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Después de tantos años

Una historia de entonces

Siempre dice Lorenzo que las primeras novelas son las más interesantes porque en ellas está, de un modo o de otro, todo lo que habrá de venir después. Ahora que tengo en mis manos Los papeles de Admunsen —que fue la opera prima de Manuel Vázquez Montalbán y cuya existencia se desconoció hasta hace bien poco—, compruebo que se cumple en ella el veredicto de mi amigo, porque por sus páginas desfilan o se intuyen todas las preocupaciones, inquietudes y hasta soluciones literarias que el padre de Carvalho iría depurando a lo largo de una trayectoria que culminó de forma abrupta con su muerte repentina en el aeropuerto de Bangkok, hace ahora veinte años. No sabría decir, de hecho, si escribió algún otro texto en el que resulte tan sencillo identificarlo con el protagonista y narrador de éste, ese revolucionario fracasado recién salido de la cárcel que encuentra trabajo en una agencia publicitaria y sobrelleva como puede la contradicción de verse convertido en una pieza más del sistema al que pretendía combatir. Por mucho que la acción se ambiente en un país sin concretar del norte de Europa y se camuflen nombres propios y vicisitudes biográficas y generacionales, quedan pocas dudas de que esa primera narración larga fue la revancha particular que se tomó Montalbán contra una vida que en aquellos momentos distaba mucho de ser la que él habría deseado. Hay en algunas de sus páginas los mismos ecos doloridos que recorren los abundantes párrafos que a lo largo de las décadas dedicaría a los paisajes de su niñez, ésos que marcaron su personalidad y sus ideas a partir de las figuras que los habitaban y que en la mayoría de los casos no eran más que sombras de quienes una vez habían sido y ya no podrían ser. Hay una anécdota que siempre me ha parecido reveladora; una escena mínima, pero en absoluto banal, en la que tal vez se halle el germen de esa actitud en la que el desencanto se erigía en un filtro que sofocaba las fogosidades que pudieran devenir de la ideología. Sucedió cuando él era aún un niño y entretenía las horas de ocio jugando en la Plaça del Pedró, un rincón del barrio chino por el que procuro pasar en homenaje a su memoria siempre que ando por Barcelona y me dan una tregua los relojes. Una tarde, cuando bajaba las escaleras de su edificio —el número once del Carrer d’en Botella, junto a cuyo portal se exhibe hoy una placa que recuerda al escritor—, se tropezó en uno de los rellanos con un desconocido que se detuvo a contemplarlo con algo parecido a la curiosidad mientras él descendía los peldaños a toda prisa. Unas horas más tarde, cuando regresó a casa ya al atardecer, se encontró a aquel hombre en la pequeña sala de estar, hablando con su madre. Supo entonces que se trataba de su propio padre, que acababa de salir de la cárcel donde había estado preso desde que él era poco más que un recién nacido y del que no conservaba el menor recuerdo. Más de una vez me he preguntado si no es toda la obra de Vázquez Montalbán, en cierta manera, una persecución —tenaz, pero en el fondo, y bien lo sabía él, infructuosa— de esa memoria personal inevitablemente extraviada.

Terrores familiares

"Si la cuestión era incorporar la Casa de los Panero a la fiesta de los muertos, había opciones bastante mejores que ésta de travestir el edificio para convertir el patrimonio en carnavalada"

Me envía Noemi Sabugal una especie de manifiesto contra la decisión del Ayuntamiento de Astorga de convertir la Casa de los Panero en una especie de casa del terror —la expresión la empleó el propio concejal de Festejos en una rueda de prensa— con motivo de las celebraciones del Halloween. La noticia me asaltó ayer, mientras zascandileaba por Twitter, y llamó mi atención no tanto por la iniciativa en sí misma —por un lado, y tristemente, no resultan demasiado extrañas estas cosas en nuestros tiempos raros— como por un entrecomillado en el que el susodicho edil explicaba que el edificio acogerá a partir de ahora actividades «menos elitistas» que las que se celebraban habitualmente. Frecuenté bastante Astorga durante un periodo de mi vida, en el que justamente me ocupé de investigar asuntos relacionados con aquella estirpe a la que Neruda denominó «caterva infiel». Conocí bastante bien esa casa en la época en que aún era una ruina y sólo una vez la visité después de su trabajosa restauración, cuando Javier Mendoza me invitó a presentar con él allí un libro que publicó Bartleby y en el que reunía un texto suyo junto a unos cuantos inéditos de Michi Panero. No recuerdo que fuese aquél un acto muy elitista —más bien creo que nos salió diletante, quizá hasta desvergonzado—, ni lo tengan que ser por fuerza las convocatorias que se celebren en torno a la literatura o cualquier otra manifestación cultural —leo que también tenían lugar allí exposiciones y conciertos—, y hasta me parece peligroso que un representante público así lo pueda creer, porque pocas esperanzas arroja sobre su bagaje y sus intenciones. Puedo entender que se refiera a una programación en exceso academicista, lo cual se solventaría fácilmente planteando propuestas que puedan aglutinar el interés de públicos diversos sin tener que recurrir a la chabacanería y buscando un equilibrio que, en vez de excavar por enésima vez una trinchera en cuyos flancos se perpetúe esa falsa dicotomía entre lo culto y lo popular, acerque lo uno a lo otro. Si la cuestión era incorporar la Casa de los Panero a la fiesta de los muertos, había opciones bastante mejores que ésta de travestir el edificio para convertir el patrimonio en carnavalada. A bote pronto, se me ocurren una visita guiada nocturna —y quizá, teatralizada a partir de un guión inspirado en quienes fueron sus moradores y huéspedes— o una proyección, también en horas umbrías, de El desencanto y Después de tantos años, esas dos grandes películas que fueron documentales en su momento y que se podrían ver hoy precisamente como historias de terror, más teniendo en cuenta que ninguno de los personajes que las protagonizaron forman ya parte de este mundo.

