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De la virtud de la fabulación a lo lucrativo del engaño

De la virtud de la fabulación a lo lucrativo del engaño

De las diez o quince ciudades que recorrí en la primera mitad del año presentando mi novela hay una que siento especialmente cercana: Gijón. El descanso para la vista que supone contemplar el mar desde San Lorenzo, su gastronomía, generosa y honrada, y la afinidad que siempre he encontrado en su vida cultural hacen que desee, cada vez menos secretamente, ser adoptado por sus calles. Esta vez no fue diferente. Nuevos y viejos amigos me recibieron en la librería Toma 3, donde tuve de compañero de actuación a Victor Guillot, uno de esos periodistas a los que se les intuye el colmillo desde lejos. Noche redonda, una más en las costas asturianas.

De allí me llevé, por recomendación de sus libreros, El secreto de Joe Gould, un libro con el que no me había cruzado hasta entonces a pesar de que en 2022 se reeditó por su 50 aniversario. Su autor, Joseph Mitchell, fue un reportero clave para entender no sólo el carácter del New Yorker, donde recaló por varias décadas trazando perfiles de todo tipo de personajes, célebres y anónimos, sino también por ser el nexo entre la literatura de la Gran Depresión —Dos Passos, Saroyan, Steinbeck— con el nuevo periodismo que echó a andar a mediados de los 60. Los pioneros fuera de época casi nunca alcanzan la gloria.

Michell, que cuando fue reprendido por centrar su trabajo en los márgenes respondió: “la gente ordinaria es tan importante como usted, quien quiera que sea usted”, se topó a principios de los años 40 con un peculiar habitante del Greenwich Village, refugio por aquel entonces de arte y bohemia, llamado Joe Gould, un escritor desastrado, casi vagabundo, que vivía de dar sablazos y de la caridad de los diners, en los que componía su dieta a base de café, los restos de las cenas de otros y ketchup, producto que le fascinaba casi tanto como contar sus andanzas a quien atrapara del brazo. “Era como si tener dinero lo hiciese infeliz”, resumió el dueño del Vanguard.

"Gould se convirtió en una pequeña notoriedad, consiguiendo incluso algún mecenas y trazando una cierta amistad interesada con su descubridor"

Gould, metro sesenta, 45 kilos, al parecer provenía de una familia acomodada de Boston. Huyó de las comodidades de la clase media para vivir con los indios de Dakota del Norte y después probar fortuna como periodista en Nueva York, donde publicó algunos artículos, trazó amistades y se labró un nombre literario, hasta que en 1917 tomó una decisión que cambiaría su carrera: escribir Historia oral de nuestro tiempo, una obra tan gigantesca como inacabable que pretendía, partiendo de encuentros con los más variados tipos, recoger “el inconsciente de la ciudad y a través de él los que viven clandestinamente”.

El contexto, al menos, era el apropiado. Nueva York fue uno de los puertos refugio de la Europa que había huido primero del fascismo y después de la Guerra, convirtiéndose en un crisol de idiomas, periplos y los individuos más dispares. “Dice que una noche se pasó siete horas sentado en una bar de la Tercera Avenida escuchando a una anciana húngara, en un tiempo madama y traficante de drogas, hoy responsable de las sopas de un hospital ciudadano, contar la historia de su vida mientras bebía una cerveza tras otra”. Gould, con una caligrafía cuestionable, al parecer iba completando cuaderno tras cuaderno, que refugiaba, al carecer de domicilio fijo, allá donde pudiera.

"En ocasiones, las obras más interesantes son aquellas que nacen de la fabulación que alguien es capaz de hacer de su existencia"

Mitchell publicó su primer reportaje sobre Gould en 1942, titulándolo El profesor gaviota, por la afición del escritor a imitar a estas aves, con quien aseguraba podía comunicarse. Gould se convirtió en una pequeña notoriedad, consiguiendo incluso algún mecenas y trazando una cierta amistad interesada con su descubridor, a quien visitaba esporádicamente para recoger las cartas que le enviaban los lectores del New Yorker y, de paso, sacarle algunos dólares. La relación continuó con sus altibajos los siguientes quince años, hasta que el bohemio falleció en 1957, sin haber llegado a septuagenario.

Un tiempo después, en 1964, Mitchell volvió a publicar un segundo reportaje con el título que da nombre al libro, centrado en el enigma que rodeó la vida de este hombre: reunir los cuadernos desperdigados en los que supuestamente se hallaba Historia Oral, constituyéndose incluso una comisión para tal fin. El periodista, que conocía la resolución al acertijo, confesada por su protegido, decidió no contarla hasta que falleciera. En ocasiones, las obras más interesantes son aquellas que nacen de la fabulación que alguien es capaz de hacer de su existencia. “Señora” respondió Gould en una ocasión, “el deber del bohemio es hacer de sí mismo un espectáculo”.

El secreto de Joe Gould fue uno de los últimos trabajos que Mitchell llevó a las rotativas, ya que después de publicarlo entró en un mutismo creativo prácticamente hasta su jubilación. Siguió acudiendo a la redacción cada día y Harold Ross, director y fundador del The New Yorker, le pagó su nómina cada mes. Nadie pareció cuestionarse que pudiera ser de otra forma para una de las firmas que había contribuido a hacer de aquella revista lo que era. Tras el fallecimiento del periodista, en 1996, sus reportajes y perfiles se convirtieron en libros. Ya en nuestro siglo, un repaso pormenorizado a los mismos demostró que sus crónicas estaban plagadas de inexactitudes, también la que trazó sobre Gould.

"Hoy los periodistas saben que la mentira cotiza al alza en la atención de los algoritmos y los escritores conocen que más que la obra lo que vende es la comercialización de su personaje"

Tal y como sucedió con sus descendientes del nuevo periodismo —Wolf, Talese, Capote— la ficción literaria había arrinconado a la objetividad y las ganas por contar una buena historia habían adulterado los hechos. Aquellas invasiones bárbaras, aquellos reporteros que no exigían demasiado, tan sólo convertirse en estrellas, habían roto las fronteras entre el reportaje y la novela para no saber luego cómo regresar de aquel viaje. Puede que por eso, Mitchell no fuera capaz de publicar una sola palabra más. El periodista que había retratado al epítome del escritor sin obra, había construido la suya sobre las arenas movedizas de la invención.

A pesar de todo, tanto Gould como Mitchel fueron insustituibles y, ciertamente, sus trabajos sobresalientes. Uno por hacer de sí mismo el personaje que en el fondo resumía aquella Nueva York, aquel mundo de márgenes donde la excentricidad era la norma. El otro porque sus reportajes podían haber difuminado la separación entre literatura y periodismo, con la intención segura de engrandecerse, dando un resultado, sin embargo, más fiel a la realidad que el más objetivo de los textos. En ambos casos nunca hubo mentira porque la pretensión que animaba su trabajo nunca fue el engaño, sino tan sólo que todo lo que antecediera al punto final, en el papel y en la vida, fuera brillante.

Hoy los periodistas saben que la mentira cotiza al alza en la atención de los algoritmos y los escritores conocen que más que la obra lo que vende es la comercialización de su personaje. A casi nadie le importa lo que se ha escrito antes del punto final, tan sólo las cifras que obtiene en redes el titular publicado. No es sólo una cuestión de ética, ni de desprecio a la forma y el fondo, sino de que los mecanismos que el capitalismo del siglo XXI articula son capaces de hacer rentables el negocio periodístico y literario sin que importen las palabras. Por tanto, sobran el periodismo y la literatura. ¿Qué mejor manera de abaratar costes y reducir riesgos que vender contenedores eliminando el contenido?

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