Se cumplen sesenta años de la primera edición de La fábrica de vinagre, una de las cumbres del arte grotesco de Edward Gorey. Formada por tres libritos (Gorey siempre mostró predilección por los formatos pequeños, incluso minúsculos, libros concentrados, de una extraña densidad), La fábrica de vinagre se consagra a los tres principios fundamentales que marcaron la trayectoria del autor y, por extensión, la tradición artística que continúa y de la que se convirtió en un maestro para posteriores creadores: “instruir, horrorizar y divertir”.
Para comprender el sentido de esta enseñanza (su principio didáctico de naturaleza satírica) hay que comprender la fraternidad de los otros dos principios, la alianza extraña entre diversión y horror, entre risa y crueldad. Ambos son los humanísimos factores presentes en la imaginación de nuestra especie desde nuestros comienzos y bastaría enumerar una serie de importantes manifestaciones artísticas para demostrarlo por la vía de los ejemplos: el arte ritual africano, las representaciones del infierno medievales, las danzas de la muerte, el arte de El Bosco, de Brueghel, de William Blake, de Goya, de Buñuel, de Kafka, de Gutiérrez Solana, de Alexander McQueen… Es la gran cadena de la imaginación grotesca, aquella forma propia de la risa en los huesos, de la destrucción satírica, de la fe en la necesidad de un apocalipsis, abrir los ojos al horror de la verdad para reírse del mundo y construir uno nuevo sobre sus escombros. Por eso conviven los impulsos básicos de la risa y de la crueldad (esenciales en nuestros cerebros de animales comunitarios), por eso se alinean como mecanismo de supervivencia del colectivo. La faz destructiva y religadora del humor permite desenmascarar lo que debe ser aniquilado y mostrar la necesidad de un mundo mejor.
Para ello debe enfrentarse al horror, ponerlo a la vista para que sea contemplado con una risa nerviosa. Ésa es la fe radical del artista grotesco, un individuo que cree en la lucha hermética (fuerzas del bien y del mal en eterno litigio) y que convoca materiales contradictorios, fuerzas muy puras que inquietan al espectador. De ahí su carácter moral, en el sentido de moral que podría aplicarse por ejemplo a la obra de Nietzsche, otro gran creador grotesco.
En el caso de Gorey, la exposición de un mundo cruel, la fragilidad de los seres inocentes (encarnados en la figura de los niños), enfrentados al azar, al absurdo, a la negligencia, a la desgracia, ofrece un escenario tragicómico, un pequeño teatro simbólico ante el que reír y espantarse. Sus libritos son pequeños retablos para esa función simbolizada, ejercicios de concentración de esos impulsos que muestran la fragilidad de nuestra condición, la arquitectura endeble del mundo serio con su moral superficial.
El artista grotesco no da consejos, no ofrece moralejas complacientes (como tampoco “entretiene”, su arte es sincero y consciente). Su obra es una enmienda a la totalidad, tan rotunda que a veces pasa desapercibida, se aparta la vista de ella o se asume como un simple ejercicio manierista. Cuesta entender su risa porque entenderla implica abrirse a una concepción muy distanciada (extrapuesta, ajena a los dogmas del presente) de la naturaleza humana.
La fábrica de vinagre era una trilogía formada por tres libritos. El primero de ellos, The Gashlycrumb Tinies (de difícil traducción, conocido en España como Los pequeños macabros) era un abecedario de muertes. Trece pareados dactílicos donde veintiséis niños, uno por cada letra del alfabeto inglés, son presentados en el escenario último de su vida. La rima y el juego de las imágenes agudizaban la risa del absurdo y el escenario de la negligencia adulta y la desobediencia infantil (la curiosidad mató al gato).
El segundo, titulado El dios de los insectos, era una fábula sobre una niña secuestrada y devorada por una cofradía de insectos ante la estolidez y desconsuelo de su familia burguesa. Como si Franz Kafka reescribiera Caperucita Roja y la leyera ente carcajadas (como solía hacer) con sus amigos.
En la tercera, El ala oeste, ya no hay palabras (se la dedicó a un crítico de prestigio que había mencionado su prosa), sólo el escenario teatral de una casa poblada de ausencias y de fantasmas (el Hitchcock de Psicosis también era un artista grotesco, como lo son las casas del terror de los parques de atracciones o los payasos terroríficos, que ahora parecen de moda).
La fábrica de vinagre, soberbio título, es una trilogía maestra del grotesco aparecida hace exactamente sesenta años, en 1963. Continúa extraordinariamente viva, como suele suceder con este tipo de arte. Fue precisamente el mismo año en que apareció otra obra maestra, Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak (a la que seguirían La cocina de noche y Al otro lado, para configurar su particular trilogía grotesca). Y en esos mismos meses, por completar el tríptico, Roald Dahl debía de estar escribiendo Charlie y la fábrica de chocolate, otra fábrica, pues apareció en 1964. Pero esto es otra historia y habrá que contarla en su momento.
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Autor: Edward Gorey. Título: La fábrica de vinagre. Editorial: Libros del Zorro Rojo. Venta: Todostuslibros
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