Imagen de portada: Jona Jaraba Karabot
En casa de Pilar Eyre hay más gente que en el camarote de los hermanos Marx o, si se prefiere, que en el restaurante Il Giardinetto (Barcelona) la noche de la concesión del Premio Herralde de Novela. Hay personas en el salón, en la cocina y en el dormitorio; las hay riendo, charlando y, bueno, haciendo cosas bajo las sábanas; las hay también que visten uniforme preconstitucional, boina maqui o collar de perlas. Toda esta variedad de sujetos se congrega a lo largo del día alrededor de la narradora, y si los vecinos no se quejan por el barullo que semejante multitud monta es porque no se trata de personas reales, sino de los personajes de ficción que transitan por su apartamento tal que si fueran almas en pena de la posguerra española.
Eyre se ve a sí misma como un pararrayos que en vez de atraer descargas eléctricas atrapa personajes al vuelo. En este sentido, su método de trabajo es simple: prestar mucha atención a las conversaciones y esperar a que su interlocutor, muchas veces un familiar, cuente una anécdota protagonizada por alguien cuya existencia sea merecedora de un libro. Eso es lo que hace cuando cena con unos amigos, copea con periodistas o se reúne con parientes: plantar la oreja, tirar de la lengua y, por así decirlo, encontrar fuego.
Y entonces se lanza a escribir. Por la mañana lo hace de un modo explosivo, sin prestar atención a la sintaxis ni poner los ojos en la ortografía, llenando el folio con las ideas que estallan de un modo incontrolado en su cabeza; por la tarde, de una forma más reflexiva, borrando casi el ochenta por ciento de lo que redactó horas antes, corrigiendo las erratas con lupa y sopesando la tipografía. Y es que, según sus propias palabras, por la mañana tiene la energía de una veinteañera y se siente capaz de construir un edificio entero, mientras que por las noches se siente más cansada que una anciana centenaria y solo tiene fuerzas para revisar el trabajo ya hecho.
Pilar Eyre realiza todo ese proceso en secreto. Prefiere no vender su novela por anticipado porque ha visto a demasiados autores malograrse por culpa de los contratos firmados antes de tiempo. Se trataba siempre de literatos que realmente se creyeron que sus nombres eran más importantes que la calidad de sus textos y, en una enorme cantidad de casos, que cayeron en el olvido cuando todavía no se habían quedado ni siquiera calvos. De ahí que Eyre rechace los adelantos: porque sabe que la única forma de escribir con pretensión de excelencia pasa por temer el rechazo.
Así pues, no se puede negar que Pilar Eyre respeta la literatura, aunque luego tenga que soportar que haya quien atribuya su éxito a la fama televisiva. Esa gente desconoce que, antes de ser periodista, trabajó como lectora para la editorial Planeta. Por si no lo saben ustedes, un lector es una persona que cobra una miseria por cribar los manuscritos de autores desconocidos que llegan a las editoriales. Un trabajo que, la verdad, conviene abandonar cuanto antes. En cualquier caso, este currículum demuestra que Eyre conoció las catacumbas del mundillo literario antes de ver su nombre en los puntos calientes de las librerías, y aunque el suyo ha sido un camino largo, se siente feliz con el resultado. Agradecería un poco más de reconocimiento por parte de la crítica especializada, pero sabe que los intelectuales de barba, pipa y bufanda siempre la verán como esa mujer —y recalca lo de mujer— que escribe artículos de sociedad y que, de vez en cuando, publica alguna que otra novela sin importancia. La catalana considera una injusticia que la traten de ese modo, pero se quita la quemazón de encima recordándose a sí misma que si mañana le concedieran el Nobel esos envidiosos continuarían murmurando que se lo han dado por salir en la tele.
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La última novela de Pila Eyre es De amor y de guerra (Planeta).
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