Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. En El último viaje de San Isidoro, Juan Eslava Galán cuenta la llegada al trono de Fernando I de León tras vencer a su hermano y su cuñado, y el posterior viaje de los huesos de San Isidoro a León desde Sevilla.
Está en los romances que cantan los ciegos en la escalinata de Santa María. Un 13 de mayo caliente y lluvioso, cuando la loba pare su camada y las abejas liban las flores, el conde de Castilla García Sánchez, de veinte años, estrenó jubón amarillo y calzas francesas para conocer a su novia, la princesa doña Sancha, que lo aguardaba con toda la corte en el palacio real de León.
No advirtió el heredero del condado de Castilla que al salir de su morada lo siguió el vuelo siniestro de la corneja. Cuando pasaba descuidado, con su breve séquito, junto a la iglesia de san Juan Bautista lo rodearon unos hombres que se fingían albañiles y lo acuchillaron con cachicuernas. Diez heridas le dieron, tres de ellas mortales. Con el tiempo se supo que fueron los Vela, en venganza porque su padre, Sancho García, les había arrebatado sus feudos de Álava.
Doña Sancha, viéndose compuesta, virgen y viuda sin haber consumado, lo tomó muy a mal, y aunque pretendientes no le faltaban, pues su dote era muy apetecible, sólo consintió en contraer matrimonio con el hijo del rey de Navarra, sobrino del difunto, el conde Fernando de Castilla, con la condición de que los asesinos de su anterior prometido fueran procesados: al principal culpable le cortaron las manos y la propia Sancha le sacó los ojos con las suyas, que habríamos supuesto más hechas al bordado primoroso que al rudo chirle del matachín. Luego pasearon al Vela, manco y ciego, por las polvorientas plazas de Castilla, con un pregonero que iba explicando la razón del castigo. Vengada y satisfecha, doña Sancha se casó con Fernando. Las bodas se celebraron en Burgos, otoño de 1032, cuando nacen los leones y los robledales y hayedos se desvisten. Nunca se vio la ciudad tan lucida: juncia en las calles, campanas al vuelo y paños y tocas en las ventanas. Dos reyes firmaron por testigos: Bermudo de León, hermano de la novia, y Sancho de Pamplona, padre del novio.
¿El banquete nupcial? Fue un día grande de Castilla en el que salieron muchos vientres de mal año: para los nobles hubo carneros, liebres, gallinas y tres novillos espetados en palos de olmo, con doce lechones cosidos alrededor para darles sabor; para el pueblo, sopa boba con albóndigas, entresijos y pan de espelta y centeno. El vino corrió en abundancia, traído de Toro y de Álava y el hidromiel con rebabas de cera y el anís de endrinas. Al abad de Silos hubo que meterlo hasta el pescuezo en estiércol fresco, desnudo, para que digiriera el atracón.
En los postres de miel y requesón se levantó asistida por dos monjas la tía del novio, doña Urraca, abadesa de Covarrubias, y levantando al cielo su sarmentosa mano profetizó que la pareja recogía las bendiciones del cielo.
—Reinarán en dilatadas tierras —dijo—. Un cuerpo santo se recibirá en León y concitará las devociones de la Cristiandad, no menos que el sancro vulto de Roma, o que la Vera Cruz de Jerusalén o que los huesos de Santiago en Compostela.
Concluido el banquete y recibidos los presentes, los novios se encerraron en la alcoba nupcial con los convidados a la puerta. Pasada una hora la aya de la princesa salió a mostrar a los presentes la sábana pregonera. Los notarios mayores examinaron las manchas de sangre y certificaron que el matrimonio se había consumado.
Al otro día, en la tornaboda, Sancho de Pamplona se acercó a su hijo Fernando, el recién desposado, y le murmuró al oído.
—Ya solo te queda matar a Bermudo y serás rey de León.
Año 1037. En el valle de Tamarón, cerca de Burgos, se enfrentaron el treinta de agosto los ejércitos de los dos cuñados, Bermudo de León y Fernando de Castilla.
