Fabiano Massimi (Módena, 1977) es un hombre tranquilo de aspecto apacible, con pinta de profesor sustituto que desearías que se quedara para siempre. Estrecha la mano dando las gracias —grazie mille—–. En realidad ha entrado en la sala unos pocos minutos después. Llega recién comido, con el café en el cuerpo en un día de bufanda y chaquetón.
******
—¿Por qué los soldados obedecen al general?
—Porque es su trabajo y se convencen de todo esto, como todos nosotros nos convencemos de cosas que nos vienen bien o que no nos dan miedo. Todos los soldados pueden desobedecer a los generales. Todos los soldados tendrían que desobedecer de vez en cuando a los generales, pero esto desharía por completo la trama de la lealtad, así que nosotros preferimos estar dentro de esa trama.
—¿A quién le debía lealtad Nicholas Winton? Porque él, en realidad, iba a esquiar a Suiza, no tenía pensado ir a Checoslovaquia.
—La belleza y la maravilla de Nicholas Winton es que era un hombre que tenía que ser leal sólo consigo mismo. Era un hombre libre y lo ha demostrado en esta ocasión y en muchas más. Tenía un plan, tenía una reserva —que para nosotros es sagrada—, y la llamada que recibe de Martin Blake, una llamada angelical, cambia por completo su vida con un gesto pequeño que al final resultó ser un gesto enorme.
—En una entrevista con The Guardian, Winton declaró: «No fui heroico, porque nunca estuve en peligro». Realmente, ¿él era muy pequeño —humilde— en ese sentido?
—Sí, esto es así, pero en realidad no. Era algo típico en Nicholas Winton; dio muchas respuestas diferentes a esta pregunta. Decía que no era un héroe, porque había hecho lo que cualquier otro habría hecho. Pero no es cierto tampoco; Winton corría peligro, pues era un judío inglés en Praga y en muchas ocasiones se había cruzado con enemigos que eran también sus compatriotas ingleses. Estaba en una ciudad donde había un gobierno asustado porque el enemigo nazi estaba a las puertas del país. Era un enemigo que también llegaba para personas como él. Entonces la pregunta es: ¿por qué contesta así?
—¿Porque a lo mejor él sentía que era de verdad un hombre pequeño? En las páginas 247 y 249 Winton habla de la importancia que tuvieron Doreen Warriner y Trevor Chadwick. Además de Martin Blake, su amigo socialista.
—Lo que hizo Nicholas Winton nunca se podría definir como normal, pacífico, algo sereno y tranquilo. Y lo más extraordinario es que eso no se lo ha contado a nadie en toda su vida, ni siquiera a su mujer (Grete Gjelstrup). Estamos frente a un hombre extraordinario que, en todas sus facetas, quería de todas formas parecer normal. Todo lo contrario a nuestra forma de vivir, nuestro Zeitgeist, porque todos nosotros —casi todos— somos hombres normales que queremos vivir algo extraordinario, pero somos todos iguales porque nos han hecho con el mismo molde.
—Fueron siete viajes los que se hicieron para rescatar a los niños, pero hubo un octavo que no se llegó a realizar porque los nazis estaban llegando a la antigua Checoslovaquia. Al final, Winton estaba preocupado por cómo podría regresar a Londres.
—Sí. En esta novela hay tres grandes héroes: Nicholas Winton, Doreen Warriner y Trevor Chadwick. Los tres, en diferentes momentos, han luchado contra una máquina hecha para obstaculizar el bien. Cuando Doreen llega a Praga, en octubre de 1938, ella es el enemigo, porque son los ingleses precisamente los que le han dado a Adolf Hitler una parte del país. Por lo tanto, qué valor hay que tener para entrar como enemiga en Praga para intentar salvar a la gente de allí.
—De hecho, se sospecha de Doreen Warriner, porque podía ser una espía.
—Sí. Trevor, que es el hombre que concluye el viaje, quien pone físicamente a los niños en los trenes, es el que arriesga y el que lucha en contra de la Gestapo, con las SS, el que falsifica los títulos… Trabaja en una Praga que ya está invadida por los nazis y, por lo tanto, corre un peligro físico, no teórico. El riesgo que tenía era quedarse en el país y no poder salir.
—«Praga, una ciudad de paz no preparada para la guerra que se avecina», se lee en la página 103.
