El folclore y el mito nacional son campo abonado para el terror. Lo saben bien en Estados Unidos y directores con ambición como Robert Eggers y La Bruja, David Bruckner con The Ritual o Ari Aster con Midsommar. Brujas, sacrificios y otros rituales arraigan en Estados Unidos, y esos son solo un puñado de recientes ejemplos. Pero ¿y qué hay en España? Paco Plaza renovó, primero con Rec y luego con esa obra de madurez que fue Verónica, la naturaleza de los muertos vivientes españoles. Y en esa proyección fantasmal profundiza en esta Hermana Muerte, precuela de la niña encantada de los 80 que lleva la acción a un convento justo después de la Guerra Civil, donde nos reencontramos con Sor Narcisa, la monja del colegio de Verónica, en sus tiempos más lozanos.
Son elementos que, por fin llegamos a ello, forman parte del atavismo de pata negra que cultiva Plaza, ya sea en los 40, los 80 o la década actual. Al igual que en La Monja y su secuela, horrores góticos de éxito de taquilla actual, Plaza, buen conocedor de los resortes del cine de terror en su acepción comercial, se mueve en los oscuros pasillos de un convento y chapotea con gusto en esa estética. Pero el ascético formato cuadrado de su película, la capacidad de moverse bajo un ardiente sol (o eclipse), así como muros de cal y árido desierto valenciano, indican que su obra también quiere deshacerse de esas ataduras del género.
Hermana Muerte presenta a Sor Narcisa (Aria Bedman) después de una visión pero antes de perder la vista tal y como la conocimos en Verónica. Lo que ocurre en la ajustada hora y media del film que estrena Netflix es más bien una búsqueda espiritual de una chica que, quizá teniendo pruebas como las tiene de la existencia de algo más, lucha por encontrar la fe. La Virgen María como fantasma, el velo como elemento de asfixia un punto sexual y Jesús en la cruz como artilugio vengador son algunos motivos de una película que va creciendo, encontrando su sentido, desde una aceptable mediocridad hasta una fenomenal última media hora en la que las piezas del puzzle encajan con éxito.
Plaza conoce los recursos del terror más básico y los utiliza con gusto. Pero su película significa en claroscuros visuales, haces de luz que rompen la oscuridad, porque su intención es ir siempre al plano de lo simbólico. Lo consigue mediante la imagen y sin lecciones de historia, sin críticas fáciles a lugares santos, aunque algo de ello tiene que haber en una película cuyas (valientes) revelaciones y giros finales, los que conducen al desenlace de la película, juegan con iconos culturales bien asumidos por la mayoría.
Los últimos 20 minutos no inventan la rueda pero en ellos Plaza rompe el espacio en un juego de espejos y de edición en el que, de alguna manera, se entretejen lo sobrenatural y lo aterradoramente real. Esos crímenes de la España negra amparados en lo político y, de paso, la todavía más rabiosamente actual noción del abuso se presentan al espectador sin ánimo aleccionador, tras la máscara (o el velo) de una película de género capaz de escapar de lo obvio, de abrazar los tópicos internacionales pero con capacidad de señalar con el dedo ciertas heridas particulares.
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