son incalculables.Coronel Juan Creagh de Lacy al duque
del Infantado, 29 de octubre de 1805 [1]
EL CONTRAATAQUE DE LA ESCUADRA COMBINADA
Como ya se ha dicho, a las cinco de la tarde del 21 de octubre, el navío Príncipe de Asturias era el único buque insignia que no había caído en poder de los británicos. Sus colores se podían percibir entre el humo del combate. Aquel reclamo atrajo al navío francés Neptune, y los navíos españoles San Justo y San Leandro, salvando así al navío de Gravina. Media hora más tarde fue remolcado por una fragata francesa a Cádiz, seguido por estas embarcaciones.
El liderazgo del mayor general Escaño brilló en aquellas terribles circunstancias. Era el oficial de mayor graduación, debido a la captura, herida, muerte o retirada de los otros jefes. Convocó enseguida a los cuatro comandantes más antiguos a una junta, a bordo del Príncipe de Asturias, donde se acordó que saliesen a la mar los navíos que se pudiesen batir, para rescatar a los buques apresados o auxiliar a los desmantelados que se encontraban a la vista. Pero el viento roló hacia el SSE, muy fuerte y a rachas, que impidió no solo la salida sino también la restitución de aquellos comandantes a sus respectivos navíos, teniendo que pernoctar en el buque insignia. El 23 de octubre amaneció «celajoso, con horizontes aturbonados, viento NO calmoso». El navío francés Algésiras había arribado esa noche. Los comandantes regresaron entonces a sus buques y se hicieron a la vela 7 navíos: los buques españoles San Francisco de Asís, Montañés y Rayo; y, los franceses Pluton, Héros, Indomptable y Neptune. En esta salida se represaron pronto los buques más cercanos a Cádiz –los navíos españoles Santa Ana y Neptuno–, mientras que los 7 navíos y las 5 fragatas aliadas continuaban persiguiendo a los británicos que custodiaban otras presas.
La situación de la escuadra británica era también crítica, como nos cuenta Michael Duffy en su capítulo. Ante la salida sorpresiva de la división aliada, el vicealmirante Collingwood –que ahora mandaba la escuadra– formó una línea de batalla entre sus presas y el enemigo. Al final, los navíos aliados regresaron a Cádiz esa tarde. Mientras tanto, el viento había rolado de nuevo al Sur, con muy mal aspecto. La continuación del temporal, que impedía el remolque de las presas –con sus bodegas anegadas– y la presión hispanofrancesa obligaron al jefe británico a tomar medidas drásticas: «[…] todo esto retardaba las maniobras de remolque, y como continuaba el mal tiempo, me determiné destruir todos [los navíos apresados] que estaban más sotaventeados, cuya gente pudo ser recogida […] [ante] la probabilidad de que pudieran caer en manos del enemigo» (Collingwood a William Marsden, 24 de octubre).
Así fueron incendiados o abandonados a su suerte la mayor parte de las presas, tras evacuar a su gente y guardianes, salvo los heridos graves, que perecieron en aquella dramática situación. Entre ellos se incluyó aquel gigante de cuatro puentes, el Santísima Trinidad, en cuyo naufragio fue imposible salvar a 80 heridos graves, debido al corto tiempo que dispusieron para abandonar el buque. El testimonio del entonces alférez de fragata Joaquín Bacalán, embarcado en el navío San Agustín, constituye otro ejemplo de aquellas escenas desgarradoras, como se recoge en la carta a Francisco de Hoyos, del 8 de abril de 1850:
[…] quedaron a bordo más de 150 ingleses con dos oficiales y un guardia marina […] Aquella noche nos mantuvimos fondeados, y todo el mundo, ingleses y españoles que había capaces de ello, picando las bombas para sostenernos; mas, sin embargo, al amanecer [22 de octubre] teníamos ya el agua a media bodega […] a los tres o cuatro días pudieron venir dos navíos ingleses y fondear cerca de nuestro costado y enviar embarcaciones para salvar la gente y, verificado, se puso fuego al navío […] quedaron todos los muertos y con dolor sea dicho muchos heridos de los que estaban sin piernas ni brazos, que se les podía tener por muertos.