No fue menester que Fernando matara a Bermudo. Él solo se mató por voluntad de Dios, que así lo había dispuesto. En los preliminares de la batalla, Bermudo picó espuelas a su fogoso caballo Pelayuelo y sin mirar que dejaba atrás a su escolta penetró entre las filas castellanas, donde los peones lo rodearon. Cuando sus apurados caballeros llegaron a su altura encontraron su cadáver sobre el pasto seco, cosido a lanzadas (dieciséis concretamente) y Pelayuelo pastando tan campante, ajeno a la ruina que le había buscado al amo. Ese fue un día de congoja y abatimiento en el reino. Los vasallos se espolvorearon ceniza en la cabeza, y en las majadas los gañanes apalearon a sus perros en señal de duelo.
El trono de León lo heredó Sancha, la hermana del muerto, que lo cedió jure uxoris a su esposo Fernando (entonces no se estilaba que una mujer fuera reina).
Pasaron los años. Auxiliado por la Providencia, Fernando, ya justamente conocido como el Magno, ensanchó sus dominios de Castilla y León a costa de los moros. Su última querella por lindes la tuvo con su hermano el rey de Pamplona, García III.
Era este García III un hombre altanero, impetuoso y codicioso que en los documentos palatinos se proclamaba rex ibericus. Le había sentado francamente mal que en una ocasión pasada Fernando lo cargara de cadenas y lo encerrara en una torre de Cea, de la que logró escapar.
—¿Arreglamos nuestras diferencias como buenos hermanos, tirando al aire una taba de carnero, como propone el abad de Retuerta, o lo fiamos por las armas al juicio de Dios? —le preguntó Fernando.
—¿Qué gloria hay en fiarlo a la suerte? —replicó García.
No hubo acuerdo. Los dos ejércitos se encararon en los llanos de Atapuerca en 1054.
Conviene saber que García III había seducido a la esposa de su ayo Sancho Fortún, Velasquita, que pasaba por ser la mujer más hermosa del reino, alta, rubia, resplandeciente como una antorcha y con los grávidos senos firmes y caídos para arriba. «Pandehigo» la llamaban las damas de la corte, con el nombre del manjar.
En los preliminares de la batalla, Sancho Fortún escuchó las chanzas de los mesnaderos sobre lo bien que le encajaba el yelmo a pesar de los cuernos. Disimuló la ofensa y fue a ponerse cerca del rey, entre los caballeros de su escolta. Entrados en faena, en medio de la polvareda de la caballería y el griterío de los peones, Fortún se acercó al rey y lo alanceó con un venablo ferrado que le entró por el sobaco, donde se juntan las mallas de la loriga con las del brazo.
—¡Ah, felón, me has matado! —proclamó García antes de desplomarse manando sangre por la boca y un moco espeso por la nariz.
Sus escuderos lo retiraron fuera de la batalla, al campo cercano, llamado Ages de los Navarros donde expiró en el lugar tradicionalmente conocido como «Fin de Rey» hoy señalado por una gran piedra.
Así murió el desventurado García, a manos del caballero quia foedauerat uxorem eius «al que había deshonrado o manchado el honor de su esposa», como dice la crónica.
Cuando supo la muerte de su amante, Velasquita se tiró al pozo. Acudieron a sacarla con sogas, pero ya estaba muerta. Ella se condenó, pero el rey fue a la gloria, dado que antes de entrar en combate había confesado y comulgado bajo las dos especies, como entonces se estilaba, por el rito mozárabe.
En el campo de batalla, pasada la refriega, Fernando se dejaba vendar el brazo, herido de saeta, por su físico de las llagas Federico de Soria. Se le acercó Alvito, obispo de León.
—Dios ha evitado que te manches las manos con la sangre de tu cuñado o con la de tu hermano. Debes pagarle el favor con algún acto reparador que al propio tiempo engrandezca tu reino. Has fundado un reino grande, rey. Ahora te toca honrar a Dios con una gran obra. El lustre de un reino se mide por la calidad de sus iglesias y de las reliquias que albergan. Busca algún cuerpo santo que haga milagros y edifícale un santuario famoso.
