Dos mil años después, mientras su mozo de espadas, Carlos Montaño, le ata los machos con la delicadeza de una buena madre, Alejandro Talavante Rodríguez (Badajoz, 1987) responde en una habitación del hotel Palace de Madrid a la pregunta que un procurador romano le hizo a aquel Maestro revolucionario de Nazaret en los instantes previos a ser clavado en una cruz: “¿Qué es la verdad?”. El matador de toros contesta sin mediar palabra, sino estirando, conversando en la lengua de los murciélagos con su escudero mientras éste, más que vestirle, activa una metamorfosis similar a la que experimentaba Clark Kent mientras se convertía en Superman. La concentración que irradia el diestro genera electricidad estática. El silencio, solemne y salvaje, masajea a la vez que oprime.
La verdad existe, sí, y se materializa a contraluz en un torero ataviado de tabaco y oro, camisa blanca, corbatín, fajín y guante negros, en un escenario en el que sólo se oye cómo, a pocos metros, una cuadrilla de currelas desmonta las gradas del desfile del Doce de Octubre. Ante un bodegón compuesto por una botella de agua, otra de zumo, dos de vino tinto y un par de paquetes de Marlboro. La verdad es silenciosa y orgánica. La verdad, ¿quién carajo lo iba a decir?, se puede tocar. La verdad es lo contrario al ruido, a la foto manipulada en Instagram y al último -ismo patentado en el satánico supermercado neoliberal de las ideologías. La verdad, que no siempre es luminosa y que también duele, consiste en prepararse, física y mentalmente, para torear a un bicho de 595 kilos y a otro de 551. Y salir vivo.
—¿El reino de los toreros sigue siendo de este mundo?
—El toreo cada día me apasiona más —responde Talavante a Zenda—. Siempre me ha apasionado, he tenido la vocación desde niño. Y cada día me apasiona más por el marco que está rodeado: una sociedad en la que lo rápido y lo fácil de entender no tiene ningún tipo de contestación. Estás marcado en una sociedad en la que la ética propia y los valores que imprime el toreo son diferentes a los que estamos viviendo. Por eso es tan bonito: no es sólo la imagen del triunfo saliendo de la plaza. Son muchos momentos de soledad en los que te tienes que confrontar contigo mismo y con la responsabilidad que tienes ese día.
—En su opinión, los principales valores de la tauromaquia son…
—Para empezar, tienes que ser honesto contigo mismo. Si tienes miedo, tienes que reconocerlo para poder crecer, no tratar de evitarlo buscando excusas. Pienso que en el toreo cabe todo. Para mí, lo bonito del toreo no es todo lo que le rodea, que ya estéticamente lo hace muy rico, sino la esencia por la que creo que el toreo permanece aún siendo, como dice tanta gente, un espectáculo que no pega con la sociedad de ahora. Y esa esencia está en la verdad con la que uno se enfrenta a sí mismo, supera sus límites, es completamente honesto delante de un gran público. Como artista, hay muchas situaciones en las que puedes forzar algo, incluso un deportista, para conseguir un resultado final. Aquí, el resultado final no importa. Lo que importa es la esencia de cómo hagas las cosas. Cuando te enfrentas a un peligro tan grande, te muestras cómo realmente eres. El toro actúa como una especie de reflejo que te dice: “Oye, tienes miedo a esto, tienes este límite, este otro”. En ese reflejo se ve la capacidad del hombre, el arte o el sentimiento que tenga. Si ninguna de esas cualidades existe… es muy difícil que una persona delante de un peligro tan grande pueda impostar algo así.
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Es 12 de octubre de 2023. La Hispanidad se festeja en el Foro por la mañana con el desfile de las Fuerzas Armadas y, por la tarde, con una corrida de toros. Es la primera vez que Alejandro Talavante permite esto, que unos periodistas se adentren en su cuartel para contemplar y documentar un ritual trascendente e hipnótico. Zenda se lo debe a Javier Romero, compañero de Libertad Digital: “Está llamado, a partir de la próxima temporada, a liderar el escalafón y a pelear por el cetro de la tauromaquia. Es joven, está maduro y tiene capacidad para embrujar de nuevo a los aficionados”. En el ecosistema taurino madrileño hay mala follá, un runrún incómodo por un baile de corrales —cambio de ganadería— de última hora. Hace justo un año, el extremeño se dejó un toro vivo: es una de las peores cosas que le puede pasar a un torero.