De las 17 presas del combate, los británicos solo pudieron remolcar 4 navíos a Gibraltar: Bahama, San Juan Nepomuceno, San Ildefonso y Swiftsure. Por su parte, el propio Escaño se lamentaba de que no se hubiesen podido rescatar más buques apresados en aquel contraataque, por diversos factores: la continuación del temporal; la ausencia de los 4 navíos de Dumanoir; y el mediocre entrenamiento de la marinería hispanofrancesa. Pero estoy de acuerdo con mi colega Rodríguez González en que la salida de esta división aliada, para enfrentarse otra vez a un enemigo que les había vencido de forma clamorosa, constituye una demostración de heroísmo y tenacidad en la historia naval de todos los tiempos [2].
NAUFRAGIOS DE LA ESCUADRA COMBINADA
Pero esta hazaña tuvo un final trágico. Al amanecer del 24 de octubre, el tiempo seguía teniendo un mal semblante y varios buques de esta división aliada y alguno represado habían naufragado: los navíos españoles San Francisco de Asís y Neptuno, varados en el Puerto de Santa María; los navíos San Justo y Rayo empujados contra las peñas y el navío Indomptable perdido en la roca del Diamante. En general, el naufragio de 14 navíos aliados en los días siguientes al combate se debió a un conjunto de razones. El temporal los empujaba a la costa, un rasgo típico del denominado «saco de Cádiz», que comprende la bahía y su entorno. Muchos de ellos estaban desarbolados y sin cables suficientes o anclas; y, salvo el navío español Neptuno, no disponían de bombas de achique modernas, de doble émbolo. A ello habría que añadir, en algunos casos, la inexperiencia de su marinería.
Los relatos de aquella tragedia son múltiples. Los navíos disparaban cañonazos, pidiendo un auxilio que no se les podía facilitar, debido al mal tiempo. Diez faluchos cañoneros y una lancha del Departamento de Marina de Cádiz corrieron un gran riesgo, ayudando a estas embarcaciones, suministrándoles anclas y cables, y rescatando heridos. Cuatro faluchos se perdieron, aunque se pudo salvar su gente, pero la lancha citada se perdió en un bajío y se ahogaron 11 hombres de su tripulación. En la costa, la tropa del Ejército y los paisanos hicieron lo imposible por salvar a las dotaciones de estos navíos. Un grupo de 17 franceses se había aproximado en dos balsas a Sancti Petri, pero el oleaje les impedía alcanzar la costa; la gente se metió entonces en el agua agarrados unos a otros, y los sacaron; solo 2 se ahogaron, pues –a pesar de las advertencias– se tiraron al mar, confiando en sus propias fuerzas. Por otra parte, la casi totalidad de la dotación del navío San Francisco de Asís fue rescatada mediante el envío de un barril con un cabo delgado a la playa para jalar una balsa improvisada. Para hacerse con el cabo un soldado se metió con su caballo en el mar, con riesgo de su vida. En el caso del navío español Neptuno, se tiró un cerdo vivo al agua, que nadó a tierra con un cabo ligero amarrado a su pernera. Este cabo sirvió para tirar de otra balsa, que permitió salvar a mucha gente. Incluso, un capitán de navío llegó a este navío en una falúa «donde, viendo en confusión los marineros que habían quedado en el buque, resueltos a arrojarse al mar, se mantuvo aquella noche a su bordo, conteniéndolos y alentándolos a la constancia», siendo rescatados al día siguiente (Joaquín Moreno a Manuel Godoy, 22 de noviembre de 1805). Por otra parte, dos barcas del capitán de puerto pudieron arrimarse al navío, sacando a los heridos, entre ellos a su comandante, Cayetano Valdés.
La situación de estos náufragos era lamentable: mojados, agotados y casi desnudos; sin haber comido ni bebido durante más de una jornada. Se les facilitaron mantas y se trasladaron a los hospitales, cuarteles o casas particulares, dependiendo de su estado. El testimonio de Pedro Martínez Santizo, síndico personero de El Puerto de Santa María es elocuente (16 de noviembre de 1805):
Yo veía a los vecinos cubrir con sus propias ropas, asear con sus mismas manos y recoger en sus casas y habitaciones los náufragos desvalidos, que se presentaban desnudos y sin abrigo, conducirlos sobre sus mismo hombros al lugar de su destino […] emplearse en la formación de hospitales, postular por las casas las camas para los enfermos, dedicarse a asistirlos en los hospitales hasta en los servicios más humildes, formarse en patrullas, llenos de religión y caridad, para el enterramiento de cadáveres, impetrar de sus convecinos los fondos necesarios para el auxilio de los enfermos y vestir a la marinería española, y aún a las señoras del pueblo atareadas en sus casas, cosiendo las ropas para cubrir la desnudez de los náufragos.
