La ópera prima de Suzette Celaya Aguilar, Premio Primera Novela 2023, tiene como trasfondo un acontecimiento real: las inundaciones de los pueblos mexicanos de Suaqui, Tepupa y Batuc en 1964. La historia muestra la huida y muerte de los vecinos, el racismo de las instancias gubernamentales, el poder de las mujeres para guardar el pasado, los intereses económicos en el sector de la construcción… En definitiva, una ficción que tiene demasiado de realidad.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de La tierra sobre tus huesos, de Suzette Celaya Aguilar (La Navaja Suiza).
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1
Mis paseos nocturnos me dejan ver que algunas familias ya empezaron a partir. Se marchan guarecidas por la noche, por la estridencia de los grillos, por los tecolotes y por alguna vaca que muge mientras observa la luna.
Primero fueron los Vara. A ellos los escolté hasta donde los esperaba un camión que pude escuchar, pero no ver. Esta noche son los Ortega. Un niño pequeño habla y luego calla de súbito. Quizá la palma de la mano de su madre es la que atrinchera sus palabras. Pero la voz infantil no es lo que los delata, sino el choque del metal de las ollas con las que cargan. A ellos ningún transporte parece esperarlos. Yo permanezco en el lindero hasta que los pasos enmudecen.
Saco mi espejo y lo apunto hacia donde escuché las voces. El cristal me devuelve un reflejo negro, inútil. Lo guardo de nuevo.
No sé qué pase con los que se van cuando ya no los veo ni los escucho. A veces creo que, en la noche, la oscuridad toma cuerpo y castiga a quienes se atreven a cruzar los confines del pueblo. Que esa oscuridad lanza a las familias al fondo de un precipicio y las hace añicos, dejando un arsenal de huesos sin reclamar.
Lo que sí sé es lo que sucede cuando una familia se va: amanece una casa vacía, una que en días se convierte en cadáver.
Yo he visto cómo el adobe se resquebraja y se plaga de grietas que simulan venas sin sangre, ríos sin caudal. Cómo el polvo se vuelve el único habitante y los techos se cuartean y las puertas azotan el suelo.
Más de una vez he presenciado cómo un temblor manso sacude los muros y estos caen a la tierra. Temblores pequeños que suceden por aquí y por allá, que unas veces se perciben y otras no.
Tal vez temblores que quieren volvernos escombro junto con las casas.
Sepultarnos.
Hacer de este paraje un cementerio inmenso.
Como si no fuera suficiente con la noticia de que el pueblo va a desaparecer, de que tenemos que partir. Cosa de un año, dijeron. Yo que prometí estar aquí hasta mi muerte.
Camino de regreso al pueblo, descalza, y una piedra me insulta la planta del pie. Quizá para hacerme ver que este machete oxidado que traigo en la mano no puede protegerme del todo. O para recordarme que esta noche desvié otra vez mi camino.
En lugar de ir a cuidar del cuerpo moribundo que me espera, camino hacia la casa de alguien más. Al llegar me asomo por la ventana y observo a quiénes ahí viven. No es la primera vez que lo hago, esto de ver cómo viven los otros. A veces apenas asomo un ojo; otras, los miro de lleno a través de cortinas casi transparentes que el viento me unta en el rostro y me vuelven un espanto. Nadie me ve, estoy segura. Ni siquiera cuando rasguño el machete contra el muro y escucho que dentro alguien asevera que «es una lechuza» o que «lo que sonó fue el viento».
Lo que sucede dentro de esta casa es parecido a lo de siempre, a lo que pasa en tantas otras. La mujer hace lo suyo: sirve, cuida, calla. El hombre ni siquiera la ronda. Tal vez está atrás, en el patio, sentado en una silla mirando al cielo. O en la cantina.
He de decir que hay noches en las que no veo una sola mujer al asomarme por las ventanas, y las imagino ordeñando las vacas, envueltas en la espesura de la madrugada, o bañándose en soledad en el río. Incluso las sitúo frente a las tumbas del cementerio, así como yo acostumbro a hacerlo.
Marcho de vuelta a mi casa arrastrando el machete, que con su peso deja un surco tras de mí. Atravieso la plaza solitaria. Aún cuelga del quiosco la lona de la fiesta del Año Nuevo:
FELIZ 6789
Al llegar a casa me apoyo sobre el marco de la ventana y observo el cuerpo de mi abuela agonizante imaginando que es la casa de alguien más. Como si fuera otra y no yo la que abandona por las noches a esa figura moribunda para perseguir a escondidas a quienes dejan el pueblo.
Veo que hay una cruz de palma a los pies de la cama. Me pregunto quién la lanzó. Subo mi mirada hacia el pecho de mi abuela, esa con quien comparto el nombre, y busco la respiración fatigosa. Por fin, el cuerpo está inmóvil.
*
Siempre traigo conmigo un espejo. Lo compré de niña para regalárselo a mi madre sabiendo que no podría entregárselo nunca, que jamás la vería reflejarse en él. Lo compré porque me di cuenta de que hay un día en el que los hijos obsequian regalos a sus madres y yo quise hacer lo mismo. Es ovalado y cabe en la palma de mi mano. En la parte trasera tiene un sol con ojos, nariz y boca. Su color plateado contrasta con mi piel oscura como tierra mojada. Es pesado.
Con el paso de los años comprobé su utilidad para reflejar las cosas tal y como son, sin los engaños que me provoco. Por eso siempre lo traigo conmigo. Porque a veces no creo en lo que veo.
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Autora: Suzette Celaya Aguilar. Título: La tierra sobre tus huesos. Editorial: La Navaja Suiza. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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