Manuel F. Rodríguez despliega conocimiento e intriga en un documentado libro histórico que se lee como un thriller.
Por partes. El periodista y escritor presenta sus credenciales: “Soy de Sarria, localidad gallega del Camino Francés. Desde niño recuerdo el paso esporádico de gente a pie hacia Santiago. Eran los primeros peregrinos del renacer contemporáneo del Camino y en su mayoría eran extranjeros. Impresionaba verlos pasar con sus mochilas, sus sombreros y su exotismo. Fue así como en el verano de 1976 nueve amigos adolescentes sarrianos nos hicimos con unas mochilas, dos tiendas de campaña y sendos camping-gas e hicimos el Camino hasta Santiago. Unos 110 kilómetros”.
Pero hay más argumentos para que el autor escribiera este libro. Manuel F. Rodríguez fue el máximo responsable de que se publicara la Gran Enciclopedia del Camino de Santiago: Diccionario de la cultura jacobea (Ediciones Bolanda, 2010) en 18 tomos con tres mil entradas, de las que él redactó casi la mitad. Para quienes tengan problemas de espacio en casa pueden acceder a su contenido por internet si teclean «Xacopedia». Pero como no hay gallego que no matice, Rodríguez advierte: pese a que hubo una colaboración entre la editorial y la Xunta de Galicia, la web no se ha revisado ni ampliado, todo depende de los políticos. Escrito queda.
Tercer argumento: Rodríguez firmó en 2014 Santiago de Compostela para peregrinos: Guía secreta (también en Bolonda): decenas de fotos y un sinfín de datos sobre albergues, códices, puertas, calles, esculturas, retablos… y el botafumeiro, claro, de esa ciudad donde el pasado año sellaron «la compostela», el certificado oficial, 440.000 personas (no sobra ningún cero); aunque “el número de peregrinos que lo realizan es como mínimo un 30 por ciento mayor”.
El libro, que ahora ve una segunda edición bastante retocada tras su primera versión en gallego hace ocho años y que tan notable acogida tuvo, se ancla no sólo en 1906 y 1921 sino que llega a hoy y retrocede hasta los albores de los primeros peregrinos, allá por los siglos IX y X.
Entre los numerosos personajes que aparecen por la novela destacan los periodistas Marcos Albaredo y Salvador de Lis, el sacristán Manuel Contreras, siempre con sus llaves colgadas de una anilla de hierro unida a su cinturón; marines anglicanos y católicos de la Royal Navy que fondeaban en Vilargarcía de Arousa; Fisterra, un símbolo más que un territorio; anarquistas varios, que tanto proliferaron en los primeros años del siglo XX y que “roban en lugares sacros como acción revolucionaria”; el simpático mendigo y siempre al cabo de la calle (por merodear y dormir en la catedral) Sindiño; el erudito clérigo y de “corpulencia mansa” Antonio López Ferreiro; Losada, cabo de la Guardia Civil; el excéntrico Rochaalta, el francés Jacques Lugnis, el arzobispo De Herrera… y por supuesto la cruz, en cuyo reverso se podía leer en latín “Con esta señal se vence al enemigo. Con esta señal se ampara al justo”.
¿Una cruz, así, en singular? No se fíe usted, lector. La «auténtica», robada de la capilla de las Reliquias, data posiblemente del año 874, tenía 46 centímetros de alto por 44,5 de ancho y dos de grosor. Y en su origen, hasta 79 piedras engastadas. A ella se la adhirió un fragmento del Lignum crucis o madero de la cruz donde fue lanceado Jesucristo. La cruz fue una ofrenda de Alfonso III que la llevó en persona con su corte desde Oviedo a Santiago ese 874, 61 años después del descubrimiento del sepulcro.