LA GUERRA Y EL TRATO HONORABLE DEL ENEMIGO
Ya se ha relatado en el capítulo de Michael Duffy la liberación llevada a cabo por el vicealmirante Collingwood de los heridos españoles, por razones políticas y de índole práctica. Este gesto fue correspondido de inmediato por el comandante general de Cádiz, Francisco María Solano Ortiz de Rozas, marqués de la Solana, liberando a las dotaciones británicas que estaban a bordo de los navíos rescatados o naufragados. Estas cortesías supusieron el intercambio final de todos los prisioneros por ambas partes. No fue el caso de los 5350 prisioneros franceses, que en su mayoría fueron retenidos por los británicos, aunque se intentó su libertad (correspondencia de salida de Godoy, 19 de noviembre de 1805).
Pero ahí no acabaron los gestos de caballerosidad entre los mandos británicos y españoles, propios de una guerra del Antiguo Régimen. La guerra no solo debía ser legítima y honorable, sino parecerla. En medio del temporal, Collingwood envió una falúa al navío apresado San Agustín, para interesarse por la salud de «su bizarro comandante» –según su propia expresión–, herido en el combate. Al final se le pudo convencer para que abandonara el buque y fue trasladado al nuevo navío insignia de Collingwood, el Dreadnought (alférez de fragata Joaquín Bacalán a Francisco de Hoyos, 8 de abril de 1850). Asimismo, Collingwood informó a Solana sobre la mejoría de las heridas del jefe de escuadra Baltasar Hidalgo de Cisneros, su prisionero, así como se interesó por la salud de los jefes españoles que se recuperaban de sus heridas en Cádiz, como Gravina, Escaño e Ignacio María de Álava. Por su parte, Solana se lamentó de la suerte del vicealmirante Nelson «cuya muerte he sabido con sumo sentimiento mío» (carta del 28 de octubre de 1805). Escaño cita también la pérdida de Nelson, añadiendo que «varios oficiales y capitanes de un nombre distinguido han tenido igual suerte» (carta a Godoy, del 5 de noviembre de 1805). Meses más tarde, correspondería a Collingwood dar el pésame a Solana por el fallecimiento de Gravina, «un hombre tan de bien como digno oficial» (carta de 19 de marzo de 1806). El vicealmirante británico se preocupó además de entregar los papeles personales del brigadier Cosme Damián Churruca, que fueron remitidos a su familia (Álava al secretario de Marina Francisco Gil y Lemus, 28 de octubre de 1806).
ANÁLISIS DEL COMBATE: LA PERSPECTIVA ESPAÑOLA DEL MOMENTO
Monaque, Rodríguez González y Duffy han llevado a cabo su propia interpretación del combate en los capítulos correspondientes. Sin embargo, considero interesante incluir aquí la opinión de uno de sus protagonistas más destacados: el citado Escaño, mayor general de la escuadra española y organizador del contraataque aliado el 23 de octubre. Corrobora lo dicho por estos autores sobre las terribles consecuencias de la virada de la escuadra combinada frente al enemigo, amén de la mala actuación de Dumanoir (Escaño a Enrique Macdonnell, 8 de septiembre de 1806):
Crea Vmd. que el poco viento apelotonó los navíos, y dejó claro en la línea que se formó el día 21, al estar mal formada ésta, el no tener la marinería la destreza que los enemigos para reparar averías, y el no haber maniobrado la vanguardia en sostén del centro, es la causa, en mi opinión, de la desventaja que tuvimos en el combate.
El propio Macdonnell fue categórico sobre la derrota de Trafalgar, brindada en bandeja de plata a los británicos (carta de Macdonnell a Escaño, 2 de septiembre de 1806):
[…] pero no lo han ganado los ingleses, se lo hemos dado […] aglomerados nuestros navíos, tapados unos por otros, jamás pudieron desplegar un fuego general y sostenerse recíprocamente para rechazar y sobrepujar la superioridad de tres contra uno, en que los ingleses atacaban la cantidad de puntos parciales que les presentábamos […] les hemos ganado en desaciertos.
