Hemos leído y escuchado en diferentes ocasiones quejas diversas dirigidas hacia la realidad. Que debería estar prohibida, como se decía en una película de Pedro Almodóvar. Que tiene derecho a ser inverosímil, para que así el Arte nunca sea confundido con ella, parafraseando al escritor Émile Verhaeren. Pero nunca suele haber un acuerdo tácito que empate esa lucha entre ella y la ficción. Sus desavenencias son caldo de cultivo para muchos escritores contemporáneos, para aquellos que han sabido extraer de las confrontaciones entre lo vivido y lo escrito una veracidad, que no deja de ser elaborada para la ocasión, pero sin renunciar a la autenticidad u honestidad. El eterno sí, pero no; no, pero sí de la literatura.
En la segunda novela de Julen Azcona, lo anterior mencionado se traduce en un largo viaje, algo evidente si pensamos esa materialización de lo que uno querría hacer cuando se siente impedido: movimiento, acción, atrevimiento a saltarse las normas. La última sauna del mundo junta a César y a Jon en el periplo que les hará atravesar el país para llegar a la susodicha sauna y creerse así poseedores momentáneamente de un control y decisión sobre sus impulsos, guiados por una libertad igual de fugitiva que ellos. El título puede inducir de forma errónea a pensar que entre sus páginas nos esperan descripciones y escenas sórdidas, indagando en el morbo que genera ese ambiente. Pero como ya sucedió en su primera obra, Lodo, Azcona sabe jugar con el anzuelo literario e ir destapando progresivamente los intereses genuinos que a él mismo le llevaron a ponerlos por escrito, considerando sus alcances mediante una trama que se siente más cómoda en el devenir introspectivo de sus personajes que en la resolución fría y esperable que se requiere en cualquier género. De este modo, uno recibirá con más agrado las posibilidades que las seguridades, ganando con esa incertidumbre algo de tiempo para seguir contando, para no ver un final que lamentemos haya llegado sin riesgos de por medio, sin los y si… que no requieran de explicaciones, pues el hecho de que sucedan ya satisfacen la curiosidad de cualquiera por lo desconocido.
Ellos, César y Jon, de mediana edad el primero y empezando su veintena el segundo, tampoco saben quiénes son. Les guía el deseo, uno inventado, ciertamente. Pero, ¿es que acaso ese sentimiento no suele venir por un pretexto que facilite la imaginación del mismo, llegando a ser más satisfactorio que el real? La realidad, con nosotros como receptores de sus arbitrariedades, necesita del deseo para contrarrestar su brutalidad. Y el deseo se contagia de ese fervor, lo vuelve propio. Lo preferimos, nos saca de nuestro elemento y alienta a tomar iniciativas como las de ellos, amantes accidentales de repente metidos en un camión, encaminados al hedonismo por el chivatazo de la existencia de una sauna sevillana, la única funcionando en meses aún sumidos en las restricciones sanitarias. Diría que puede sorprender la hazaña a la que se lanzan, pero estoy seguro que todos tenemos constancia de historias parecidas, o siendo nosotros los autores de las mismas. Es importante que sea el motor de La última sauna… esa falta de conciencia, ese trago ardoroso sin pensar las consecuencias.
Vendrán de Jon las cavilaciones acerca de su acompañante, y como persona con inclinaciones por la literatura, se confundirán las que vienen de su necesidad de soltar relatos que vayan matando el tiempo que pasan en la carretera —integradas por Azcona con muy buena mano—, y las que se generan de manera natural por lo excitante de averiguar cuál es la vida de los otros; si nos están camelando y uno lo asume por interés sexual o por indiferencia, o si no queremos ver a las claras algo mayor: una pérdida de nuestras defensas por estar sintiendo algo más allá de lo establecido y estremecerse si al confesarlo es rechazado o no correspondido.
«Porque César habla, habla, y es tal su destreza en el arte de la conversación que consigue esquivar sin descuido su vida íntima. […] Yo, en cambio, me abro en canal y me siento estúpido. […] Y sé que no es injusto, que yo también podría ocultar ciertas partes de mí si quisiera, pero no lo hago, lo descargo todo […] Tampoco creo que haya nada espinoso que tratar. Tengo veintitrés años, él cuarenta y tres, y por tanto más vida de la que arrepentirse, un surtido más rico de recuerdos para escoger con qué fabrica sus monólogos. […] Quién sabe, quizá podría volver a empezar de nuevo con alguno de los chicos con los que suele verse. Suena a locura, pero tal vez podría funcionar algo más que solo sexo y conversaciones banales. Gira la cabeza hacia su derecha, de manera casi imperceptible, y mira al joven escritor navarro que conoció en Madrid, me mira a mí y el viaje adopta una dimensión desconocida.»
Esta suma de varios párrafos posee el latido de la novela de Azcona. ¿Somos porque otros nos han ideado? ¿Somos mejores por esa inevitabilidad en completar lo omitido de los demás, aunque nos pasemos de la raya? ¿Dónde queda entonces la división entre el gris del humo y el de la vida que se lleve? ¿Qué mitad elegimos? Con un estilo directo y seco que mezcla la distancia con lo irresistible de la osadía, sabremos por la narración principal y las que se entrelazan si la valía del deseo conduce a cierta belleza o ternura que redima, o hace que lleguemos al destino sin más, aceptando lo que no podrá tenerse.
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Autor: Julen Azcona. Título: La última sauna del mundo. Editorial: Dos Bigotes. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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