Aprende uno que hubo un vaciado por parte de algunos ingleses del Pórtico de la Gloria para mostrarlo urbi et orbi en el Victoria and Albert Museum, que la canción marinera inglesa más antigua era/es un canto jacobeo, que durante siglos existió la figura del «lenguajero» (religiosos extranjeros de alta formación que residían en la catedral para informar y confesar a los peregrinos en sus propios idiomas), que “el único sepulcro conservado de una viajera o viajero enterrado en la basílica es el de una peregrina del siglo XV desconocida, al igual que la causa de su inhumación allí”, que algunos peregrinos decidieron quedarse a vivir en Fisterra, que en las fiestas de Santiago, “aún tras la Contrarreforma, se celebraba un desfile de vecinos y peregrinos disfrazados de la estrellas del firmamento, de Zeus/Júpiter y sus rayos, de lunas y dioscuros”. También que la capilla de las Reliquias, donde estuvo la cruz sólo tiene una única ventana a nueve metros de altura protegida por una reja, amén de una puerta como único acceso.
El sacristán Contreras se queja en un momento dado de que “apenas quedan reliquias ofrecidas por peregrinos distinguidos y por peregrinos anónimos” por “urgencias económicas”, pero también por “el inmoral abandono o el robo callado”.
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—La Iglesia no sale muy bien parada. Me refiero a algunos de sus clérigos, a la conservación del templo y a cierto recelo hacia el peregrino, más aún si es extranjero.
—Aunque cueste creerlo, la Iglesia compostelana, surgida por y para la más épica y amada de las grandes peregrinaciones europeas, receló de los peregrinos. Resultó, con todo, una relación paradójica. Por un lado, predominaba ese recelo ante gentes atípicas llegadas de lejanas tierras que el poder eclesiástico local no podía controlar. Por otro, existía el mandato divino de tener que acogerlos y ayudarlos, pues los peregrinos eran entendidos en el cristianismo como viajeros sagrados. En esa paradoja ha vivido la Iglesia compostelana.
—Aunque el libro tiene tres capítulos que transcurren alrededor de 1906 (el robo), 1921 (un incendio) y 2006, los personajes van y vuelven con un ancla en el siglo IX. ¿Ha pretendido abarcar con la excusa de la desaparición de la cruz buena parte de la historia del Camino?
—Era necesario, era una cuestión de contexto. El enigmático robo de la cruz griega de Alfonso III el Magno se produjo en 1906. Pero la cruz procedía justo de ese siglo IX y había estado ligada a los peregrinos europeos del Camino, que la adoraron desde sus inicios. Muchos creían ilusoriamente que había sido una cruz del apóstol Santiago. Esa fue su fuerza nunca del todo comprendida y aceptada por la Iglesia compostelana, que pese a su condición de meta de peregrinación, casi siempre receló del proceder de los peregrinos más distantes.
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La catedral de Santiago, uno de los tres grandes templos de la Cristiandad, junto al Santo Sepulcro de Jerusalén y San Pedro de Roma, funciona como un personaje más, con sus reliquias y sus sombras, con personajes siniestros que vagan por sus pasillos y recovecos en un silencio sigiloso. La leyenda dice que tras ser ajusticiado en Jerusalén, el cuerpo del apóstol fue llevado por mar a Galicia hacia el año 43 o 44 por haber predicado allí, el lugar más occidental de Europa, siguiendo el mandato de Jesús de llevar su mensaje a los confines del mundo. Pero el hallazgo del sepulcro data de la década 820-830 y su descubridor fue el obispo Teodomiro, fallecido en el año 847. No deja de ser curioso que se diga en el Códice Calixtino que el templo no se cerraba nunca porque no tenía puertas, que se instalaron en 1521 y que sólo se prohibió a los peregrinos pasar la noche dentro a partir del siglo XVIII. Y sin embargo…
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—El libro, la acción, va más allá de Santiago y de su catedral, llega a Fisterra, el auténtico final.
—Fisterra es determinante. La ciudad de Santiago y su ámbito territorial hacia el Occidente son el gran finis terrae espiritual europeo. Los peregrinos medievales consideraban al apóstol Santiago el apóstol del fin del mundo y, por ello, el guiador de las almas al más allá. Era el gran psicopompo cristiano. Enlaza con el hecho de que el cabo Fisterra se consideraba desde tiempos prerromanos como el extremo final de este mundo y, por tanto, el punto donde se conectaba con el otro mundo. Esto tuvo mucho que ver con el éxito medieval del Camino. Ese trasfondo está presente incluso en su éxito actual, con su prolongación a Fisterra. Hoy sabemos que en Fisterra en realidad nada termina. ¿O sí termina de algún modo para nuestra interioridad emocional? Es un tema muy complejo, de repercusiones antropológicas profundas. Menciono una frase muy reveladora de la historiadora norteamericana Georgiana G. King, en su monumental obra The Way of Saint James, de 1920, publicada en Nueva York. Al llegar a Fisterra escribe: “Aquí, en el fin del mundo, Santiago reina como señor de los muertos, como el viajero de la distancia lejana”.