Lo expuesto en este volumen nos hace pensar que el combate de Trafalgar constituyó una verdadera osadía aliada –agravada por los errores de Villeneuve–, si tenemos en cuenta las grandes carencias que tenían las marinas de España y Francia en 1805. La Royal Navy, exponente de un verdadero poder marítimo en 1805, contaba con una mejor organización, tecnología y táctica, animada, además, por el propósito de aniquilar a sus adversarios, a diferencia de estos, que solo pretendían vencer al enemigo.
Pero las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Escaño nos describe la táctica empleada por Nelson, atacando en columnas y a corta distancia: «la acción se limitó a combates sangrientos particulares a tiro de pistola, la mayor parte de ellos […] entre toda la armada enemiga y la mitad de la nuestra» (Escaño a Godoy, 23 de octubre de 1805). Sin embargo, Escaño siempre defendió el combate tradicional entre dos líneas de batalla, en donde un oponente podría vencer al otro, mediante su mayor capacidad de maniobra y potencia artillera. Para ello, puso el ejemplo de la buena actuación hispana ese mismo año de 1805, en la carta citada a Macdonnell:
[…] pero el combate del 22 de julio sobre Finisterre ¿no manifiesta lo que puede esperarse de esta Marina cuando logre ejercitarse en la mar las maniobras? El almirante Calder con una escuadra casi tan fuerte nos atacó para que no entrásemos en El Ferrol, donde debíamos reunirnos a otra escuadra; se da un combate con neblina, y a favor de ésta y la noche se retira, dejando el paso franco para nuestra entrada, después de habérsele perseguido.
UN FUTURO INCIERTO
El combate de Trafalgar fue el último gran enfrentamiento entre marinas europeas en la era de la navegación de la vela. En mi opinión, constituye un tema digno de estudiar en una academia naval de hoy sobre lo que no hay que hacer frente a un enemigo superior. Pero no fue un paseo triunfal británico. Ambos adversarios cometieron errores, aunque fueron mayores en el bando aliado. Desde un punto de vista estratégico, y siguiendo a Monaque y a González-Aller, se trató de un hecho de armas innecesario, un desastre anunciado –ante la ignorancia de Napoleón en los asuntos navales–, un sacrificio inútil, una brillante victoria táctica que aseguró la superioridad naval de Gran Bretaña hasta el final de las Guerras Napoleónicas. Sin embargo, el dominio continental siguió en manos del emperador francés hasta poco antes de Waterloo. Fue la lucha entre la ballena y el elefante.
Las espadas siguieron en alto después de 1805. Napoleón continuó invirtiendo en su Marina imperial, alcanzando el cénit de su financiación en 1812, con 213,5 millones de francos. La actividad de los arsenales siguió siendo muy importante. Entre otras medidas, lanzó un ambicioso programa de construcción naval, botando otros 20 navíos. Un gran número de ellos fueron construidos en Amberes. Su flota totalizaría así 64 navíos, una verdadera fleet in being o fuerza en presencia, que obligó a Gran Bretaña a realizar un costoso bloqueo de los puertos franceses. Sin embargo, la falta de marinería entrenada hizo que esta flota no supusiera una amenaza real al poder marítimo británico. Y aún más, las campañas de Rusia y España, así como las amenazas en las fronteras del imperio, detrajeron muchos recursos estatales: en 1815 las finanzas del Ejército sumaban nada menos que 673 millones de francos.
Por su parte, los gastos de la campaña y las pérdidas materiales de Trafalgar se absorbieron por la Real Hacienda hispana, mal que pesase. La Real Armada contaba todavía con 42 navíos y excelentes oficiales. En teoría, no todo estaba perdido. La derrota no impidió que las colonias americanas permanecieran leales a la monarquía española, como se demostró en el fracaso de las invasiones británicas de Montevideo y Buenos Aires en los años 1806-1807. El propio Escaño escribió incluso un plan de reforma de la Marina en 1807, toda una apuesta por la modernización del organismo naval, donde afirmaba lo siguiente:
Por más que sufra el noble orgullo militar, por más que nos cueste el conceder la superioridad a nuestros competidores, es preciso confesar que los ingleses son los maestros de la mar en todos sus ramos y de todas maneras, y que cuando se trata de asuntos de marina no debe hacerse otra cosa que imitarlos.