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—Es terriblemente extraño compartir esos instantes con alguien que se va a jugar la vida.
—Me veías muy serio, ¿no? –Talavante se ríe.
–Parecía un guerrero de terracota de Xi’an: sus rasgos estaban como tallados en piedra. Hasta que se vistió.
—Son momentos de mucha tensión. Como dices, Jesús, te transformas: sales de la habitación con un superpoder. Y lo que uno desea es transformarse cuanto antes. En ese momento, cuando sales, no eres el mismo que, habitualmente, conoce todo el mundo: tu familia, la gente que te rodea… Sales con una manera de pensar muy diferente. Desde luego, un torero tiene que salir a la plaza con aires de dios.
—Con aires de un dios… que la puede diñar. Porque la lucha es a muerte.
—Pero es una lucha que, cuando tú la dominas completamente, se convierte en algo sutil y delicado. Como torero, buscas la mayor armonía y el mejor ritmo posible. Se reconoce al maestro porque, tanto en los movimientos como en cada paso que da, tiene una confianza en sí mismo y una suavidad que hace que los animales embistan mejor, que el toro se acople más al torero también, que eso sucede. Y se nota cuando toro y torero se encuentran en esa lucha, que no es una pelea, que no sabría explicarte bien qué es, pero que están en el mismo plano.
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Escribió Manuel Chaves Nogales en su fabuloso Juan Belmonte, matador de toros que el miedo hace que, el día que se torea, crece más la barba: “Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo, que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas”. Por ello, según nos cuenta la editora Olga Adeva, responsable de comunicación del diestro, Talavante “apura a vestirse para afeitarse”. No es supersticioso, si bien alguien agradece que ni Romero, ni Jeosm ni yo nos presentáramos vestidos de amarillo. Tampoco es muy creyente o, desde luego, “muy practicante”: sólo se refugia en la capilla para que el personal no le dé el coñazo. Adeva me sopla que le interesa el mundo del yoga, de los samuráis y que es lector del filósofo Víctor Gómez Pin.
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—Hablemos de libros, que a ver cómo, si no, justifico este reportaje.
—Nunca he sido un gran lector, aunque sí tengo cierta cultura de la historia de la literatura. Gracias a amigos que han escrito libros, me he animado mucho a descubrir obras como, por ejemplo, el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido, de Proust. Me las recomendó un amigo filósofo y te reconozco que no me he terminado las siete novelas.
–¿Qué tiene usted con los samuráis?
–Soy aficionado a la cultura japonesa antigua. Me considero una persona moderna, pero me gusta mucho lo tradicional, aunque suene contradictorio. Y gracias a las películas de Kurosawa o a las novelas de Yukio Mishima, que me las enseñó mi primer apoderado, la cultura japonesa me parece muy interesante, me interesa mucho. En realidad, toda la literatura que te aporte un punto de vista del mundo y una manera de estar en él es interesante.
–Recomiéndeme un libro de toros.
–El arte de birlibirloque, de José Bergamín. Me parece lo mejor que se ha escrito en cuestión de toros.