—El sacrificio de los Sudetes después del Pacto de Múnich, la cesión de esta parte de Checoslovaquia, se hizo por la paz. Precisamente, Neville Chamberlain regresó de Múnich a Londres agitando un papel, diciendo: «Aquí está la firma de Hitler». La pacificación que había conseguido se había hecho para evitar la guerra y todo el mundo lo creía. Bueno, querían creer que había paz. De hecho, cuando las familias empiezan a enviar a los niños a Inglaterra, todo el mundo pensaba que estaban locos; ellos tenían miedo a Hitler, pero el resto pensaba que él llegaría hasta el final, entrando en Checoslovaquia, pero cambiando algunos puestos de mando, dejando en paz a las mujeres y a los niños. Nadie creía que esto fuera a pasar. Pensaban que los padres que enviaban fuera a sus hijos eran unos locos cuando, en cambio, eran los únicos que tenían la razón.
—¿Quién se podía fiar de los nazis?
—Esa era la gran cuestión: nadie podía confiar en nadie, pero al final todo el mundo confió en los más peligrosos. Todos los grandes estadistas de esa época, antes de la Segunda Guerra Mundial, pensaban que Hitler iba a actuar bien, que iba a establecer un orden en Alemania, que es lo que buscaba la gente —realmente— de los demás países. Pero Hitler, en Mein Kampf, había escrito exactamente todo lo que iba a hacer y aun cuando iba haciéndolo la gente todavía no se lo creía, y que no iba a llegar más allá de lo que había prometido.
—Pero Hitler llegó igual.
—Sí. Por lo menos fue un político muy coherente.
—¿Con el fascismo sucede lo mismo que al cruzar la calle, que hay que mirar a izquierda y derecha?
—Absolutamente. Sin duda. Mi maestro, Umberto Eco, decía que el fascismo es universal, pero lo más espantoso del fascismo es que no tiene color: puede ser negro, puede ser rojo, puede ser azul… Pero no estamos acostumbrados a pensar que el fascismo puede tener varios colores. El problema es que la sociedad en la que vivimos ahora es una sociedad en la que es muy fácil que prolifere este tipo de pensamiento fascista.
—Por lo tanto, ¿el fascismo se adapta muy bien a las sociedades?
—Sí. Es como un virus que ataca al organismo y prospera. Pero mantiene la vida de este organismo porque es también su vida. Por lo tanto, es muy difícil eliminarlo. Un ejemplo es Italia, donde el fascismo duró veinte años.
—Me pregunto por qué usted, siendo de Módena, escribe sobre fascismos alemanes y no italianos.
—Estoy llegando a ello. He escrito dos libros de una serie: El Ángel de Múnich y Los demonios del Reich, y Los niños de Winton es una pausa que he hecho porque encontré esta historia y tenía que contarla. En el siguiente sigo la serie de los anteriores: habrá un comisario alemán y estará ambientada en la Italia fascista.
—El Ángel de Múnich gira alrededor de Geli Raubal, sobrina de Hitler. Y en Los niños de Winton está la figura de la Niña de la Sal. En este paralelismo entre las dos historias, ¿la inocencia de los niños, en este caso, es una contraposición del fascismo?
—No lo había pensado nunca, ahora que lo has comentado. Creo que el fascismo es un regreso a las pulsiones infantiles. El fascismo es hacer grupo, un equipo, estar todos juntos y ser unos «malotes». El fascismo es en realidad una demostración de fuerza que surge de una sensación de debilidad, por lo tanto tiene que pasar a través de la pérdida de la inocencia. La idea del totalitarismo es que el individuo no existe, sino el organismo, que es el que controla, mientras que el crecimiento, el paso hacia la vida adulta, acontece precisamente en el momento en el que nos individualizamos y nos convertimos en independientes, entonces maduramos. Digamos que los niños son inocentes y la palabra «inocencia» quiere decir «incapacidad de hacer mal», pero al mismo tiempo los niños también son crueles. Tenemos el ejemplo de la novela de William Golding El señor de las moscas, libro en el que se nos cuenta que los niños son puros e inocentes pero también muy crueles. En un cierto sentido, el fascismo es una ruta diferente que coge la infancia respecto a la madurez. Y creo que contraponer estos adultos crueles pero infantiles a unos niños inocentes que deben encontrar un modo de salvarse, usando armas diferentes respecto a las que usan los hombres, es el motivo por el que me fascinan estas historias. Es decir: ver cómo se puede ser infantil de formas diferentes dentro de la inocencia y de la crueldad.
—La Niña de la Sal sabía «muchas cosas sobre aquel mundo incomprensible en el que le había tocado vivir». Una de ellas es que no podía fiarse de nadie.