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En la novela se desliza que durante siglos hubo más interés en el Camino en el extranjero que en España. Rodríguez aclara que en esa ruta espiritual España era, lógicamente, el final: el Camino Francés concentra desde Aragón y Navarra todas las rutas que llegaban de Europa. “El renacer del Camino en el siglo XX, sobre todo en las primeras décadas, lo impulsaron casi exclusivamente las fraternidades y asociaciones de amigos del Camino creadas en Francia, ya en 1950, y en los 80 en Alemania, Reino Unido, Italia, Bélgica, etc. En 1987 el Consejo de Europa declaró el Camino como el primer Itinerario Cultural Europeo”.
Al autor hay que ponerle en un brete, que recomiende otros libros sobre el Camino. “Uno, más extenso, Camino que vence al tiempo, de Francisco Singul; otro, más breve, para leer en una o dos tardes, El Camino de Santiago: Doce siglos de historia, de Manuel Garrido. Y para lectores con nociones y predispuestos a buscar, una obra que admiro, la de los periodistas franceses Pierre Barret y Jean-Noël Gurgand, La aventura del Camino de Santiago. Si el espíritu del Camino existe, se oculta en este libro”.
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—Dominique, un personaje «actual» de la novela, reflexiona en alto: “Los peregrinos han sido sustituidos por los turistas”. ¿No hay peligro de morir de éxito, que el Camino se convierta en puro turisteo, que Compostela sea una Disneylandia?
—En cierta medida, eso ya sucede. El turisteo es hoy la cuestión candente. Los grandes pioneros, los que con sus pasos recuperaron desde los pasados años 70/80 el viejo Camino medieval perdido desde el siglo XIX, son hoy ignorados y a veces incluso despreciados cuando expresan su opinión. Son los tiempos de un morir de éxito desbordante, de una riada que se lleva casi todo por delante. La cultura jacobea, esa que con sus singularidades hizo del Camino la única gran ruta espiritual del mundo, una ruta sin fronteras territoriales, es hoy una especie en peligro de extinción. Dudo que en los próximos años mejore esta situación. Y sí, también, Compostela es ya por momentos un escenario de disfraces ajeno a todo tipo de preguntas complicadas. Se impone el despachar emociones para la ocasión en estuches con lacito, y poder cobrar por ello da igual cómo. En Santiago, el gran suvenir es cada vez más el de las emociones enlatadas.
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No faltan escenas poéticas o inquietantes en esta novela, personajes secundarios que cosen o desparecen pero que dan vida y color al libro. Es el caso de una mujer con cierta edad que con ansia espera la muerte y como no llega un día desaparece; la encuentran “en el cementerio de Bonaval cavando una fosa con sus propias manos” para ella misma. También se ofrecen discusiones teológicas, políticas y de filosofía donde se cita a Nietzsche o Borges: “¿No te dieron los números que rigen tu destino certeza de polvo”? Y supone, no menos importante, un homenaje a la ciudad de Compostela, “húmeda, gastada, impenetrable”.
Qué es, en el fondo, el Camino; cuál es su misterio. Cada uno tiene su respuesta, o ninguna. “¡La historia y la fe resultan tan esquivas!”, desliza un personaje. Pero sí es cierto, y verdad, que ante la «cruz dos Farrapos» los peregrinos quemaban su ropa gastada después de tantas semanas para mostrar una “nueva y pura luz”, una nueva vida. Para quien quiera creerlo se dice que el apóstol permanece en ese fin del mundo para “guiar a las almas descarriadas en viaje tan transcendental”. En todo caso, alguien advierte: “Piénsalo antes del primer paso: el del Camino de Santiago es un viaje sin fin”.
De acuerdo totalmente, lo realizado tres veces y…..seguiría más. Atrapa, hechiza….
Gracias, Mariano, muchas gracias!