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En la guerra solo hay vencidos y vencidos

En la guerra solo hay vencidos y vencidos

En la guerra no existen vencidos y vencedores, sino vencidos y vencidos. Eso es algo que aprendió cuando lo conoció a él, a un hombre que se jactaba de haberlo ganado todo, de haber sometido a un pueblo gracias a sus artimañas. Pero no, él no era un vencedor. Él acabó siendo un náufrago, un hombre perdido por tierras desconocidas, un aventurero, tal vez. Un hombre que buscaba su casa y su hogar y había abandonado aquella ciudad que tanto le había costado conquistar. No, en la guerra no hay vencidos y vencedores, solo hay vencidos y vencidos. Solo hay destrucción, y la destrucción engendra más destrucción. Unos ganan un poquito de terreno que se desintegra con el tiempo y otros se tiran al mar buscando nuevas tierras, buscando una patria o la suya propia, después de tanto tiempo lejos de un lugar que se pueda llamar hogar. Sí, la gente muere, las pérdidas son más que las ganancias, cosas que no se reemplazan… como la vida.

Estas enseñanzas la han rondado desde que una noche, siendo apenas una niña, tuvo un sueño.

—No suelo acordarme de los sueños, pero el de esta noche me ha parecido tan real —dice Nausícaa, desperezándose.

—¿Qué has soñado? —la esclava acaba de entrar en la habitación con una jarra de agua y una palangana para el baño matutino.

—¿Te puedes creer? Estaba en el gineceo trabajando en el telar, cuando la hija de Dimante ha entrado en él y me ha dicho que debía llevar todos mis ropajes a lavar porque se acerca el día de mi matrimonio y todo debe estar dispuesto.

—¿El día de tu matrimonio?

—Raro, ¿no te parece? Que yo sepa, aún mi padre no ha pactado nada, ni siquiera me lo ha insinuado.

—¿Crees entonces que es una premonición?

—Pues, la verdad, no lo sé, pero no se me van de la cabeza sus palabras.

Nausícaa pone los ojos en blanco y suspira.

—Cuando es así es porque los dioses son los responsables de esos sueños. Deberías hacer caso a lo que te aconsejan.

Nausícaa se viste y sale decidida de su habitación. Laira tiene razón, hay sueños que es mejor no ignorar. Se dirige al salón donde sabe que estarán sus padres. Al llegar se para en la puerta y contempla la escena como si la estuviera viendo por primera vez, aunque, en realidad, es un cuadro fijo, algo que está acostumbrada a presenciar desde que tiene uso de razón, pero ahora hay algo diferente en ella que la hace reflexionar.

"Mira con tristeza a su madre, se pregunta si será feliz. Ella quiere vivir libre, ser como Artemisa, agreste y salvaje"

La figura de Areté, su madre, parpadea iluminada por el calor del fuego del hogar. Junto a ella, sentadas en sillas bajas, silenciosas, sus esclavas. Las madejas de lana purpúrea reposan en los cestillos, de donde escapan unas hebras para retorcerse entre los dedos de las mujeres y convertirse en ovillos. Una tarea femenina como tantas otras. Y entonces se da cuenta de que eso será lo que le espera cuando abandone la inocencia de la juventud para ingresar en el matrimonio. Traga saliva, que le recorre la garganta y las entrañas como ácido y le va quemando el alma. Mira con tristeza a su madre, se pregunta si será feliz. Ella quiere vivir libre, ser como Artemisa, agreste y salvaje. Ahora su atención se dirige a su padre. Está a punto de salir. Sabe a dónde va, debe dirigir un pueblo. Son los hombres los que acuden a las asambleas, son los hombres los que manejan las riendas. Da un paso hacia delante, la empuja algo que sabe que no le pertenece, que está fuera de su propia voluntad. Ella no quiere ir al río, no quiere lavar las prendas para una futura boda.

—Padre.

—Dime, hija —Alcínoo la mira con ojos de prisa.

—Necesito que me unzas en un carromato unos bueyes corpulentos —dice de sopetón.

—¿Para qué?

—Porque debo ir al río a lavar mis vestimentas. Están sucias y es indecoroso —se guarda en su corazón la verdadera razón, esa promesa de un futuro matrimonio a la que ella no quiere asistir, pero debe hacerlo, sabe que hay algo que la impele a ir—. También las vuestras están sucias y yo me encargo de todo eso.

"El sol aún no ha llegado a su punto más alto, y mientras esperan que el calor evapore la humedad de los quitones, los himationes y los velos, toman una pelota"

El carromato cargado de prendas llega a la playa, donde el río deja su ferocidad atrás para comenzar a morir dentro del mar. Allí desciende Nausícaa con sus esclavas. Todas ellas doncellas, todas ellas salvajes como ninfas servidoras de la mismísima Artemisa. Traen sobre el vehículo las prendas y la felicidad de la libertad que proporciona la lejanía de los ojos acechantes y curiosos de Palacio. Comienzan sus labores con la prisa del que no le queda tiempo. Enseguida ponen las prendas a secar. El sol aún no ha llegado a su punto más alto, y mientras esperan que el calor evapore la humedad de los quitones, los himationes y los velos, toman una pelota.