—Especialmente de los adultos, porque ellos son niños que hacen como que no lo son.
—Leí una entrevista en la que usted declaraba que «la democracia se está enfrentando a un momento desafiante a nivel mundial». ¿Por qué lo cree?
—Decía Winston Churchill que la democracia es la peor forma de gobierno que existe, aparte de todas las demás. Pero es muy antigua y creo que sobrevivirá. Recientemente escuché a un historiador que hablaba de la democracia hoy y decía algo que nunca había considerado y que me inquietó un poco: «Las grandes superpotencias mundiales, incluso en Estados Unidos, ven a la democracia como un obstáculo, algo que ralentiza». Cuando estas superpotencias mundiales consideran la democracia de esta manera, intentarán superar e incluso vaciarla, que es lo que está sucediendo hoy.
—¿Somos peores personas que nunca?
—Yo creo que somos las mejores personas realmente en esto. Hace poco falleció en Italia Sergio Staino, un gran periodista y viñetista italiano. Su viñeta más famosa es la de una niña que habla con su padre, al que le dice: «Papá, a menudo tengo la duda de que soy un poco estúpida». Y el padre le contesta: «Tranquila, que los verdaderos estúpidos nunca se plantean estas dudas». Yo creo que somos mejores, potencialmente, porque somos personas que nos preguntamos estas cosas —«¿somos peores personas que nunca?»—. Esta duda hace que trabajemos, provoca que nosotros busquemos siempre un parámetro, un ideal, y nos movamos en esa dirección. Y si nos alejamos de ella, medimos esa distancia. El problema, sin embargo, es que a menudo nos justificamos pensando que somos personas peores pero por culpa de la sociedad, por ejemplo. Es ahí donde somos peores personas y donde perdemos el gran valor. Lo que hemos aprendido a lo largo de los milenios es la conciencia, que era el primer precepto filosófico: conócete a ti mismo. Nosotros nos conocemos a nosotros mismos cada día más porque tenemos mucha información, muchos ejemplos, muchas narrativas, muchos casos sobre los que meditar… Pero en realidad tenemos algo que nunca ha tenido nadie en el pasado, que es esta conciencia de lo que somos.
—Y por tener conciencia de lo que somos, ¿nos da miedo saber cómo somos? O sea, ¿tememos mirarnos al espejo?
—Absolutamente, sí. Y aquí viene bien una cita de León Tolstói, un gran hombre que hizo un gran recorrido en su vida, llegando a ser incluso el maestro de Mahatma Gandhi, de la bondad hecha persona. Decía algo así: «Si quiero saber cómo soy, me miro a un espejo. Si quiero ver cómo soy por dentro, leo un libro». La literatura tiene este poder, esta responsabilidad y esta visión, de ponernos delante de un espejo. Realmente es fácil mirarnos para entender la estética, pero ser capaces de mirarnos al espejo y entender cómo somos por dentro es más difícil, porque hay mucho ruido y muchas excusas. Sin embargo, la literatura nos pone delante de lo que somos realmente, y a veces, claro, nos da miedo. Mi padre decía siempre que era mucho mejor mirar la cuenta del banco —sin miedo— para descubrir que no tenías ni un euro porque eso haría que tuviera energías para ayudar a encontrar una solución.
Los totalitarismos se nutren de quienes no quieren pensar por sí mismos, gente que no soporta la incomodidad de la duda, gente reacia a replanteos, gente que ve el mundo de manera reduccionista y maniquea (porque de este modo es más fácil: sabemos a quién aplaudir y a quién combatir). Es gente que rehuye la complejidad de este mundo, y necesita un líder, un conductor, que piense por ellos, que les evite el trabajosa tarea de reflexionar, estudiar y profundizar. Y de este modo esa gente delega su destino… a cambio de pan y circo. – «El miedo a la libertad» de Erich Fromm toca este tema: ser libre da miedo, porque debemos asumir la responsabilidad por nuestras decisiones; seguir a un «iluminado» nos libera de responsabilidad; solamente hay que aplaudir y acatar.
Hay un filme sobre Nicholas Winton, con el genial Anthony Hopkins. «One life». Y en él se recrea una escena real: Winton fue invitado a un programa de TV, y sentado junto al público se le revela que todo ese público está conformado por los niños que ha salvado (ya muy mayores; Winton tenía ya 102 años, creo). Todos lo aplauden y le agradecen. – https://www.youtube.com/watch?v=CZ7TChZ3HrQ