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Talavante se despide amabilísimo de nosotros y pone rumbo a Las Ventas con su cuadrilla en una furgoneta azul. Jeosm y Olga marchan a la plaza en taxi; Javi y yo, en moto. Lamentablemente, un coágulo de coches dinosáurico nos impide llegar a tiempo para ver, oír y contar lo que se cuece en el patio de cuadrillas, así que vamos directos a nuestras localidades. El fotógrafo de Villaverde se sitúa en el 9, a escasos metros de la infanta Elena. Los dos bigardos que le emparedan son escoltas de la hija del rey Juan Carlos. Algunos asistentes cotillean sobre la última acompañante del Chatarrero, que, contra todo pronóstico, repite. El 7 salta por palmas de tango y ondea pañuelos verdes rechazando el morlaco que debe lidiar Manuel Jesús Cid Salas, El Cid. “¡¡TORO, TORO!!”, claman. El Cid es un ídolo en la capital del Reino de España, pero en Las Ventas siempre brotan los peros. “Este no es el Manuel que conocemos”, se lamenta una señora. Talavante no brinda su primer toro. Un individuo grita “¡Viva España!” y la tropa, amén de no seguirle, le mira con recelo. Los del 7 gritan “olé” con ironía al diestro extremeño. Le sigue el mexicano Isaac Fonseca, quien se planta de rodillas en mitad de la plaza. Algún buen samaritano reparte agua y bocadillos. El Cid brinda su segundo toro al exfutbolista del Betis Joaquín. Un borracho: “¡¡¡QUE TE VOTE TXAPOTE!!!”. La gente le manda callar y le afea su poco respeto. Talavante ofrece su segundo toro al público. Navega en ese río inexplicable y cargado de verdad que nace con un “bieeen”, discurre por un “ole” y desemboca en un “¡¡OOOLEEE!!” regado de aplausos. Mata al toro, la gente pide la oreja, los que la tienen que dar no lo hacen. A Fonseca le coge su segundo toro, pero se reincorpora y, entre la gallardía y la temeridad, termina matando al animal. Y hasta luego, Lucas.
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Jeosm se pira al tercer toro. No aguanta, le supera ver cómo se comenta, se celebra o se abuchea la muerte o, más bien, la forma en la que se mata a un animal. Olga y Javi le dieron un brevísimo curso de tauromaquia antes de entrar en faena: que si el picador es el que mide la bravura del toro, que si el torero le enseña a embestir, etcétera. El fotógrafo de Zenda es antitaurino. No un antitaurino coñazo y exhibicionista, pero antitaurino, al fin y al cabo. Como una vez lo fue el Talavante adolescente.
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—Así que tuvo una especie de juventud antitaurina…
—Alguna vez sentí que me estaba dedicando a algo que iba en contra de lo que parecía moderno. Eso, cuando eres adolescente, te choca un poco. Sin embargo, siempre que he tenido alguna duda así o, vamos, cuando tuve una duda así, me fijaba en mis ídolos y, al conocerlos, me daba cuenta de que eran las personas más modernas que pudiera haber en cualquier ámbito artístico, cultural o deportivo.
—Zabala de la Serna me explicó que “una de las actividades más ecológicas que existen explicadas desde el campo es la tauromaquia”.
—Fíjate en los toros, en esos animales tan cuidados, tan lustrosos. Están en todo su apogeo, en todo su poder. La tauromaquia no es un espectáculo en el que entres y veas animales que digas: “Joder, esto no está cuidao”. El primero que protesta es el propio público si ve que el toro no tiene la sanidad y el cuidado de un animal de superlujo. Por eso la ganadería brava es tan importante. En muy pocos casos se le saca rentabilidad a todo lo que se invierte en el campo bravo español. Bueno, en el español, en el francés, en el mexicano o en el colombiano: hay muchos países que se dedican a la cría del toro bravo.
—Para finalizar, Alejandro, ¿qué le diría a un antitaurino?
—Tengo muchos amigos antitaurinos. Es paradójico: me entiendo mejor con quienes nunca han demostrado interés en mi profesión. Sé que conecto porque aunque parece que la sociedad huye de la muerte o de cosas tan crudas y tan reales, dentro de todos está ese sentido de responsabilidad de confrontarnos a ella. Tengo muchos amigos que al principio eran antitaurinos, nos tomamos una cerveza, nos pusimos a hablar de unas cosas, coincidimos en otras y pudimos hablar después de los toros. Y desde un punto de vista diferente: a veces, el toreo se explica desde un marco de muchos tópicos, cuando creo que es un arte muy libre en el que cada uno se expresa como es y como siente. Luego, gusta o no. Algunos se han quedado jodidos: después de venir a mi finca y ver un tentadero en directo, sospechan que existan pocas cosas tan de verdad y tan auténticas como el toreo.
Hace años, un compañero de trabajo me dio un par de entradas para los toros porque por un asunto de última hora él no podía ir. Así que aquella fue la única vez que entré en una plaza, y mi reacción fue muy parecida a la del fotógrafo: lo que antes consideraba desagradable al verlo en televisión, en aquel rato interminable me pareció un espectáculo ridículo, absurdo, cruel y cobarde.
Brillante.