—¿Qué puedo hacer, eminencia? —preguntó Fernando— ¿Fundo un monasterio? ¿Construyo una catedral?
—El difunto García, que en gloria esté, salió un día a cazar con su halcón y encontró una cueva donde había una imagen de Santa María con un jarrón de cinco azucenas milagrosamente frescas. Allí levantó para gloria del Creador el monasterio de Santa María la Real de Nájera y lo enriqueció con los cuerpos de los santos de la comarca, significadamente san Felices de Bilibio, el anacoreta de Haro, maestro de san Millán, cuya sepultura estaba en los riscos.
—Cierto —convino Fernando—, pero creo recordar, señor obispo, que a su colega de Álava que abrió la tumba de san Felices se le torció la boca y ya no se le volvió a enderezar sino que mantuvo esa postura, babeando, que no se le entendía el discurso, hasta su muerte.
—Muy cierto —concedió el prelado—, pero eso ocurrió porque antes de hollar un sepulcro hay que decir ciertas misas y realizar sortilegios que el obispo García de Álava se saltó. Estaban con él los obispos Sancho de Pamplona y Gómez de Burgos, a los que no pasó nada.
En este punto intervino el obispo de Astorga, Ordoño.
—También quiso llevar los restos de san Millán, sepultados cerca de su eremitorio en los montes Cogollos de la sierra de la Demanda, pero el santo hizo que los bueyes que tiraban del carro no pudieran con el peso. Lo que se interpretó como que el santo deseaba permanecer donde los bueyes se habían detenido. Allí le dio sepultura y fundó el monasterio de san Millán de Suso.
Fernando quedó convencido.
—¿Dónde puedo buscar un cuerpo santo?
—En estos reinos los cuerpos santos están muy rebuscados —dijo el obispo Alvito—. Quizá debes buscarlo fuera de la Cristiandad. ¿No es tributario tuyo el rey moro de Sevilla desde que amenazaste su reino después de tomar Mérida? Pídele los cuerpos de Santa Justa y Rufina, que padecieron martirio bajo el romano Diocleciano.
—No tenía noticia de ellas —dijo el rey.
—Eran dos hermanas alfareras que salieron de su taller a ver una procesión de los paganos y sin poderse reprimir quebrantaron la imagen de la diosa Venus a cuyo coño milagroso se acogían los impotentes de minga morcillona.
Fernando convocó al canciller real, Ferrán Pendol se llamaba, y le dictó la carta que los obispos llevarían a Al Mutadid, el rey taifa de Sevilla, donde estaban sepultadas las santas. Conviene saber que este moro era famoso por su crueldad: diestro en venenos, coleccionaba las calaveras de sus enemigos, pero a Fernando le guardaba el aire.
En abril, cuando florecen las rosas silvestres y encañan los trigos, tomaron el camino empedrado al-Balat, que hoy conocemos como Vía de la Plata, los obispos Alvito y Ordoño con nueve monjes de su servicio, veinte jinetes del rey y otros tantos peones y muleros con la impedimenta. Mandaba la tropa el joven conde Nuño o Munio, que se acompañaba con sus dos ayos, Gonzalo y Fernando.
Dos meses invirtieron en el viaje. Después de dejar atrás Bedunia, Brigeco, Ocelo Durii, Salmantica, Cáparra y Norba Caesarina, un domingo por la mañana avistaron las murallas pardas de Sevilla y postrados sobre el polvo del camino entonaron un Te Deum.
Al Mutadid recibió con zalemas y regalos a los obispos de Fernando y les facilitó picos, palas, esportillas, almocafres y otras herramientas con las que excavaron en las siete iglesias de Sevilla y ahondaron hasta más debajo de los cimientos, pero las tumbas de las santas no aparecieron. ¿Qué podían hacer?
—Ayunemos y Dios ayudará —propuso el obispo Alvito.
Tres días ayunaron con sus larguísimas noches, si bien el obispo Ordoño se disculpó de hacerlo porque la debilidad del viaje lo había estragado y no quería perecer tan lejos de su diócesis.