—¡Aquí! ¡Aquí! Pásamela a mí.

—No, a mí, a mí.

—Ten cuidado de que no se caiga.

—No sé cómo os puede gustar jugar con la pelota —dice una muchacha de trenzas como espigas de trigo que canta sobre un lecho de flores recién recogidas y trenza unas guirnaldas.

—Es divertido, Lamia. Lo que pasa es que tú eres una sosa —dice Nausícaa con la respiración entrecortada y las gotas de sudor cayéndole por la espalda.

"Todas miran hacia ella, más bien a través de ella, la traspasan para observar algo más allá. Nausícaa se da la vuelta lentamente con el corazón palpitando ya en sus manos. Y ahí está"

Eleutheria le tira la pelota. A Nausícaa no le da tiempo a reaccionar y la pelota corre libre lejos del corro de muchachas, junto a unos frondosos matorrales donde un hombre desnudo dormita. Nausícaa no ve cómo el ruido hace que el náufrago salga del mundo de los sueños, en los que una diosa le aconseja lo que debe hacer y qué debe decir.

—Querías que corriera, ¿eh, Eleutheria? —Nausícaa le devuelve la pelota a Eleutheria. Esta no la coge, se ha quedado congelada como una estatua esculpida en duro mármol— ¿Acaso te ha visitado Medusa? ¿Qué haces?

Pero Eleutheria no dice nada, ni Laira ni Ava ni Lamia ni Berenice. Todas miran hacia ella, más bien a través de ella, la traspasan para observar algo más allá. Nausícaa se da la vuelta lentamente con el corazón palpitando ya en sus manos. Y ahí está.

"La muchacha siente cómo sus reticencias se derriten como la nieve en primavera al escuchar sus penas. La compasión hierve y también las palabras amables la cubren del valor necesario"

El espejismo de lo que alguna vez fue un hombre fuerte. Un esqueleto del que cuelga la piel tostada por el sol de la experiencia. Una cara presidida por grandes ojos que salen de sus cuencas pidiendo clemencia. Luciendo la desnudez de la vergüenza, tapando sus atributos con las manos y pidiendo clemencia con un gesto silencioso. Las esclavas corren, el miedo de ver un hombre desnudo activa su mecanismo de supervivencia. Pero Nausícaa permanece de pie, impertérrita. Sabe que es su destino, lo presiente, el sueño también se lo dijo. Lo mira desafiante, no siente miedo, más bien compasión.

El hombre abre la boca, sus dientes amarillentos y caóticos luchan por pronunciar alguna palabra. Las primeras salen temblorosas y poco a poco lo que es un hilito de voz cansado se convierte en una voz fuerte y potente.

—¡Yo te imploro, oh reina, seas diosa o mortal! Si eres una de las deidades que poseen el anchuroso cielo, te hallo muy parecida a Diana, hija del gran Júpiter, por tu hermosura, por tu grandeza y por tu aire; y si naciste de los hombres que moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre, tu veneranda madre y tus hermanos, pues su espíritu debe de alegrarse intensamente cuando ven a tal retoño salir a las danza…!

"Nausícaa, que sabe interpretar los silencios, se da cuenta de que en realidad Odiseo es alguien que sufre, alguien al que la guerra lo sacó de la seguridad del hogar, que dejó atrás el amor"

La muchacha siente cómo sus reticencias se derriten como la nieve en primavera al escuchar sus penas. La compasión hierve y también las palabras amables la cubren del valor necesario. Le da algo de ropa y teje una estratagema para que la acompañe a Palacio, junto a su padre. Sabe que no es decoroso que una doncella y más, si es la hija del rey, se deje ver con un hombre, sea quien sea él. Odiseo acompaña el carro a distancia, Nausícaa lo introduce en Palacio. Primero acude a su madre, no hay nada como una mujer para templar el carácter y bajar las barreras de los hombres. Areté también se compadece de la historia del hombre.

Odiseo, un rey que busca su patria, un héroe que ha luchado con monstruos, un guerrero que ha conquistado ciudades con artimañas se muestra como un simple hombre con sus miedos y carencias, como un náufrago que lo ha perdido todo y que echa de menos el amor y su patria. Durante noches cuenta su historia, durante noches desnuda su alma entre las líneas de sus aventuras. Nausícaa, que sabe interpretar los silencios, se da cuenta de que en realidad Odiseo es alguien que sufre, alguien al que la guerra lo sacó de la seguridad del hogar, que dejó atrás el amor y es lo único que quiere recuperar, y es entonces cuando Nausícaa se da cuenta de que en las guerras no hay vencidos y vencedores, simplemente vencidos y vencidos. Unos pierden antes, otros después, pero en la guerra solamente hay pérdida.

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