El último Astérix

"Quiere la providencia que, justo antes de entrar en la consulta del dentista, me entere de que acaba de llegar a las librerías un nuevo álbum de Astérix, noticia que me alegra el ánimo"

Quiere la providencia que, justo antes de entrar en la consulta del dentista, me entere de que acaba de llegar a las librerías un nuevo álbum de Astérix, noticia que me alegra el ánimo y hace que la hora que paso postrado en el sillón resulte más liviana mientras pienso en el regalo que me haré una vez superado el trance. A lo largo de mi vida, en pocas cosas he podido depositar más confianzas que en la felicidad que me brindan las historietas del pequeño galo —incluso en la etapa, algo floja, en la que Uderzo se ocupó también de los guiones tras el fallecimiento de Goscinny—, y pocos refugios he encontrado tan acogedores como el que ofrecen esas viñetas donde el pasado se desmitifica por la vía de la parodia y sirve de coartada para explicar el mundo que habitamos. Si bien la serie corrió riesgo de desfallecer y alguna que otra vez incurrí en la tentación de pensar que quizá hubiera sido mejor darla por clausurada con Astérix en Bélgica, la etapa instaurada a partir de 2013, cuando Jean-Ives Ferry y Didier Conrad asumieron el testigo de los padres fundadores, ha vuelto a extraer oro de una veta que parecía agotada. No es Ferry quien firma el argumento de esta última entrega, sino Fabrice Caro, que urde en El lirio blanco una sátira amable y corrosiva —sólo Astérix hace que esa contradicción resulte lógica— en torno al llamado pensamiento positivo y sus estragos, un poco en la línea de lo que Goscinny hizo en La residencia de los dioses al profetizar los desastres que terminaría por causar la ludopatía inmobiliaria o cuando en Obélix y Compañía dio la voz de alarma sobre la voracidad capitalista. El personaje de Viciovirtus se une a esa saga de adversarios memorables de la que forman parte aquel oscuro sembrador de cizañas o el arquitecto rapaz que rivalizaba con el pobre Numerobis, y tanto el regreso a una Lutecia que se ha modernizado desde la anterior visita de los dos galos como el rol medio protagónico que adquiere Abraracurcix —igual que ocurriera en El escudo arverno o El combate de los jefes— recupera los mejores ecos de una época legendaria que, si un día se dio por amortizada, encuentra ahora merecida prolongación.

 

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Ricarrob
Ricarrob
1 año hace

Genial Asterix. Todavía no lo he leído pero seguro que disfruto como siempre. Siempre he dicho que estos tebeos (si, tebeos, empleemos nuestras propias denominaciones y no los anglicismos; comic, ¡qué horror!), merecían haber sido escritos en España.

Los galos realmente no tuvieron aldeas indestructibles. Sin embargo, nuestros cántabros y astures resistieron invencibles tanto a ronanos como a moros, con o sin pócimas energéticas. No les faltaron tampoco ni brujas ni druidas que prepararan un buen licor de arándanos. Lo que nos falta aquí es humor y mirarnos menos el ombligo para ver si somos especiales y lo tenemos cuadrado.

A ver si lo leo. Si, además es una crítica al pensamiento positivo tan en boga y tan unido al buenismo izquierdista, desestabilizador, deconstructor y posmoderno, voy a disfrutar doblemente. Reirnos de las ridículas poses positivistas puede ser terapéutico. Ademàs, al bardo pseudointelectual lo ponen siempre en su sitio, para no molestar.

Eso si, para vender pescado podrido ya tenemos aquí suficientes energúmenos.