Pasado el ayuno tornaron a excavar y levantaron las iglesias hasta los cimientos. Huesos aparecían y muchos, pero ninguno milagroso. Acudían moros escrofulosos y mozárabes a untarse con ellos y ninguno sanaba.
—Dios no ha querido que demos con las reliquias de las santas hermanas —se resignó el obispo Ordoño.
—No vamos a presentarnos ante Fernando con las manos vacías, menudo es —dijo el obispo Alvito.
—Llevas razón —convino Ordoño—. Capaz es de encerrarnos en algún convento. Hay que darle una pensada al asunto.
Se la dieron. Aquella misma noche San Isidoro se le manifestó en sueños al obispo de León. El santo era un anciano de luenga y resplandeciente barba blanca, vestido con la túnica floreada de los eclesiásticos de su tiempo.
—Sé que el intento con que tú y tus compañeros habéis venido es el de llevar el cuerpo de las bienaventuradas mártires Justa y Rufina —le dijo—. Mas ten por cierto que la voluntad de Dios es que las reliquias de la santa queden aquí para consuelo y amparo de esta ciudad que algún día volverá a ser cristiana. Sin embargo, no quiere la bondad divina que os volváis a vuestra patria con las manos vacías, pues desde ahora os concede mi propio cuerpo; tomadle pues, y llevadle a la corte de León».
Preguntó entonces el prelado quién era, y él respondió: «Yo soy el doctor de las Españas, Isidoro, en otro tiempo obispo de esta ciudad».
Al día siguiente, después del desayuno, pan candeal regado de aceite picual y estrujado de naranjas (una novedad para los cristianos), Alvito reunió a sus colegas y les anunció:
—He visto en sueños a San Isidoro y me ha hablado.
—¿Quién es San Isidoro? —preguntó don Nuño.
—El doctor egregio —respondió el monje Abacus, de los que acompañaban a Alvito—. Baste decir que Alcuino de York, el más grande sabio de la corte de Carlomagno, fue su discípulo. Es el gran doctor de nuestro siglo, la gloria más reciente de la Iglesia católica, un hombre que tenía en la cabeza toda la sabiduría de Grecia y de Roma, y la vertió en letras en sus famosas Etimologías, un libro extenso como un reino e inabarcable como la mar océana. Sabios bizantinos que las hallaron en la biblioteca de Alejandría profundizaron tanto en ellas que ya no volvieron a aparecer. San Isidoro es el último en el tiempo comparado con los otros sabios de la antigüedad, pero no el último comparado en la sabiduría y, lo que es más, el más docto de las últimas centurias, que ha de ser nombrado con toda reverencia.
—Instrúyenos —solicitó don Nuño.
—En diez años que os sermoneara apenas desbrozaría los conocimientos del santo obispo —dijo el monje Abacus—. Sabed que él divide la filosofía en tres partes: Física, Lógica y Ética. La Física a su vez se divide en Geometría, Aritmética y Música. La Lógica, por su parte, en Dialéctica y Retórica.
—En su obra se contiene el mundo y sus saberes — añadió Soto Chica, otro acompañante del obispo—. Contiene también la cronología, la astronomía, las Sagradas Escrituras, los ciclos del tiempo, las bibliotecas y los libros, las fiestas y los principales oficios, la naturaleza de Dios, de los ángeles, de los santos padres, la jerarquía y organización de la iglesia, la sinagoga y el judaísmo, la vida y obra de los más célebres filósofos, herejes y poetas, el estudio de las otras religiones, las noticias sobre los pueblos de otras tierras, sobre sus lenguas, instituciones, costumbres y las relaciones que se tenía con ellos o de donde provenía el conocimiento que de ellos se tenía, el estudio de los nombres, la anatomía del ser humano, sus malformaciones, los animales, tanto los familiares y cercanos, como los exóticos y casi fabulosos, los elementos que componían el universo y la materia, los mares, ríos y diluvios, la geografía, los tipos y elementos de los asentamientos urbanos y rurales: las ciudades, villas, aldeas, etc., las formas de comunicación que podían emplearse, los pesos y medidas, los minerales y los metales, la agricultura, la guerra: armas, táctica, etc., los espectáculos y juegos, los distintos tipos de embarcaciones, la pesca, los edificios y las vestimentas, los alimentos y bebidas, el ajuar doméstico, las herramientas…
Iba a seguir el buen monje, pero el obispo Ordoño lo contuvo:
—Dejemos las lecciones para los refectorios, que en tierra de paganos no está bien permanecer más de la cuenta, no se nos aficione al vicio la mesnada.