Un texto que no vio la luz hasta años más tarde, debido a la crisis política reinante en España, ya estudiada por La Parra en este volumen [3]. En realidad, faltó poder y voluntad por parte del gobierno de Godoy. Más aún, faltó tiempo: la invasión napoleónica de la península ibérica estaba a la vuelta de la esquina. Ante la necesidad de fuerzas que hicieran frente al invasor francés, las brigadas de artillería naval y los batallones de infantería de Marina se destinaron a tierra, tomando parte en distintos combates de la Guerra de la Independencia. Pero lo más grave fue la falta de numerario, que impidió el mantenimiento de aquellos espléndidos navíos, como los de tres puentes Príncipe de Asturias y Santa Ana, causando su ruina a corto plazo. Al final de este conflicto de seis años, la Real Armada se había reducido prácticamente a la nada.
TESTIMONIO DE ANTONIO ALCALÁ GALIANO, HIJO DEL COMANDANTE DEL NAVÍO BAHAMA, CA. 1860 [4]
[En la citada junta de la Escuadra Combinada, 8 de octubre de 1805, se decide no salir a la mar] Diónos mi padre noticia de lo sucedido y se apresuró nuestro viaje a Chiclana. Llévonos allá en el bote de su navío, y al separarse dijo que, pues era ya cosa determinada que no se hiciese la escuadra a la vela, volvería muy en breve. Así la separación entre nosotros, que iba a ser final, no fue acompañada de pena ni aun de cuidado […] [se entera de la salida de la escuadra y con algunos familiares vuelven a Cádiz el mismo 21 de octubre y visita a un amigo] cuando, entrando precipitado un amigo de los dos, dijo que era menester subir a la torre, porque había combate a la vista, según el vigía había indicado […] No consentía enterarse bien el estado de las cosas, a la distancia a que estaban los combatientes […] La tarde había sido serena, pero el horizonte estaba cargado de negras nubes y con señales de borrasca. Rompióse ésta con furioso ímpetu en el discurso de la noche, bramando a la vez el viento y el mar alterado […] [al amanecer] Fuíme hacia el paseo de la Alameda, lugar desde donde se descubre la boca y parte de la bahía, y largo espacio de mar hacia el Noroeste. Dióme en rostro un espectáculo terrible y lastimoso. Estaban anclados en paraje muy poco seguro, combatidos por la marejada y el viento, varios navíos, con señales evidentes de venir muy destrozados del combate […] [en los días siguientes se inicia la acogida de los supervivientes] las principales familias tenían personas puestas en el muelle, encargadas de traer a sus casas a los enfermos, ofreciéndoles buen hospedaje y todo linaje de esmerados y afectuosos socorros […] [Alcalá Galiano recoge a su madre en Chiclana y vuelven a Cádiz a los tres o cuatro días] Nunca olvidaré aquel viaje, ni de olvidar es, porque el espectáculo que presenciamos era de nada común horror, aun para indiferentes, y de imponderable espanto y pena para quienes tenían o juzgaban casi seguro tener parte principal en aquellas tragedias. Entre la isla de León [actual San Fernando] y Cádiz, al bajar, según costumbre, a la playa, se descubrían las olas altísimas rompiendo en la orilla, y mar adentro, negras y amenazadoras las nubes, y cubierto el suelo de destrozadas reliquias de buques, arrojadas a tierra por el empuje de las aguas y del viento, de modo que a cada paso embarazaban el tránsito del carruaje trozos de jarcias, de arboladuras, de cascos, todo hecho trizas por las balas, y de trecho en trecho algunos cadáveres en el estado doble horroroso que da llevar días de muerto.
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[1] Este capítulo se basa en la magnífica información de González-Aller Hierro, J. I., 2004: La campaña de Trafalgar (1804-1805). Corpus documental conservado en los archivos españoles, Madrid, Ministerio de Defensa, t. II, 1041-1359 y anexos 1-40.
[2] Rodríguez González, A., 2005: Trafalgar y el conflicto anglo-español del siglo XVIII, Madrid, Actas, 406.
[3] Escaño, A., 1820: Ideas del Excmo. Sr. D. Antonio de Escaño sobre un plan de reforma para la marina militar de España […] publícalas […] teniente de navío de la Armada Nacional, D. Manuel del Castillo y Castro, Cádiz, 7. Hay una copia en la Biblioteca del Museo Naval – Madrid, sign. 6064.
[4] N. del A.: La familia solo se enteró de la muerte del brigadier Alcalá Galiano el 30 o 31 de octubre, a través de un individuo que, embarcado en el navío Bahama, había sido liberado por los británicos.
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Autor: Agustín Guimerá (ed.) Título: Trafalgar. Una derrota gloriosa. Editorial: Desperta Ferro. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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