Mercedes está en shock.
Recuerda cómo quedaron todos los días de aquel maravilloso verano; ella decía en casa que se iba a pasear, que quería estar sola, y sus padres dejaban que saliera para que el “asunto romano” quedara definitivamente olvidado y todo volviera a la normalidad. Se veían en la playa, o en el mercado, y paseaban hasta el faro, porque justo detrás, había una casita semiderruida donde se cobijaban del calor, del frío, del día y de la noche. Al final del verano, cuando sus hermanos ya estaban de vuelta en Madrid y sus padres pasaban unos días con sus amigos en el chateau de Saint-Barthélemy, Raúl entró en palacete familiar en la avenue Louis Barthou, aprovechando un despiste del servicio y se quedó con ella toda la semana. La mejor semana de su vida, que Dios la perdonara. Dijo a Alfonso y al resto que no se encontraba bien y no salió de casa en siete días con sus siete noches. Cuando sus padres regresaron, cambió todo. Esa mañana, Raúl la esperaba en el mercado, con la furgoneta en marcha, y ella saldría con lo justo para pasar los primeros días mientras viajaban hacia el norte del país. Se casarían en Burdeos, donde Raúl conocía a gente, y luego ya verían. En algún momento, ella sabía que su padre cedería, y tal vez les perdonara y acogiera. Se vistió emocionada, con el conjunto azul que tanto le gustaba al gitano, pero cuando salió de su cuarto se sintió indispuesta y vomitó en el suelo. Consiguió llegar a la cama, angustiada por no poder avisar a Raúl, de nuevo, —otro Roma no, por favor—, y cuando su madre, alarmada, entró a verla, la encontró tumbada, muy pálida, y sudorosa. La cama estaba manchada.
Cuando recobró el conocimiento, estaba en el hospital de San Sebastián y su madre la miraba con los ojos anegados en lágrimas. Su padre, en cambio, le huía la mirada. El aborto había sido espontáneo, al menos. Y nadie debía saberlo nunca. No volvería a ver a Raúl, su padre se había encargado de eso. A la vuelta se anunciaría inmediatamente la pedida de mano y enseguida su boda con Alfonso de Robles.
Mercedes se limpia las lágrimas, sale del baño y se acuesta al lado de Alfonso, que tanto la ha querido siempre. Mañana será otro día. Y tal vez, tal vez, vuelva a ver a Raúl.
Raúl duerme en la furgoneta, pensando en ella como cada noche desde entonces. Se casó, tuvo un hijo cuando ya era mayor, enviudó… Pero nunca dejó de querer a Mercedes. Aquel día, abandonó Biarritz, destrozado. Cuando preguntó por la señorita Mercedes en el palacete, le comentaron que había estado a punto de perder la vida y que la habían llevado al hospital de San Sebastián. Acudió angustiado, y el marqués, con una frialdad imposible, le comunicó que si quería hacer feliz a su hija, debía dejarla tranquila para siempre. Que por su culpa ella no podría tener hijos nunca, que había estado a punto de morir, y que si de verdad la quería, se marcharía. Le ofreció un sobre con dinero, que el gitano no quiso coger, y desapareció, jurándose a sí mismo que nunca la olvidaría.
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