Cavaron donde la visión del obispo y hallaron un cofre sencillo de madera que contenía los huesos del santo. Acercaron su escápula a un mendigo ciego y los ojos secos se rehidrataron, derramaron copiosas lágrimas y cobraron vida:
—¡Veo, veo! —gritaba el ciego corriendo por las calles.
Supo el califa que habían encontrado el sepulcro del santo y despidió a los embajadores de Fernando con alivio, si bien les dijo: «Sufro por desprenderme del cuerpo de tan santo y sabio varón».
Quedaban en Sevilla, por propia voluntad, ocho monjes y cuatro peones que en el ínterin se habían amancebado con las moras y prometían atraerlas a la verdadera religión. Esta defección, en la que veía solo concupiscencia y no apostolado, causó tal disgusto al anciano obispo Alvito que murió a los siete días tal como le anunció San Isidoro cuando lo vio en sueños. Su compañero Ordoño le administró la Eucaristía bajo las dos especies y ungió el cadáver con aceite bendito en las plantas de los pies, el vientre, el pecho, las palmas de las manos, los ojos y la frente. Metieron al difunto en un ataúd de plomo, estañaron la tapa y lo llevaron de regreso a León.
El viaje de vuelta fue más lento que el de ida debido a las continuas tormentas y copiosas lluvias que padecieron. Los arroyos venían tan crecidos que no se podían vadear pero el obispo Ordoño ponía en la cabecera el carro de bueyes que portaba los restos de San Isidoro y de este modo las aguas se abrían como las del mar Rojo cuando dejó pasar a Moisés y los hebreos.
León recibió a san Isidoro con grandes fiestas. El rey Fernando, su esposa Sancha, sus hijos Sancho, Alfonso y García y sus hijas Urraca y Elvira vistieron sus mejores galas para descender al Duero a recibir las sagradas reliquias acompañados de los arzobispos y obispos, abades, clero ordinario y religioso del reino, todos enjaezados con los sagrados ornamentos, antecediéndolos los cirios y demás insignias de la Iglesia, además de la corte en pleno y de una muchedumbre de ruanos que dejó vacía la ciudad.
Fue un momento emocionante cuando su alteza real se descalzó y con los notables de la corte tomó sobre sus hombros muy humildemente el ataúd del santo y de esta guisa lo introdujo en la ciudad y lo depositó en la iglesia de los Santos Juan y Pelayo, que desde entonces se llamó de San Isidoro. Para mayor gloria del día, el ciego Eusebio se acercó a tocar el ataúd y la luz brilló en sus ojos de repente.
—¡Milagro, milagro! —gritaba la multitud enfervorizada.
Fernando y Sancha reedificaron la iglesia palatina en piedra blanca y la enriquecieron con nuevas reliquias, principalmente la quijada de san Juan Bautista, el cuerpo de san Vicente de Ávila, los huesos de la tercera paloma que soltó Noé y una rama de la encina bajo la que oraba Abraham.
El obispo Ordoño se retiró al monasterio zamorano de Santa Marta de Tera, en el camino sanabrés. Acudían a él los escrofulosos de la comarca a que les impusiera las manos, que desde que revistieron las reliquias de San Isidoro se habían impregnado de santidad. En el huertecillo de la iglesia el santo obispo criaba malvaflor, la benéfica planta también conocida como hierba isidoriana.
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Autor: VV.AA. Título: Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa. Editorial: Zenda. Disponible en: Kobo y Fnac
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